miércoles, octubre 9, 2024
    Las ramas torcidas de Bob Ross

    Efrén Ordóñez Garza

     

    Pienso en la decisión de escribir un ensayo sobre mis fantasías de invierno a mitad del verano como un lugar común. Un oxímoron. Un arjonismo. Sin embargo, cuando uno ha pasado la mayor parte de su vida en una zona caliente, en donde ocho o nueve meses del año –quizá más– la temperatura rebasa los treinta y tantos grados; por lo que la mayoría de las actividades se vuelven una gesta heroica, ya sea bajo techo si no se cuenta con aire acondicionado, o al aire libre si se celebran sobre comales de concreto, la tierra prometida es la idea de los inviernos largos con sus colores y formas y  la comodidad del encierro bajo un cobertor o envuelto en la sudadera favorita.

    Mi primer viaje a ese lugar en la imaginación llegó por la vista y no como mecanismo de defensa ante la sensación abrasadora del sol sobre la piel. En algún momento de mi infancia, en mi casa, aunque también pudo haber sido en la de mi abuela paterna, comenzó mi fascinación por el clima antitético de mi terruño: la nieve, los bosques congelados, y las ramas torcidas de los árboles de Bob Ross. Más allá de los arbustos verdes y amarillos formados con la punta de sus brochas gruesas, los pinos rectos con hojas nacidas de sus escobillas de abanico, y los lagos celestes meciéndose lentos gracias a su pintura barrida, a mí me movían las líneas quebradas de sus pinceles más finos. 

    Si aquella primera vez sucedió en casa de mi abuela, entonces la imagen fija en mi memoria es la de un sábado a mediodía en su cuarto, sentado sobre su cama. A través de la ventana, al desviar la mirada, la luz del sol caía sobre el patio empedrado y las jardineras de concreto. El viento caliente se colaba por el mosquitero. Adentro, yo seguía absorto en el contraste con el exterior, en las capas de blanco titanio sobre tres picos nevados. 

    Así como sucede con los libros o las películas y sus historias fantásticas en la infancia, también me inquietaba la idea de otros mundos con ríos vivos y no secos o vistas con más verde que concreto. ¿Es que de verdad aquel señor pintaba paisajes posibles?

    Hace poco, ya a mitad de la treintena, durante mi primera visita al estado de Nueva York para conocer a mi futura familia política, todas las personas con quienes hablé se disculparon por el estado de sus paisajes: árboles pelados con ramas torcidas, calles húmedas por el deshielo, nieve sucia apilada a los costados de la carretera. En medio de sus disculpas me prometían verdes, azules y la luz del sol reflejándose sobre el agua del río. Para mí aquello era nada. El calor me aburría. El frío de marzo, incluso aquel con vientos del Hudson septentrional calándome en los huesos, me parecía la mejor manera de enfriarme ¡por fin! luego de tantos años de búsqueda del ambiente ideal para sentarme a escribir. Además, mientras ellas se deshacían en sus disculpas, por la ventana del carro yo atendía a los árboles de Bob Ross a ambos lados de la carretera, sus troncos secos y enroscados. 

    Varios años antes de mi ensoñación en el asiento trasero de aquella SUV cerca de las Montañas de Catskill, en el periodo entre el descubrimiento de los bosques nevados que inspiraron a los pintores de la Escuela del río Hudson, y la mudanza definitiva a sus pinturas, la idealización del invierno se había transformado o, mejor, evolucionado. Pasó del querer estar en los lienzos del Placer de pintar al olvido temporal de sus paisajes, pasando por una segunda idealización a partir de la figura de los escritores protagonistas en las historias de Stephen King en la costa este –aunque estos en Maine casi siempre– y de ahí a un mero repudio por el calor en los días cuando la ciudad coqueteaba con los cuarenta grados, pues lo veía como obstáculo para una jornada productiva de escritura. 

    Sin embargo, con todo y el rechazo, no escribía sobre la idealización de la nieve, ni sobre el deseo de congelarme los huesos. Lo mío se hallaba lejos de ser un fetiche por el frío o por los polos, o un deseo de usar el Ártico como motivo o detonante de la producción literaria, como sí lo fue para un grupo de escritores decimonónicos, Shelley, Verne, Doyle, entre otros. Más bien, seguía escribiendo escenas calurosas, describiendo el sol sobre las banquetas y tolvaneras solitarias en lotes baldíos. 

