Lupita Zavaleta
Su última compra fue una bicicleta antigua. La había ordenado hace más de un mes, aquella tarde en que el aburrimiento se le acalambró en los dedos; escroleaba en el aire series y películas que no tenía ganas de ver. Cerró los reproductores, sus brazos se estiraron hacia el techo tratando de alcanzar algo que no sabía qué era. Le creció dentro un deseo de montaña rusa, de viaje, de un simulador de LSD, de cualquier cosa que la sacara de ese ensimismamiento. Frente a sus ojos aparecieron anuncios de compras automáticas. Parpadeó tratando de cerrar las pestañas, que saltaban hacia ella. Confirmar compra. Confirmar pedido. Confirmar dirección de entrega. Liberar pago. Se activó la alarma. Su control neuronal liberó una ola de relajación, como la llamaba ella, que se extendió poco a poco en su cuerpo. Las instrucciones impulsivas se desactivaron. Los anuncios desaparecieron y le notificaron las cancelaciones de su orden.
Respiró profundo. La descarga de quién sabe qué sustancia seguía cosquilleando sus extremidades. La habitación a su alrededor se llenó de nubes. Sonrió, alejada de sí misma. Cada vez le pasaba más seguido, ordenaba quince cosas distintas sin querer, al mismo tiempo. Las alarmas la salvaban de sí misma, pero aún no podía acostumbrarse a su efecto. De cualquier modo, no se desharía de ellas; era la única forma de conservar su crédito. Respiró profundo una vez más.
El aburrimiento volvió a deslizarse hasta ella, como un líquido pegajoso que se le embadurnaba entre las manos. Incómodo, pero suyo. Pensó que comprar algo, esta vez a conciencia, no era tan mala idea. Abrió sus listas de deseos. Le llamó la atención el título “cosas viejas”: el primer elemento era una máscara roja, con rafia negra colgándole de la barbilla, que supuestamente era de una cultura ancestral. Recordó un mal sueño que tuvo
hace poco, la recorrió un escalofrío, así que decidió borrarla de la lista. A veces las cosas guardadas en la memoria de su implante se filtraban en sus sueños.
Aparecieron frente a ella imágenes de vestidos con luces led, los primeros lentes de contacto de realidad virtual, pelucas que cambiaban de colores, y tocadiscos. Todo demasiado caro o demasiado inútil para gastar en ello. De repente, una bicicleta, antiquísima, casi del tiempo del tocadiscos. El anuncio decía que todavía funcionaba. La compró.
La bicicleta tenía unas manchas blancas pegadas por todas partes, stickers, quizás, hechos de algún material poco resistente. Ella nunca había visto algo como las palancas cerca del manubrio. Cuando las apretó escuchó un chasquido, un sonido de ajuste. No encontró el botón para modificar la suavidad ni la altura del asiento. Cuando terminó de examinarla, la casa intentó sincronizar el localizador de la bicicleta; después de tres intentos, le avisó que era incompatible. Ella se encogió de hombros.
Dio una vuelta pequeña en su patio trasero. Los frenos servían. Le tomó un momento entender cómo se cambiaban las velocidades. Escuchó un sonido metálico, los pedales giraron, sueltos. Ella gritó antes de poner los pies en el suelo y prevenir su caída. La cadena se había atorado, forcejeó un momento con ella hasta que logró acomodarla de nuevo. Sus manos estaban manchadas de algo oleoso, oscuro. Se sintió capaz, renovada, con un tintineo alegre que no había sentido en mucho tiempo. Movió un dedo hacia arriba para liberar el pago.
Cuando abrió la reja, la casa le comunicó que su seguro médico no funcionaría si usaba la bicicleta. No cumplía con ninguno de los protocolos de seguridad. Frente a sus ojos, imágenes de posibles accidentes, las probabilidades y las consecuencias, a mediano y largo plazo. Una caricatura de sí misma perdiendo el control y rompiéndose la rodilla la hizo reír. Sacudió la cabeza para quitarse de enfrente las imágenes.
Después de darle ignorar tres veces a las advertencias de la casa, apareció un documento en el que ella, con todas sus facultades mentales, tomaba la decisión de arriesgarse con esa bicicleta milenaria. Firmó que sí, su probable muerte era responsabilidad suya y de nadie más. El seguro de la reja se abrió.
