Iveth Luna Flores
Cuando yo era una niña, mi padre no me dejaba hablarle a los niños. Eran insectos peligrosos que no debía tocar, sus caparazones babosos dejaban rastros afuera de mi casa. Si salía a la banqueta a jugar, se acercaban con sus miles de patitas a mis trastes de plástico, los llenaban de tierra. Me perseguían a la hora del recreo, intentaban rasgarme la blusa blanca del uniforme, querían envolverme en su bruma olorosa. Pero mi hermano mayor siempre estaba ahí para alejarlos porque mi padre así lo había ordenado. Espantar a todo bicho que se me acercara, vigilar que no hiciera ningún tipo de intercambio con estos organismos. No sé bien a qué le tenía miedo mi padre. En qué se diferenciaban mi hermano y él de estos cuerpos pegajosos. Si papá también trenzaba sus patas en el cuerpo de mi madre, si su lengua viscosa le repasaba el cachete y le humedecía el pelo. Y mi hermano andaba en la calle en aquel enjambre, trepando árboles y chupando hojas. A los niños y a mi hermano les gustaba quemar las raíces de los árboles, que las lenguas de fuego relamieran las ramas, que las trozaran de un latigazo de ser posible. Nunca entendí ese afán de pulverizarlo todo, si estaba bien con que arrancáramos los higos aguados de la higuera y comerlos, si los limones brotaban igual en el patio para calmarnos la sed, si el naranjo dejaba que las moscas comieran de las entrañas de sus frutos.
La pregunta era quién o quiénes les habían ordenado a los niños que le tronaran la columna vertebral hasta la última hoja seca. Arrancaban las flores amarillas de la tronadora y las estampaban contra el pavimento, las hojas pequeñas del pirul se las restregaban en el cuerpo y andaban de aquí para allá persiguiéndose. De todos modos era imposible jugar con ellos, apenas me acercaba y mi hermano rápidamente corría para interponerse: ¡Le voy a decir a papá que estás jugando con niños, eh! Entonces volvía sobre mí misma y mis diálogos internos para jugar sola a las comiditas, o bien, debía esperar a que mi única vecina pudiera salir de casa y viniera a peinar a mis muñecas. Así las tardes de mi infancia transcurrían sentada en la banqueta, viendo cómo ese montón de niños inventaban un juego nuevo cada día, y una parte de mí también quería tener algo de bicho, arrastrar los tobillos y ensuciarme y revolcarme en la tierra como ellos. Y a lo mejor por eso mi padre le ordenaba a mi hermano que me vigilara, que me escoltara para que no me contagiara de aquella suciedad, porque quizá en esa tierra y en ese sudor que se hacía costra en la piel, había una especie de libertad que me era prohibida, que debía ser ajena para mí.
Recuerdo la mañana en que caminaba hacia la primaria. Iba mirando el pavimento empedrado, observaba mis zapatos de niña, los olanes que coronaban mis calcetas blancas. Recuerdo haberme fugado para adentro como siempre lo hacía cuando quería desprenderme de la realidad. Allí en el interior de mi cabeza, pensaba en lo triste que era ser niña, me preguntaba por qué había nacido siendo mujer y no hombre. Si hubiera nacido bicho tendría más amigos con quienes jugar en mi cuadra, si tuviera miles de patitas hasta podría correr más rápido. Ese deseo fue atenuándose porque empecé a tener más amigas con las que compartía el coraje de no saber por qué el patio de la escuela les pertenecía a los niños, por qué eran ellos los que podían provocar polvaredas persiguiendo un balón, y por qué nosotras debíamos permanecer bien planchaditas del uniforme, relamidas de cabello y con los zapatos bien limpios. Inventábamos nuestros propios juegos y los privábamos a ellos de acercarse y descubrir qué era lo que hacíamos. Nombrábamos a las plantas de diferentes maneras, tomábamos las piedras y les hallábamos rostros, pasábamos la mano por las cosas y les cambiábamos el nombre. Esa era nuestra venganza: desarrollar códigos que sólo nosotras supiéramos. Tocar las cosas y nombrarlas como si fuera la primera vez.
Al pasar a la secundaria, la vigilancia de mi hermano y de mi padre hacia mí recrudeció. Era tácita la orden que mi hermano le daba a los bichos: No le hablen a mi hermana. Y sin embargo, esa advertencia sembraba más necedad en mí por acercarme a ellos. Empecé a perseguirlos, es decir: empecé a enamorarme de los insectos. Los seguía de aquí para allá, les tocaba los hombros y las manos a la menor provocación. Algunos caían en mis pequeñas trampas del lenguaje porque les escribía cartas, los describía a mi manera en las hojas, los obligaba a verse a sí mismos en mis palabras, y eran bellos y coloridos y únicos. Poco a poco fui concertando encuentros nocturnos, lejos de mi casa. Le pedía a alguna amiga que vigilara que mi hermano no anduviera cerca y yo me encontraba con algún bicho en una esquina oscura de alguna otra calle alejada.
Bajo un ficus, el insecto y yo nos acercábamos, nos tomábamos de las manos primero, nos olíamos el cuello y nos dábamos besos en las orejas. Sabía que lo que estaba haciendo era prohibido, que si mi padre viera lo cerca que estaba de ese otro ente, me hubiera estampado contra la pared y de paso le hubiera quebrado las patas a él. No había mucho tiempo para esa cercanía, a oscuras hundía mis dedos en sus cabellos y dejaba que su lengua viscosa entrara en mi boca y repasara mis hombros y mi cuello y algo en mí también se volvía pegajoso y me hacía sentir un poco bicho, un poco con el poder de hacer lo que quisiera. Mi amiga me chistaba y era hora de irnos porque alguien se acercaba o mi hermano andaba por ahí. Y volvía a casa oliendo a tierra y sudor, y volvía con la certeza de haber burlado los ojos de mi padre y la persecución de mi hermano. No le hables a los niños me empezó a parecer una sentencia ridícula, incluso infantil. No le hables a los hombres era un decreto que habría de romper una y otra vez, desnombrándolos y renombrándolos de nuevo en mis cartas. En cada esquina oscura, bajo un ficus o un pirul, los insectos y yo nos pegábamos a la corteza de los árboles y nos marcábamos la piel con las ramas. Y en ese ritual que seguí haciendo por años, la mirada obsesiva de mi padre fue deslavándose, desintegrándose como el cuerpo de una hoja en otoño, lista para ser barrida y echada a la basura.
Iveth Luna Flores. (Nuevo León, 1988). Licenciada en Letras Mexicanas por la UANL. Es autora de los libros de poesía Comunidad terapéutica (Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2016) y Ya no tengo fuerza para ser civilizada (UANL, 2022); su obra ha aparecido en revistas como Este País, Punto de Partida y Periódico de Poesía (UNAM), Estudios (ITAM), Tierra Adentro, Jardín LAC; y en diversas antologías nacionales e internacionales. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganadora del taller de escritura creativa Punto Final, Laboratorio de terminación de obra, impartido por Juan Pablo Villalobos, convocado por Editorial Almadía. Imparte talleres de poesía especializados en temas como la familia, el hogar y la intimidad, además asesora y edita libros en construcción y proyectos artísticos.