    Es común leer que las altas temperaturas afectan a la creatividad, nos vuelven más irritables, violentos incluso. A pesar de eso, algunas personas entregadas a la escritura han buscado con furor lugares calientes o sofocantes para llevar el espacio de creación al extremo, al delirio incluso, como si les urgiera ese disgusto o incomodidad para despertarlos del letargo creativo y moverlos a la acción. García Márquez, por ejemplo, urgido del bochorno para ambientarse en el calor de El otoño del patriarca viajó al Caribe. Faulkner de seguro usó el calor de su casa, Rowan Oak, en Mississippi, para sacar a relucir las características del condado de Yoknapatawpha. Quien carga con la vocación será capaz de crear en donde sea y cuando sea, incluso de usar los inconvenientes del entorno a su favor, ya sea alguna alucinación por las altas temperaturas o la locura y depresión nórdica luego de sus encierros hibernales, si hemos de ir al extremo opuesto. Por desgracia, para mí la temperatura y otros factores externos resultan una mera excusa ante la labor artística. 

    Por eso debo reconocer a quienes poseen la motivación para crear con el sudor escurriéndoles por la frente, celebrar a quienes aporrean las teclas de su computadora con un abanico enfrente de la cara o en la espalda, como lo hicieron tantos antes de la existencia del aire acondicionado. 

     

    Llama la atención que en mi quejumbre haya escrito la mayoría de mis páginas en ambientes calurosos. Como muchos, había repetido hasta el hartazgo la idea de que habría sido o sería más productivo si pudiera encerrarme en una cabaña en medio de un bosque cubierto de blanco. Por supuesto, si eso llegara a suceder, entonces me quedaría sin excusas para seguir aplazando la escritura o para cambiar de escenarios o salirme del mismo cuadrante ardiente arrancado del centro de Monterrey.

    La escritura en el calor se ha vuelto, en los últimos veinte años, en un mientras logro escapar de la eterna canícula. Los años de creación han transcurrido con la promesa de algún día hallar el ambiente idóneo. Escribo «a fuerza» en el calor y «a fuerza» sobre el calor. Por supuesto, como en el tiempo este he logrado al menos sacar algunos libros y textos a la luz, me pregunto si la fantasía de existir en un cuadro invernal de Bob Ross y la fascinación por sus árboles no había sido nada más que un capricho –dramas a partir de una situación de privilegio–, o quizá una motivación abstracta e inalcanzable, como la zanahoria para el burro, porque no había forma alguna de encontrar ese paisaje. 

    Ahora, luego de cuatro inviernos junto al Hudson, de al menos un par de costalazos por culpa del hielo negro y salir entero de milagro, puedo ver las ramas torcidas de Bob Ross a mi alrededor cuando salgo a caminar y a veces a través de la ventana. Cada año espero a que los árboles se deshojen después de agotarse los tonos del otoño y camino con la vista en alto para seguir las líneas perfectas y quebradas, preguntándome si el sentido y el tono de mi escritura cambiará viviendo dentro de una pintura como las que conocí en el cuarto de mi abuela. 

    Es posible que luego de cumplir los cuarenta, treinta años después de las fantasías con blanco titanio, encerrado entre las paredes de un edificio con calefacción central, cuando abro un poco la ventana, solo lo justo como para usar una sudadera y un gorrito y sentirme en ese punto ideal en el que, al menos en mi cabeza, florezca por fin una escritura diferente. 

     


     

    Efrén Ordóñez Garza. (Monterrey, Nuevo León, 1983). Es autor de Humo, novela publicada por Nitro/Press en 2017, por la que obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura en 2014, con el título Ruinas, (publicada en su primera versión por Conarte/Conaculta en 2015). Es también autor del libro de cuentos Gris infierno (An.alfa.beta, 2014) y del libro ilustrado para niños Tlacuache. Historia de una cola (FCAS, 2015). Tradujo el libro de cuentos Melville’s Beard/Las barbas de Melville, de Mark Haber (Argonáutica, 2017). Escribió el libro de falsas biografías La maestría del fracaso, con el apoyo del programa Estímulo Fiscal a la Creación Artística, del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León. También la novela Productos desechables como becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA 2016-2017. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 2013. Fue cofundador, editor y traductor en Argonáutica (ed-argonautica.com), editorial especializada en traducción literaria. Desde 2022 forma parte del programa de Maestría en Escritura Creativa de la City University of New York.

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