Dos pedaleadas. Una alarma más. El exoesqueleto está en proceso de activarse. Esperó un momento a que le terminara de crecer esa otra piel que producía el implante. Una que la protegía del exterior a toda costa. Puso un pie en un pedal. La otra pierna no siguió la trayectoria esperada, sino que se quedó detenida, aprisionada a medio movimiento por el exoesqueleto. El implante le comunicó que solo funcionaba correctamente con vehículos con los que se podía sincronizar, y esta bicicleta no era compatible. Las mismas escenas que le había proyectado la casa aparecieron frente a sus ojos, junto con un estimado de los gastos médicos acordes a cada accidente, los cuales iban desde el tratamiento de la insolación hasta los trámites de la muerte. Se detuvo. Vio la hora: qué pérdida de tiempo.
Ya da igual, dijo en voz alta. Al fin y al cabo estaba montando una bici vintage, tenía que entregarse de lleno a la experiencia. Desactivó el exoesqueleto y después de cinco alertas más, dos mensajes de confirmación, decir en voz alta el nombre de la mascota de su niñez, decirlo de nuevo porque la primera vez no abrió bien la boca y no se entendió la palabra, firmar otro acuse de responsabilidad, seleccionar abrir todas las pestañas cuando se vuelva a prender el equipo, darle borrar a unos mensajes que no había enviado, posponer la actualización del álbum de fotos, mandar un mensaje automático a sus contactos de emergencia (su madre y su hermana) diciendo que estaba fuera de línea, y checar la hora por última vez, finalmente, apagó el implante y se quedó así. En puro cuerpo propio.
Miró a su alrededor. El mundo se veía plano, como si fuera de dos dimensiones, había desaparecido una capa llena de anuncios, indicaciones, y shortcuts para escribirle a sus amigas o para tomar una foto. Frente a ella, la calle, tal cual era. El sol dejó de ser un susurro, se sintió tibio, incómodo. Intentó checar la temperatura, por costumbre, su pregunta se quedó colgada en el aire, sin respuesta. Su piel despertó con un hormigueo. El aire olía a fresa y a podrido. Se le revolvió el estómago. Estiró un brazo, el brillo del cielo, espejo de su alegría, le lastimó los ojos. Tenía años, desde que se mudó a esa ciudad, que no apagaba el implante.
Empezó a pedalear. Los rayos del sol le acariciaban los vellitos de la piel, le enrojecían las piernas. Ahí, abajo del short, vio reaparecer una marca de nacimiento que el implante solía ocultarle. Iluminado por esa luz de las cinco, tan dorada, tan real, le pareció bonita. Se veía como la silueta de un país que no existía. Más tarde iba a intentar modificar los ajustes para tenerla siempre a la vista. Recordatorio, dijo en voz alta. Una vez más su voz salió de su boca y cayó en el pavimento, sin respuesta.
Empezó muy despacio. Los nervios le atontaron los brazos y el manubrio se movió de un lado al otro, la bicicleta zigzagueó en el camino. Su cuerpo se tambaleó. Se detuvo. A ver una vez más. Enderezó su trayecto.
Se dirigió a los caminos boscosos que estaban cerca de su casa. La naturaleza había retomado muchos espacios; las plantas de energía nuclear, los chispazos de fábricas muy altas se empequeñecían en medio de los árboles. Las hojas brillaban. Los colores eran similares a los que veía a través del implante, solo que ahora, unas cosas y otras se veían moteadas, como ranas venenosas.
Cuando llegó al borde del sendero, la bocina de la bicicleta hizo un sonido. Ella asumió que funcionaba con la energía producida al pedalear. Volvió a detenerse. No podía hacer más de una cosa al mismo tiempo. Junto a ella pasó un hombre a toda velocidad, le gritó quítate del paso. Ella jaló su bicicleta al borde del sendero.
Examinó la bocina. Una pantalla (que no se proyectaba en el aire) le daba las opciones de reproducir, bajar o subir volumen. Parecía que tenía guardada la lista de reproducción de su dueño anterior. Dio play y empezó a sonar una combinación de sonidos de computadora antigua con unos tambores de fondo que le daban ganas de bailar. El volumen lo más alto posible, mucho más de lo que estaba permitido por los estándares para prevenir la contaminación auditiva.
Subió a la bicicleta e inhaló todo el aire que pudo. Las fosas nasales se le quemaban. Sonrió. La bicicleta no tenía control de velocidad. Empezó a dejarse ir con toda la fuerza que podía en las bajadas del sendero. Las ramas de un arbusto la rasparon. El miedo le apretaba las manos alrededor del manubrio, le sacaba grititos. La música ayudaba a sus ganas de ser viento, aunque no entendía ninguna palabra de las canciones. El ritmo aceleraba tanto como la bicicleta, se detenía con ella, zigzagueaba entre los árboles.
