Deseo era el nombre de una estrella fugaz cayendo

I.

En la infancia ocurría algo fuera de lo común, como en todas las infancias, no es que lo sorpresivo pasara fuera de mí, sino adentro. La comprensión del mundo que me rodea, una verdad descubierta sólo gracias al paso del tiempo. En ocasiones, las palabras se repetían en mi cabeza, una y otra vez, las repetía tantas veces que entonces perdían el significado, se convertían en fonemas de algún concepto que se quedaba como un dulce cuyo rastro se siente en el fondo de la boca.

 

Deseo era el nombre de una estrella fugaz cayendo, un hormigueo en el pecho, la emoción de la posibilidad, de que sí, podría tener un perrito, podría jugar con mi bicicleta por tarde, o podría pedir lo que quisiera y aparecería frente a mí, un tazón gigante de dulces en el que pudiera sumergirme y comer hasta que me doliera el estómago. El deseo más recurrente es el de otra casa, una más silenciosa donde los gritos no se sirvieran como acompañamiento a la hora de la cena, ahí entre el salero y los cubiertos. Una casa donde el silencio no sea más estruendoso que cualquier grito.

 

II.

La palabra deseo antes remitía a la magia, algo que escapaba del mundo real, una descarga súbita de posibilidad, y felicidad. Las palabras eran una fuente inagotable de magia, los libros sólo contenían certezas, aunque fueran cuentos podía creer que había mujeres que por las mañanas eran consumidas por el sol, mujeres que se convertían en bolas de fuego, pequeños soles danzantes cuya pista de baile eran los cerros de los desiertos. 

 

Le conté a mi madre de ese cuento, me dijo que era verdad, que de niña ella veía las bolas de fuego tiritando entre las montañas. Me dijo que eran las brujas, las mismas que se convertían en lechuzas y peleaban en la plaza del pueblo por las noches. En ese entonces me preguntaba qué se sentiría volar, y si tenía que convertirme en bruja para hacerlo. No sabía si creía en ellas hasta que escuche murmullos paseando por las calles en las madrugadas, hasta que me dijeron que en mi casa se posaba una lechuza por las noches, quizás un augurio, mirándonos desde el jardín muerto. 

 

III.

Tal vez debería desear tener una lista de mis deseos, los que traduje y colgué en el árbol artificial navideño, o los que escribí en mis diarios. Deseo tener la Barbie veterinaria, una cocinita para jugar con mi hermana. Deseo que papá pueda venir para mi cumpleaños. Deseo que regrese con regalos. Deseo que mi amiga Sofía regrese a la primaria. Deseo que Socorro esté en el mismo salón que yo. Deseo que nadie me hable. Deseo dar mi primer beso. Deseo no volver a verte nunca. Deseo perdonarme y perdonarte. Nunca quise convertirme en lechuza pero mis deseos se convirtieron en súplicas. Por favor, no deseo la violencia de la muerte, no quiero morir, sólo quiero dejar de existir un momento. Quería salvarme a toda costa de la mala suerte, de tirar la sal por encima del hombro, de romper el espejo y pasar por debajo de las escaleras. Esperaba crecer dentro de mí como una raíz dentro de un cascarón. Deseo, por favor, estar en el cuerpo que habito.

 

IV.

El deseo crece en la punta de la lengua, las palabras maduran como una fruta en un árbol, a veces se caen y se pudren. Ya no pido deseos a estrellas fugaces, pero sí al universo, o quien sea que escuche. En ocasiones creo en cosas tan maravillosas como la abuela araña que tejió al mundo, y descubro historias que siento, se han escrito para mí. Ahora la palabra deseo se encuentra entre las grietas de sus labios o mis labios, que saboreen el jugo de la palabra madura, que recuerden que aquí hay algo que crece, y algo que muere. Algo que puede desear en este momento. 

 


 

Paulina Villalpando. (Monterrey, Nuevo León, 2000). Licenciada en Letras Hispánicas por UANL. Poeta y mediadora de lectura, le gustan los libros de literatura infantil y llora con ellos.

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