Luis Mendoza Ovando
Un texto que arranque con una escena que sea al mismo tiempo shockeante para cualquier lector, pero que ofrezca algún tipo de asidero para decir ‘yo soy ese’. Que en su reflexión no pierda de vista que el tema central de este viaje es detonar una reflexión en torno a la palabra refrescar y que lo haga yendo de lo tangible a lo abstracto y de regreso, sin rebasar los ocho mil caracteres con espacios. Concluir con más respuestas que preguntas para que los ojos lectores que se posen sobre este texto tengan algo que rumiar el resto de la tarde y sea –no por requisito de la editora, sino por vanidad del autor– digno de comentarse en una cena o comida informal durante el fin de semana.
Ctrl+r
Mi oficina está regada sobre toda la mesa del comedor. Mis compañeros de trabajo son una pantalla con teclado y mi sala de juntas es un celular que no para de brillar por las notificaciones que no cesan. Mi momento de esparcir “chisme de pasillo” junto al garrafón o la cafetera es una conversación de WhatsApp y una pestaña abierta en mi buscador que no tiene nada que ver con lo que se supone que debería estar haciendo. La fondita para comer a mediodía está más allá, en la esquina de la mesa opuesta a mí donde yace un café frío que no me tomé a tiempo y una cajetilla aventada por el estrés de la jornada o las jornadas anteriores.
Hoy me puse a pensar en que llevo años sin ir a trabajar a una oficina y entregarme a esos rituales godín como el cantar “Las mañanitas” a alguien que apenas conoces en torno a un pastel lleno de merengue empalagoso.
Se supone que este modo de trabajo híbrido duraría hasta el fin de la pandemia, lo cual anunciaron que ocurrió el seis de mayo pasado, pero no me imagino volver a trabajar en esa vieja normalidad.
Ctrl+r
Las imágenes que reporta la televisión muestran algo abstracto ocurriendo en la Macroplaza en la noche del 28 de mayo. Emoción pura y sin mucha explicación porque en pantalla hay una intermitencia de telas amarillas y cuerpos que bailan y brincan, que se han despojado de sus playeras o que se agitan debajo del impermeable improvisado, seguramente pagado a sobreprecio, con la que se guarecieron del tormentón que cayó en la Macroplaza a eso de las 8 de la noche. Ya ni el calor ni la lluvia ni el bochorno importan. Los Tigres ganaron el torneo de fútbol Clausura 2023 de la Liga MX, pero no sólo lograron un triunfo, lo hicieron de forma épica. Tras remontar un marcador de dos goles a cero contra uno de los equipos más populares del país: Las Chivas de Guadalajara.
Ahora, no les quiero vender gato por liebre. Esta escena vista así tiene poco de novedoso, es decir, cambian las fechas, los nombres de los jugadores y los marcadores, pero los festejos por campeonatos de fútbol llevan décadas ocurriendo y, sin embargo, algo es distinto. Las tomas en la televisión muestran una enorme pantalla que el gobierno estatal ha colocado para que los asistentes pudieran ver el partido y es ahí donde algo rompe y “da la nota”.
No es que haya algún elemento diferente puesto en ese escenario multitudinario, pero la presencia de esas pantallas, en medio de la multitud, tiene un nuevo significado a la luz de una pandemia. Se conjuntan dos realidades de los años recientes: el mundo virtual y el confinamiento y, entonces, entre la pantalla como recordatorio pandémico y el gentío como rebeldía, se libera una energía inédita.
No pretendo explicarlo porque no puedo, pero sensible a esa energía me encuentro con que hay elementos cotidianos que se le parecen. La pandemia fue en nuestra realidad un crasheo, la página web de nuestra realidad imposibilitada para cargar y mostrando pedazos de presente maltrechos, indefinidos, marcando error. Entonces los medios internacionales anunciaron “La gran pausa” –porque los hitos que marcan la historia precisan de un copywriter– y tomamos medidas de precaución y sana distancia. Iniciamos una labor titánica por hallar una vacuna que permitiera que la normalidad pudiera volver a correr como siempre la habíamos conocido. Fue como si hubiéramos presionado ctrl+r en la computadora de la humanidad para que ese refresh pudiera devolvernos las certezas perdidas. Hoy que las autoridades que dan orden al planeta han dicho el 6 de mayo que la pandemia ha pasado, ¿por qué no se siente este mundo igual al de antes?
Porque pasa lo mismo que ocurre cuando estoy frente a la computadora y doy ctrl+r y vuelve a cargar la página no vuelvo al punto previo al crasheo. La página es la misma y yo también, pero se añade a la ecuación la frustración de haber pausado y de tener que enfrentar el que el mundo no corriera con mis expectativas.