Ella era su bicicleta, los olores del bosque, acompañados también de esa nota podrida, que aparecía en oleadas, recuerdos de algo lejano. Los sonidos de los insectos la perforaban, sonaban tan duro que competían con la música. Le inquietó pensar que quizá eran más grandes de lo que su implante le dejaba ver, ojalá no se le atravesara ninguno. Sus piernas pedaleaban más rápido, los músculos le dolían. Quitó las manos del manubrio un segundo, otra vez el zigzag de la bicicleta, como si estuviera viva y tratara de tirarla.
Se paró en los pedales. Las ramas rozaron sus brazos. Qué prisa, qué ganas de llegar allá quién sabe dónde, más allá. A sus costados entre el naranja selva de los árboles, aparecían columnas de humo, o casas gigantes, de la gente rica de la ciudad. Su piel chorreaba, el sudor acumulado en su cuero cabelludo le daba comezón.
Una subida. Batalló como pudo contra sus propias fuerzas, cualquier cosa para no ir más lento, para no dejar de sentir esta libertad nueva, este peligro de ser cuerpo. Una subida que anunciaba una pendiente del otro lado. Ya casi. Qué emoción. Ya pronto la cima, qué ardor en las piernas. Ya casi. No dejó de pedalear hasta que la bajada la impulsó con tanta fuerza que todo alrededor suyo se convirtió en borrón. La música era una sola nota sostenida.
Embriagada de aventura no se dio cuenta, no puso atención al camino. Flotando sobre la vereda, un anuncio: “No pasar. Solo vehículos registrados”. Sus pies se congelaron. La mano en el freno. No iba a detenerse a tiempo. Cerró los ojos, lista para el dolor. En lugar del golpe contra la barrera automática, un poco de brisa. Un cuadrado de luz la atravesó, como un fantasma. Abrió los ojos. Su bicicleta era tan vieja que ni siquiera la seguridad la percibía. Siguió pedaleando. El bosque se volvió oscuro. A cada lado del sendero brillaba una línea metálica. Llegó hasta un arroyo. Sobre el agua, una capa muy delgada, grasa de arcoíris. Escuchó un croar tan profundo que no se esperó a ver el tamaño del sapo, dio la vuelta, hacia la parte segura del bosque. Sintió su sangre bombear en el pecho, en la frente, los oídos le zumbaban. Se detuvo para recuperar la respiración. El resto del camino se fue lento, con cuidado, en su cuerpo vibraba ya el cansancio.
Llegó a casa cuando el sol se estaba poniendo. Las nubes se veían más moradas que nunca. La tela sobre sus hombros le raspaba la piel. Una sensación nueva, como si se hubiera bañado con agua muy caliente. El olor a podrido empezó a subir, como neblina, del pavimento; ella respiró hondo. Zigzagueó una vez más antes de abrir la reja. Se dejó ir de un lado y de otro. La bicicleta viva, parte de ella. Abrió la reja. Acomodó su bici en el patio trasero, en un lugar donde no le tocara la lluvia.
Ya en la sala, le dijo a la casa: ¿ves?, no me pasó nada. Se sentó en el sillón para lidiar con todo lo que la estaría esperando al prender su implante. Apretó el círculo suave detrás de su oreja. Los colores volvieron a su matiz falso. Una nueva alerta. Su dispositivo no es compatible con la última actualización. El ruido la llenó toda por dentro. Lo sintió en la piel. Le erizó el cabello. Su dispositivo no es compatible con la última actualización. No podía apagarla. Miró su pierna izquierda, un raspón se iluminó con la luz que irradiaba el implante. Sobre sus hombros brillaron las quemaduras. Y en algún lugar detrás de su nariz, algo que sabía a fresa, un cambio que el implante también podía percibir. No es compatible con la última…
Tardó un momento en entender que la alerta se refería a su cuerpo. Su cuerpo no era el mismo. Su cuerpo ya no era compatible con la última actualización.
Lupita Zavaleta Vega. (Oaxaca de Juárez, Oaxaca, 1997). Escribe narrativa inspirada en su lugar de origen. En el 2019 fue parte del International Writing Program’s Women’s Creative Mentorship Project. Obtuvo el Master in Fine Arts in Spanish Creative Writing por la Universidad de Iowa, donde además fue parte del consejo editorial y luego jefa de redacción de la revista Iowa literaria. Ha publicado en las revistas Este País, Tierra Adentro y Bayou Review; así como en la antología bilingüe Movimiento perpetuo Volumen III: Frontera (Iowa City, 2022). Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.