José Carmen
Si acaso he de tener una virtud es la de empezar. Comerme el miedo, aferrarme a una idea y esperar que la constancia no juegue una mala carta ni que los errores y fracasos desanimen al espíritu.
Tenía 17 años cuando descubrí que hacer un estampado en serigrafía costaba no más de 5 pesos, la playera unos 15 si la compraba en mayoreo, y que se vendían con facilidad en 100. Así, una inversión de 20 pesos daba una ganancia de 80: 4 veces más de lo que costó el material. ¡Mina de algodón y tinta! Fantaseaba con esa idea. Me decía que se iban a vender solas porque todos querían tener una prenda con su banda de ska favorita (eran tiempos de mucho ska) y que con mi ingenio podía diseñar cosas que a la gente les gustara. Pensaba mucho en que 100 pesos podían pagarlos cualquiera, que era una ganga tener playeras a ese precio. Iba a las tiendas de la plaza Garibaldi en el centro de Monterrey y preguntaba por algunas, ninguna bajaba de 150 pesos y mi genial idea tomaba cada vez más espacio en mi cabeza. Comprar playeras en mayoreo, serigrafiarlas y ¡zaz! Dinero fácil.
Lo primero que hice fue abrir el navegador web y en el buscador escribir: cómo hacer playeras con serigrafía. Aprendí que las playeras no se hacen, se estampan. Seguido de eso descubrí que necesitaba un pulpo para serigrafía, bastidores, tinta textil, emulsionador, racletas, estopa, pistola de calor, plancha térmica y varias cosas que ni sabía con exactitud qué eran ni para qué servían. Me aturdió un poco la cantidad de herramientas que se usan en el oficio. Yo, un joven de prepa que casi llegaba a la mayoría de edad y que sobrevivía con 600 pesos semanales para transporte, comida y salidas con mis amistades vi lejano el tiempo en que podría hacerme de todo eso. Aunque sabía que algunas de esas herramientas superaban los 10,000 pesos, no quise detenerme y volví a buscar. Me metí a Mercado Libre a ver precios de pulpos y descubrí unos “hechizos” en 4,500 pesos. Uno de 6 brazos y 2 estaciones. ¡Otra ganga! Recuerdo que el vendedor estaba en la CDMX y que era un tal Dan Vera. Volvieron las ganas cuando vi que tenía las planchas térmicas a un precio casi de remate. Me animé porque las 2 máquinas que más costaban las podía pedir por internet y alardear por el precio.
En esos tiempos descubrí que el ahorro y yo no nos llevamos nada bien. Me propuse la idea de guardar la mitad del dinero que me daba mi papá, 300 pesos semanales me llevarían a conseguir esas dos máquinas en 20 semanas. Lo que no sabía de ahorrar era que tenía que separarlos desde un inicio, no esperar al final de la semana para ver cuánto me quedaba y decirme: en la siguiente ahorro más. Entre pizzas y salidas al cine no junté nada. No sé por qué es tan difícil ahorrar, pensar a futuro sacrificando el presente.
Al final, para poder comprar toda la maquinaria y tener mi pequeño taller de serigrafía casero tuvo que llegar una especie de “aguinaldo” y completarse con la venta improvisada de algunas cosas personales. Hice un curso, vi tutoriales de YouTube y empecé a estampar playeras. Bueno, decir que “empecé” me da la sensación de que es algo que al menos continuó por algún tiempo, pero no fue así. Hice una vez todo el proceso para tener una playera de Panteón Rococó; diseñé (me fusilé) el nombre con una estrella en Corel Draw, la imprimí en dos acetatos, uno para el color rojo y otro para el blanco, velé la única pantalla para serigrafía que tenía y la monté en el pulpo para empezar.
Antes fui a comprar las tintas, una playera de cada tamaño y distintos colores. Me dije que si iba en serio necesitaba un catálogo de tallas y colores para que mis clientes decidieran lo que querían. Primero estampé el color blanco, pero para poder sumarle el rojo tenía que limpiar la pantalla con químicos y dejarla en una bolsa negra por un rato, para luego sacarla, usar otro químico, tallar con estopa hasta que quedara limpia y velar la otra parte del diseño que me faltó. Habían pasado 4 horas desde que empecé y apenas iba por el segundo color. La camisa me quedó feísima. Olvidé pre secar la primera tinta y se pegó en el bastidor, le apliqué la segunda haciendo que se quitara parte del diseño, cuando puse la playera en la prensa de calor me pasé de tiempo y quemé un poco de ella. Tardé aproximadamente 6 horas en estampar mal una camisa que decía con unos colores medio tostados y roídos el nombre de mi entonces banda favorita de ska. Derrotado, cansado y sudado concluí que no valía la pena tanto esfuerzo para tan poca ganancia. Limpié el cuarto, las máquinas y dejé empolvando las cosas hasta que las vendí.
Me gustaría decir que sólo he tenido ese fracaso pero estaría mintiendo. Le siguen mi emprendimiento de vender dulces en la escuela, que aniquiló mi miedo a ser descubierto por el prefecto; mi idea de un software para cyber cafés que funcionara mejor que los que ya existían; la vendimia de audífonos y gadgets comprados en los puesteros de Colegio Civil; y otros tantos que me da pena enumerar. Fácil fue decidirme y dar los primeros pasos que animaban la fantasía de tener grandes ganancias en poco tiempo. Lo cierto es que vender no es tan fácil y no ver números verdes hacen que la ilusión desaparezca.
Aunque he pasado por muchos intentos de lograr un negocio estable, no termino por ceder y dejar de empezar nuevas ideas o proyectos. Recién logré esquivar mi falta de ahorro con el crédito: esa construcción del presente a expensas del futuro, de confiar en que en el futuro nos irá mejor. Ahora emprendo algo nuevo con la misma motivación que mi primera idea, con la experiencia que me ha dado animarme a empezar, con miedo y con muchas pero muchas ganas de no volverme a equivocar.
José Carmen. (1995). Estudió Filosofía. Perteneció a la tercera generación (2021) del Centro de Creación Literaria de la Casa Universitaria del Libro UANL. Entre 2021-2022 realizó en comunidad el primer Laboratorio Filosófico: experienciando y experimentando el filosofar en comunidad en el LABNL de CONARTE. Sus actividades se alternan entre la música, la literatura y las prácticas filosóficas.