Ivonne Reyes Chiquete
—Disculpe.
Mi mente me sorprende…
—Oiga, le estoy hablando.
Carlos Sobera eleva la mirada con tedio. Debe dejar por un momento la historia que está leyendo para atender su propia historia. Es empleado administrativo en un hospital.
—Necesito un sello de no adeudo para que den de alta a mi esposo —exige una mujer frente a él.
—En un momento.
Carlos Sobera busca su separador. Después corrobora que esa sea realmente la página en la que se quedó: la 31, a mitad del tercer capítulo, justo donde Jeffrey, el asesino, dice: “al último paso: 39. Mi mente me sorprende”. Cierra por fin el libro y estira la mano para recibir un papel. Lo revisa sin leerlo, pues se sabe de memoria lo que dice. Solo le interesa el número, lo teclea y la base de datos actúa con parsimonia. La máquina prolonga su ronroneo.
La mujer sudorosa, despeinada, golpetea con las puntas de sus dedos en el mostrador. Él espera y ella se desespera. Hay un duelo de miradas: los de él luchan por la soledad, los de ella por la calidad del servicio.
Ella bosteza y Carlos Sobera, a pesar de sí mismo, entra en la boca de la mujer y ve una campanilla que tiembla al final del túnel, las muelas con añadidos metálicos y una lengua blanquecina. La mujer cierra la boca, pero sus ojos están llorosos y los limpia con la manga de su suéter, después absorbe con fuerza y el líquido cristalino que estaba a punto de escurrirse regresa por sus conductos nasales. Carlos Sobera imagina que los mocos llegan hasta la garganta de la mujer, se revuelcan con saliva, van hacia el esófago, pero ella, con un carraspeo violento, consigue llevarlos a la boca y en forma de escupitajo aterrizarlos en la cara de Carlos Sobera.
La sentencia aparece en la pantalla: autorizado. Él se salva de sus pensamientos, empapa el sello en tinta negra y lo coloca en el espacio correspondiente. La mujer le arrebata el papel y se va taconeando sin dar las gracias.
A él no le importa. Tiene prisa de seguir leyendo. Quiere acabar el capítulo III, pues sabe que pronto viene un asesinato. Son las 2:52, en ocho minutos será libre. Regresa la vista al libro. Página 31, mi mente… mi mente me…, aquí, tercer párrafo:
Mi mente me sorprende.
Apenas piso la acera y mis pulmones ya están llenos de porquería. Siento cómo me penetra el humo. En esta puñetera ciudad solo se respira mierda. Un furgón pasa por la calle. El ruido del motor ordena un cambio de marcha, pero el imbécil conductor se tarda en responder. Un chaval pasa corriendo a mi lado. Me da un empellón, puaf, ha puesto su palma sobre mí y seguro que no se lavó las manos después de cagar esta mañana. Saco un pañuelo desechable de la bolsa derecha de mi jersey y me limpio. Arrojo el papel lejos de mí. Un tipo con pantalones vaqueros, que está parado frente a un coche de perros calientes, me observa. Paso a su lado justo cuando va a ponerle kétchup a la salchicha, Empújale, y se mancha la camisa blanca de rojo tomate.
—¡La puta que te parió! Mira lo que has hecho —me grita.
Caracol, caracol, retumba en mi cabeza. Me siento más tranquilo.
—Lo siento —le digo, y me voy sin siquiera darle
la cara.
Guardo la valija en el baúl del coche. 11:15, aún me queda tiempo para un café. Camino un par de cuadras y entro en una cafetería. Escojo mesa, en la esquina, lejos de los demás comensales.
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