Ctrl+r
Confieso que aún hoy me saca de quicio la presencia de los celulares en un concierto. En primera instancia me pregunto si tendrán algún tipo de negocio de piratería quienes por dos horas graban todas y cada una de las canciones del artista están viendo. También a veces siento ternura cuando veo a las personas sonreír o llorar mientras hacen sus videos. Recuerdo, por ejemplo, haber visto en un concierto de Ases Falsos, una banda chilena que hasta en Chile es indie, a una mujer de unos cuarentaitantos hacer un video en vivo en Facebook para sus seguidores y hasta recargar saldo a medio espectáculo con tal de no cortar su transmisión.
Sin embargo, no había salido de ese bamboleo entre la rabia y la ternura hasta hace muy poco. Para ser precisos el 28 de abril pasado, cuando 160 mil personas y yo abarrotamos el Zócalo para ver a Rosalía. Estuve en la plancha de cemento más simbólica del país desde las 11 de la mañana, pero no hay mérito ahí porque había ya una multitud formada con mucha más antelación. A pesar de estar a una distancia a la que podían ver a Rosalia, los integrantes de esa simbólica primera fila vieron el concierto a través del celular, igual que los que estaban varios metros atrás de ellos. Un fenómeno que se repetía en todas partes, también donde yo estaba, como a la altura del balcón presidencial. Inicialmente me invadieron todas mis fobias habituales contra estos cineastas amateur, pero al final, fuera de las quizás quinientas personas que estaban hasta el frente del escenario, todos los demás vimos a Rosalía a través de las enormes pantallas que se colocaron en la Plaza de la Constitución y las calles aledañas porque no alcanzábamos a ver directamente el escenario. Esto no lo cuento como queja, ahora estoy convencido de que era esa la forma de vivir ese momento porque como escribió el cronista Jorge Carrión “un concierto de Rosalía es, sobre todo, una conversación entre múltiples pantallas. El diálogo se da entre las enormes pantallas que la amplifican y las diminutas pantallas de los móviles de todos sus seguidores”. Entonces si uno no encuadra o es encuadrado queda fuera del ritual que nos convoca. Ahora bien, ese texto lo escribió Carrión en un mundo prepandémico. ¿Qué significan las pantallas después de haber vivido reuniones familiares, cumpleaños, juntas de trabajo y años de clases en una videollamada?
Ver una realidad que nos es físicamente lejana a través de una pantalla ya no es sólo un milagro más de la tecnología, sino el recordatorio de que alguna vez el mundo fue sólo eso porque vivíamos confinados y ello, al existir nuevamente la posibilidad de reunirnos de forma masiva, lejos de evocar un trauma colectivo aviva una pulsión nueva: la de llevarnos un pedazo de lo que estamos viviendo al mundo virtual, no sólo para alimentar nuestra vanidad en el mercado de likes, sino porque sabemos que ese otro mundo que habita en las pantallas vale, tiene su peso de realidad y en situaciones extremas puede ser el único plano al que tengamos acceso pleno.
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Durante la pandemia recuerdo que mi lugar favorito para comer chilaquiles y aliviar hasta la cruda más terrible regalaba en el servicio a domicilio un Sticker de dos personas abrazándose con la leyenda “Nos volveremos a encontrar”. Ahora pienso que aquello es más que cursilería necesaria, sino que guardaba un reto para el futuro.
Apenas estamos reconociendo la web de nuestro presente tras un glitch que nos duró varios años. Primero y obviamente con nosotros mismos, con nuestra red cercana, pero también en términos masivos. En la multitud nos volvimos a encontrar con que ser masa desbordante no es algo que tenemos por sentado. Es decir, dicen que nadie sabe lo que pierde hasta que lo ve perdido y ahora que sabemos que ese milagro de la demografía que es una visita al estadio, un concierto de miles de personas o una manifestación creo que es preciso valorarlo pero no sólo en los términos de potencial pérdida, sino también como la posibilidad de encontrarnos como un nuevo colectivo en la normalidad que ahora se nos devela, esa que se parece mucho a la que teníamos antes, pero no es igual.
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Luis Mendoza Ovando. Guadalajara, 1994. Suele mentir y afirmar que es de Monterrey. En esa ciudad del noreste mexicano estudió Ingeniería Química en el Tec porque tiene un amor por los números que no puede ocultar, aunque su verdadera vocación sea escribir. Corrigió su rumbo en la Ciudad de México, donde entró a la maestría en Periodismo sobre Políticas Públicas en el CIDE. Actualmente es columnista en El Norte, colabora en revista Contextual y escribe en Gatopardo.