El sol arde en la costa vacía

Alan Valdez

 

 

I

 

Era la época de la grande ciénaga. Cien aguas. Los labios blancos. 

     Animales con la escritura blanca, su pelaje, el veneno. 

 

Adormecido, el sol nos miraba.

     Lento, seguro como piedra, 

     comiendo el paso,

             el tropiezo,

           el danzante.

 

Bebí sin hacer reverencia.

Ahora me arrepiento un poco.

Aún así

me regalaron la idea 

del mar duplicado.

 

II

 

El sol arde en la costa vacía. 

     Me persigo en mi sombra pausada sombra. 

     A veces los animales del agua

     se extienden como un ojo

     que no sabe detenerse.

Anhelo su signo, pero yo,

     caducidad nada aparente,

     soy revertido al puro silencio.

 

Trato de entenderlo, pero el azul no se urge de mi entraña. 

     Y envidiando la superficie, 

     le permito a una piedra 

     desplazarse 

     inmediata

     hacia el fondo del lago.

 

Las cicadas aplauden. Aunque no distingo 

     si la celebración 

     es para mi afrenta 

     de carne 

     más que de hueso,

     o para la piedra 

     que reconcilia su itinerario 

     con la pesadez marina.

 

El sol cuestiona

la manera de mis huellas.

     Ante su canto 

     de tierra interrumpida

     y bajo el tremor de las cicadas

     respondo:

 

tengo la edad de todo lo que no sabe morir.

 

Me dedico a corroborar lo cierto 

     y despacio de mi carne

     y avanzo sobre el trino de hojas tatemadas.

 

Yo, bípedo

     y desgastado

     acudido por flores que la marea regresa, 

     aprendo del rojo 

     su desvelado resuello

     como lengua anterior

     y toda saliva.

 

Y pasa que

     Common lilac.

     Rudbeckia hirta.

     Syringa vulgaris.

 

El agua, vulgar,

     devolviendo lo no suyo.

 

Y pregunto, ¿a dónde van todos? 

     Mientras animales nocturnos a su manera, 

     aunque el día, 

     yendo hacia el último siglo del oeste.

 

III

 

Mi corazón se duplica 

     y vuelve mi respiración un hilo azul.

     No le insisto ningún presagio.

Después, en otro lado de la costa, 

     hay padecería crustácea 

     demostrando la ansiosa huella 

     provocada por el pico de varios gansos.

El hambre.

     La imagen envenenada de sí misma.

     La entraña 

     hueca hueca.

 

Inauguro así

     destino y final de criaturas sosegadas.

     Mi signo, 

     el signo y el ave.

     Amaestrados en el dominio del día

     uno camina.

     El otro,

     alado

     festeja lo poco que sobró de noche.

 

El día y yo

     misma cosa incierta como alhaja

     encontrada ayer

     después de la lluvia

     y, sin embargo, aunque el fuego

     las piedras bajo mis pies 

     están mojadas

 


 

Alan Valdez. (Chihuahua, 1992). Escribí La pérdida de voluntad en el agua (FCE/Tierra Adentro, 2021). Me gustan las nutrias, hacer música en sintetizador, que Quignard procure el silencio y, sobre todo, el poema 135 de Emily Dickinson.

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