Un mensaje

Emilio Contreras

 

Arrastro el gabinete de la entrada hasta obstruir la puerta.

Gerico dijo que me quedaban cinco días, al menos. Que tuviera el pasaporte en regla, y habló del arma en el cajón. Me sorprendió lo liviana que era. Siempre he creído que las pistolas son de un peso intolerable. Solo por si acaso, dijo, para después prometerme que nos veríamos en la frontera. Ahí hay una posada donde te estaré esperando. Luego me dijo que en el mismo cajón encontraría papeles falsificados. ¿Eso para qué?, le pregunté. Tu pasaporte servirá sólo para salir de la ciudad, pero cuando llegues a la aduana, puntualizó, tendrás que fingir lo mejor que puedas tu acento extranjero. No les hagas creer que vives aquí. En el sobre hay un poco de dinero, suficiente para sobornar a dos o tres oficiales y un conductor de redilas. Después se despidió, sin decir que me amaba, y colgué el teléfono. Grité que lo odiaba y deseé que un obús cayera sobre la comitiva que en ese momento lo llevaba sano y salvo fuera del país. En ese momento, tocaron el timbre.

Me asomo a la ventana, es indudable que mi esposo volvió a equivocarse.

Dos relámpagos afilan la caída de la lluvia. Oigo las sirenas desde hace rato, pero abajo las tanquetas y los convoyes permanecen inmóviles. Un hormigueo de gente con los brazos en alto transita desde cada embocadura de los edificios; los soldados forman grupos compactos con sus rifles de alto alcance y, me parece, veo perros con bozales y correas, tan numerosos como los militares. Los gritos en el piso abajo del mío me hacen alejarme de la ventana. Los perros ladran y gruñen, oigo un arroyuelo de risas que acorrala a los gemidos cada vez más débiles. Después un ruido de vidrios rotos, objetos pesados tirados al piso, un chapoteo y no puedo evitar preguntarme cuánto podrá resistir el gabinete. Pienso en Baurs, si estará a salvo, si estará peleando desde alguna trinchera urbana, si algún día volveremos a reunirnos.

Tengo la luz apagada, apenas una vela temblante ilumina mi departamento.

Otra vez se cimbra el cielo y el caos de la calle me atrae hacia la ventana. Una persona (no sé si es hombre o mujer) baja los brazos y corre rompiendo la fila. Espero con el corazón encogido ráfagas, órdenes de disparar contra los civiles. Pero uno de los soldados suelta la correa del perro, que ignora a los ciudadanos que se han arrodillado y se precipita hacia esa silueta. Estoy tan arriba de todo que solo puedo adivinar la mordida, el grito, el pánico extendido sobre mis vecinos. La impresión de aquella escena me hace retroceder. Una corriente de aire sopla la vela y me quedo a oscuras. Sospecho que todo el edificio está sumergido en esa misma penumbra casi húmeda, que ahoga.

Oigo las botas pasar en mi pasillo, puertas, llantos.

Enciendo otra vela y me refugio en mi dormitorio. El cielorraso se ha pintado de colores encendidos que se derraman desde el ojo de buey. Me paro sobre la cama deshecha, la maleta abierta que, estoy segura, ya no irá a ninguna parte. El edificio contiguo está envuelto en llamas. Las ventanas estallan ante la presión del fuego, cuyas lenguas se levantan hacia la noche. Tomo el cuaderno de mi mesa y me pongo a escribir lo primero que se me viene a la cabeza, algo escueto que empiece con “querido Braurs”. Estoy en la cama donde tantas veces nos abrazamos con apremio de fugitivos. La última vez que lo vi fue ayer. Él había tocado el timbre después de la llamada con mi esposo. Entró apresurado, con un bolso enorme. Me pidió que le ocultara armas, a lo que me negué. Temía que un vecino me delatara. Braurs estaba cambiado, más adulto, como si esa “resistencia” a la que se había unido le hubiera añadido edad en apenas unos meses. Mi negativa lo enfadó. Lo invité a comer algo, le dije que Gerico estaba de viaje en las provincias del norte, pero que por favor no me involucrara en ese asunto tan espantoso. Al oír el nombre de mi esposo su irritación se acentúo y, dándome la espalda, me pidió que me cuidara. Una lágrima cae y ensucia la tinta, pierde caligrafía, transita hacia la mancha, la estalagmita, el brochazo. Ya no es más un mensaje.

Están forcejando una puerta, pero no sé si es la mía.

Vuelvo al cajón con la vela apagada. El incendio de enfrente reverbera en cada esquina de la casa. Siempre quise saber por qué, con el sueldo de diplomático de mi esposo, nos resignábamos a vivir en este edificio. Ni siquiera había sido pensado para viviendas. En los cielorrasos me doy cuenta de muros construidos arbitrariamente, paredes que han reducido estancias mayores a unos cuartuchos miserables. Alguna vez Gerico me dijo que solía ser una oficina. Odiaba cada rincón de este departamento ahora bañado en luz anaranjada. De pronto percibo que las voces de hace rato han cesado. ¿A dónde han ido todos? Unas pisadas rasantes crispan mis nervios. Saco el cajón de su sitio y me pongo a examinar todo sentada en el suelo. Abro el sobre por primera vez, quizá pueda fingir ser una extranjera, hablaré en inglés, mercy, please, I’m an american citizen. Enciendo el último cigarrillo de la cajetilla. Si cruzo la frontera, veré esa posada y seguiré de largo. Pero un montón de hojas blancas se deslizan fuera del sobre, vacías de cualquier amparo. En una leo una sola línea: “Lo sé todo”. El cigarrillo cae muerto de mis labios. Ahora empujan mi puerta, oigo cómo maldicen al sentir su oposición. Alguien detrás dispara contra el picaporte y yo tomo la pistola.

Al jalar el gatillo descubro que no tiene ninguna bala.

 


Emilio Contreras. (CDMX, 2000). Licenciado en Estudios Literarios por parte de la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha publicado en Revista Irradiación, Casapaís, El coloquio de los perros, Punto en Línea, y Grafógrafxs. Ha obtenido los premios de relato Ignacio Padilla y Luis Arturo Ramos.

Artículos Relacionados

No Related Article