No nos vamos a morir mañana [Fragmento]

Geney Beltrán Félix

 

…lo jalaba de la mano su madre, por qué a paso veloz entraban dónde. Pasaron frente a un payaso de peluca violeta, de cuello cobrizo y cara blanqueada con rojos corazones en los cachetes. Olía el payaso a un sudor mugriento, era gordo pero más redondo se veía cuando inflaba los carrillos y un globo iba tomando desde sus labios la forma de un perro salchicha, frente a los ojos de una niña sentada a una mesa. A él lo seguía jalando su madre. Atrás dejaron al perro salchicha, al payaso, a la niña. Él volteaba el cuello y con los ojos querría gritar y jalar a sí los ojos del payaso, el globo, un animal que le hicieran. No fue escuchado. 

 

Llegaron a un sitio donde había un hombre sentado en un gabinete. Algo leía en el celular. La mamá carraspeó, le sonreía al hombre y no soltaba la mano del niño, quien miraba ora a su madre ora al señor ése y al final torció el cuello en busca del payaso, el globo, el perro. La voz de su madre cómo no habría de buscarle los oídos, sí, pero también —antes incluso de que ella nada dijese— esas vibraciones le llegaban adelantadamente a la piel misma, a la manera de rápidos, invasivos calores que cuándo no lo apapachaban, cuándo no lo herían también. Ahora su madre hablaba y hablaba, pero él venía enfurruñado, y nada de querer erguir el cuerpo para que esas palabras pudieran en su vuelo adentrársele. Las manos de la mujer se le ubicaron sobre los costados. Hicieron ahí fuerza y él vio cómo el suelo fue quedando más y más debajo de sus pies. La superficie de una madera recibió sus nalgas, él sacudió los pies, se escuchó gritar pero su madre no se veía a su lado, tomaba asiento frente al tipo, movía los labios, salían sonidos, sonreía.

 

“Cállate la boca”, le dijo ella con la voz hecha un martillo, poniendo sus ojos duros sobre el centro de su frente. Ahí era donde el niño recibía el golpe de las ondas de la voz materna. Fue entonces que los tejidos de las vísceras se le súbitamente enfriaron y un tropel de ramas lodosas subió de su centro, le abundó la garganta, lo hizo hipar hasta sacarle llanto; y le tapiaron el estómago. No comió nada. Movió las manitas hacia un lado y otro, impidiendo a la joven de vestido azul índigo y cofia poner un plato de papas fritas sobre la bandeja de su periquera. La madre le dijo: “Te calmas o te nalgueo”, él siguió haciendo nacer ruidos por la boca. Cuando dejó de patalear, cruzó los brazos y bajó la barbilla. Palabras sueltas cruzaban el aire y fue sabiendo (claro) que de él trataban. No quería levantar los ojos, pero un tic reiterado en su ojo derecho le hacía saber que el hombre ahí lo miraba, y no dejaba de mirarlo. De haberse permitido expresar en este lenguaje tibio y barato de los seres sublunares la profundidad de su intuición de ángel progresivamente desarmado, habría dicho que no aceptaba la pérdida de Tomi, ese hombre sonriente que lo cargaba como avioncito haciéndole sentir burbujas de vértigo en el feliz estómago, y que no quería cerca de sí a este señor desconocido de cara cuadrada y de sonrisa falsa, porque sus dedos largos olían a alcohol y agua oxigenada y le daban un aire como de muerte, impiedad, carencia, y él no…

Artículos Relacionados

No Related Article