Samuel Noyola
«Nocturno de la Calzada Madero»
A Jesús de León
Pour mon ame melée aux affaires lointaines, cent
feux de villes avivés par l’aboiement des chiens…
Saint-John Perse
No le temo a los perros que me saludan
en el fondo de la noche
como niños hambrientos de luna,
con aullidos de alucinante sombra
y viento extraviado en las esquinas.
Porque mis días se han levantado
contra una ciudad enjoyada de mendigos,
circos donde la razón atraviesa aros de fuego,
pirámides con sacerdotes adorando la cifra y el puñal.
Y donde ciertas desnudeces de cantera
—imitadoras del pulso de Miguel Ángel—,
se alzan virtuosas de muslos y de pechos
en el centro de la plaza pública;
pero con una mueca de asombrada Medusa,
ya vuelta piedra con el destello
del espejo arrullado por el terror, transparente
como la respiración de los ciudadanos;
cuando corre un alcohol dividiendo la sangre
de otras ninfas de cintura anochecida.
Y donde los frutos de un follaje centenario
altos y eléctricos,
se debaten
como galeón anclado por un tonelaje de peste,
contra el aire podrido de fábricas y tubos oxidados;
cuando ya silba el maguey de filosa punta
—violenta ceniza desde la orilla del siglo—,
por los desiertos del norte,
helado y sonoro monzón de la sierra
hinchando la carpa de una comedia desconocida.
Y porque los pasos de la bellísima
resuenan como cascos de caballo en mi memoria,
casi trayéndose espectros de carreras tristes
y elegantes sombreros de ala tuteadora
a este bulevar, hasta aquí,
donde el resplandor de su nunca lejana y dormida
ya baja por mis hombros,
se instala como una canción
en el centro de mi pecho cerrado,
hasta el pozo de tiempo de mi corazón.
De este corazón que limita al norte
con esa madre loba de dulce camada,
y al sur, un poco al poniente,
hacia los bares donde el miedo también sueña,
y la vida modorrea con la mejilla rasurada
contra el piso vomitado de la cantina,
junto a los ciegos que palpan la música y la moneda
frente a vitrolas luminosas como dentadura de calavera.
Allí donde la puta, el califa y el maricón
se deslizan orgullosos de su techo de estrellas,
como una corriente amazónica que va gastando las mesas,
el vidrio turbio de las botellas
donde respiran rumorosas abejas,
orillan la espuma de la cerveza
y levantan burbujas hasta el ojo ebrio,
que revientan con el tambor y las maracas
si dos bailarines se tallan
entre el viento dorado de una cumbia.
En el sitio donde lento enviuda el filo de los puñales,
cuando un vértigo de águila o mosca
entra en la noche…
Como el aciago brillo de aquel farol.
Y creo en los sacrificios sobre la piedra oficial,
donde la retina de los policías se contrae,
siseando madrugadora la sangre en la cuneta
al tibio encuentro con la tinta de los periódicos.
El señor de las leyes —gordo como un gusano—
se entroniza, y a su mirada ciega
responde la ciudad entera
con un silencio como de cementerio.
Un rojo de semáforos late en mis sienes.
Allá, donde se empieza a abrir el horizonte
silba un tren fantasma,
chispean fuego sus ruedas,
como incendiando un tiempo de catedrales profanadas…
No le temo a los perros que me saludan
en el fondo de la noche.
Monterrey, 1983.