Señoras

Alberto H. Tizcareño

 

Costura [fragmento]

Aún sin electricidad, cosió doña Aria por espacio de dos o tres semanas. Y todavía en su última noche de vida, entró resuelta a su taller, sosteniendo una vela rechoncha que apoyó en el suelo. Se echó al sofá donde la aguardaba su bordado y alistó la aguja que, lenta pero infalible, condujo con la mano tanto o más temblorosa que la flamita ardiendo a sus pies.

El amanecer la pilló cuando esbozaba un gesto de dolor, al extender ante sí el trapecio de tela blanca en que había invertido aquella madrugada. Entonces Aria se incorporó y, después de apagar la vela con un soplido triunfal, se encaminó a las escaleras, que trepó mansa, en paz con sus asuntos, los que fueran.

La tarde siguiente, pasado el mediodía, Aria salió de su casa y echó a andar veloz. Jadeando por la banqueta, con la frente sudorosa, pasó junto a nosotros, apiñados a mitad de la calle. Le preguntamos cuál era la urgencia y si necesitaba ayuda, y nos dio su respuesta habitual:

—Ya merito… No tarda en venir…

Solo que esta vez hablaba en serio. Y nos quedó claro cuando Aria levantó la mirada y, con los ojos bien abiertos, dijo para sí y para las nubes:

—Sí, ahí viene.

Echó a correr al edificio de junto, y mientras que pulsaba los timbres del tablero, gritó: “¡Ahí viene!”. Libró los coches estacionados junto a la banqueta, cruzó la calle y aporreó la puerta de los Salinas. ¡Ahí viene! Pegó un brinco y casi tira a un ciclista que iba pasando. ¡Ahí viene! Y sacudió rejas, sujeta a los barrotes con furor de presidiaria. Y pateó los portones de los garajes, dejándoles abolladuras. Y zangoloteó los arbustos de los jardines, que del susto soltaron sus flores. Grite y grite, Aria tocó más puertas e insistió en los timbres, desconcertada porque nadie salía a atenderla, salvo unos cuantos vecinos que se asomaron a las ventanas.

—¿Qué le pasa?

—Ya ni la amuela…

—¡Callen a esa loca!

En los patios ladraban los perros, y alrededor, los peatones se amontonaban, atraídos por el alboroto. Albañiles, oficinistas y niños se reían de la melena revuelta de la loca y su rostro desfigurado por la angustia.

Pero, si de algo podía presumir Aria, era de una perseverancia ejemplar. Así que aguantó las burlas y sondeó los alrededores. Bufando, peinándose el greñero, buscó hasta dar con una solución contundente: un montón de piedras a unos pasos de ella.

Levantó la más grande con ambas manos, la acarreó hasta el borde de la banqueta, y luego, lenta pero infalible, la propulsó contra el parabrisas de uno de los coches estacionados.

Tres veces repitió la maniobra; tres veces resonó entre las casas el vidrio estrellado y el aullido de las alarmas antirrobo.

Entonces salieron a raudales los vecinos: primero los propietarios de los coches, que amenazaban con “partirle la madre a la pinche loca”; y después salieron los chismosos que no querían perderse el espectáculo.

Luego vino, también, la primera sacudida y, de nuevo asistimos a una escena que nada les pedía a las películas. Pasmados con el lento baile de los edificios, oímos los retortijones del suelo, el rechinido de los muros y los estallidos de las ventanas, tanto o más sonoros que las súplicas de las ancianas y los lamentos de los perros en las zotehuelas.

Entonces vino la segunda sacudida que, con la brusquedad de un zarpazo, empujó un edificio sobre otro, y aventó un poste que fue a partirse en la banqueta. Desmoronó una barda y arrancó un árbol. Tumbó los techos de tres casas y, a modo de remate, le voló la fachada a otra, cuyos escombros rodaron entre nuestros pies.

Era septiembre y, a media calle, las madres y los padres, las esposas y los hijos, nos aferrábamos unos a otros, tambaleándonos sobre el asfalto ondulante. No bien se aplacó el suelo y dejó de mecerse el cableado, comenzamos el balance. La sarta de subtítulos a una realidad evidente:

—Híjole, el poste…

—Se ladeó el edificio…

—Mira nomás cómo quedó la barda…

La realidad, sin embargo, se había alterado sin remedio, y lo entendimos cuando Carmela Gómez, con lagrimones abriéndole surcos en la cara terregosa, nos gritó a unos metros:

—¡Ayúdenme…!

Se proponía levantar ella sola el árbol caído a mitad de la calle, caído sobre Aria y nadie más. Bajo la fronda asomaba su cabeza blanca, y su rostro, encarando el cielo, se había congelado en una mirada que lo comprendía todo.

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