martes, octubre 15, 2024
    Amá

    Iveth Luna Flores

     

     

    Me cuesta iniciar cosas, me aterra la línea de salida donde ponen el pie las corredoras antes de arrancar un maratón. Estoy segura que también tuve ansiedad en el vientre de mi madre. De pronto la luz. Mi primera bocanada de aire fue en un quirófano del IMSS. El líquido amniótico estaba en el suelo, alguien lo tuvo que trapear. No me toquen, no me hablen. Las primeras palabras que escuché fuera del cuerpo de mi madre volaron en gritos y órdenes directo a mis tímpanos. Hay un inicio que se come a sí mismo como un ouroboros, me traga y me vuelve a escupir atrás de la línea de salida, pero no me atrevo a plantar el pie.

     

    Mi madre no recuerda cuál fue la primera palabra que aprendí a pronunciar, dice que era muy llorona, lloraba a la menor provocación. Así que el llanto fue mi primer contacto con el lenguaje, me expresaba en agua. ¿Será que la depresión se transmite por el cordón umbilical? Yo estaba debajo de una mesa y lloraba, los zapatos pasaban a un lado de mí, quizá tenía uno o dos años y quería que mi mamá viniera a cargarme, ese es mi primer recuerdo de la infancia. ¿Y si dejo de escribir en primera persona? (para que nadie crea que sigo hablando de mi madre).1

     

    Mi mamá es una mujer muy joven en ese entonces y es la mujer más hermosa que conozco.2 Puede que se haya visto más hermosa antes, en mi cabeza tiene el cabello chino -años después me diría que se había hecho la base-, trae puestos unos aretes de color púrpura y rosa con forma de media luna, un vestido morado de flores rosas y azules que le queda arriba de las rodillas, y unos tacones morados. Esa es la primera imagen que tengo de ella y la que vuelve a mí en sueños, a veces en pesadillas. Mamá era un pequeño torbellino morado, mi color favorito de niña era el morado, aún lo sigue siendo.

     

    Una quiere volver a entrar en esa maldita concha.3 Me abro como una ostra, busco la perla, quiero encontrar el poema. Madreperla, Madrepúrpura, Madreencriptada. Me abro para abrirte, te tajearon la carne para extraer mi cuerpo y no encontraron ninguna perla. Yo era agua, agua acumulada, agua negra, agua morena, con el caminar de mi abuela paterna. La única fotografía que existe de mí recién nacida, es una donde me sostiene en brazos mi abuela paterna. No hay fotografía con mi madre, no hay registro nostálgico de la primera alegría de quien me parió entre sus piernas. 

     

    Estoy triste, me dije. Pero no era cualquier tristeza: era comprender por qué mi mamá estaba así, triste, en ese pueblo,4 en esa colonia, en esa Unidad Habitacional Independencia. Por qué de pronto la promesa de tener una casa de Infonavit, de llevar de la mano al niño mayor al kínder, mientras en la otra sostenía la mano de la niña menor, se convertía en una confirmación tan pesada como un candado que cierra todas las posibilidades de ser libre.

     

    Tuve una seguridad tan grande sostenida por la mirada de mi madre y la niña en la bicicleta soy yo y suelto el manubrio de la bici y lo suelto para que tú me veas mírame mira cómo no me caigo mira qué fuerte estoy mira mis manos abrazando el aire mira de lo que soy capaz ¿sí me estás viendo?5 Ella me enseñó a andar sin llantitas. Le quitó las ruedas y me dijo: “Sólo súbete y dale”. Y yo no sabía que las palabras de mamá podían convertirse en el casco, las coderas y las rodilleras que no tuve. Y yo no sabía que una simple orden podía moverme como el viento empuja las hojas diminutas de los árboles.

     

    Y así anduve y así caminé, repegándome a sus piernas como una gata enamorada, y me enseñé a hablarle con cariño: ¿Mami, ya te levantaste? Mami, quiero que me hagas mi gelatina de sapito verde de limón. Mami, ¿por qué no dejas de llorar? Y después fue mi amá la que me introdujo en la ficción de sus pesadillas, me despertaba temprano para contarme lo que había soñado, y yo, atenta, una escritora chiquita, tomaba nota en mi cabeza y en mi panza, me metía en mi carne sus imágenes, dibujaba en mi pecho el corazón de su miedo. 

     

    Quiero hablar con mi madre pero no puedo evitar gritarle. ¿Qué estás buscando, mamá? ¿Qué es todo esto?6 No entiendo tus metáforas, no entiendo tus analogías, tu vida es una anáfora que repite la palabra dolor. No quiero ser mala como papá, pero del árbol genealógico brotaron golpes y en mis poemas cayó tu imagen como un fruto maduro, casi podrido. 

     

    Amar, amá, amar, de eso se trata. Qué digo yo, cómo me atrevo si el amor estaba allí para ser herido y te acostumbras a la lastimadura y la herida se hace más profunda y el dolor más insoportable y estás enseñada a tolerarlo y un día el dolor y tú supuran y el dolor ya no puede contenerse y no hay quien te defienda de ti no hay más nada ni nadie nadie ni nada sólo tú sólo esa tú que eres tú,7 que soy la que sostiene ahora tu mano mientras te inyectan suero en una camilla del IMSS, y el amor se volvió el inicio de una espera, de una recuperación que no llegaba porque no había un papel que diagnosticara qué o quién era el culpable de todo esto. Y ahí iniciaba la culpa, en mi estatura de poco más de un metro, rodeada de uniformes blancos que paseaban por el hospital en una noche en que papá hacía turno doble en la fábrica.

     

    Madre no me juzgues, tú también estás condenada al olvido, ¿me dejarás algún día a solas conmigo? ¿me dejarás algún día llegar a ser la que soy?8 ¿Hay forma de estar sola aunque crecí en ti? Corté el cordón umbilical con las tijeras, regresé al inicio y por fin planté mi pie. No fue mi pie, miento, planté mi mano con todos los dedos, tomé un lápiz y tracé un laberinto encerrado en tu vientre, hallé la salida y tuve miedo. Pero las palabras me condujeron hasta aquí, encuentro un sendero rodeado de montañas, picos de cerros, acumulaciones de tierra. Tengo la lengua empolvada y los zapatos llenos de piedras, pero yo me expreso en agua, lo recuerdo, me lo digo, casi me lo grito. 

     

    Cuando mi madre era una niña se trepaba a la copa de una higuera y desde allí, como un pájaro de palidez lunática, defendía su infancia de los dolores de la vida.9 No puedo volver en el tiempo y hablar con la niña que era mi má, no puedo saranderarla del cuerpo y gritarle, obligarla a que siempre recuerde la fuerza que tuvo para salir del lago donde casi se ahogó, no puedo darle mis palabras que ahora son piedras para lanzarlas al hombre que en el futuro la va a dañar. Pero soy niña, ahora soy niña de nuevo en este poema y quiero decirle que vuelva al inicio de mi infancia, cuando nos decía a mi hermano y a mí que voláramos el balón al patio de Doña Licha. Mi madre quería higos de la higuera de la vecina, y nosotros corríamos a la casa de atrás y nos escabullíamos entre la maleza y nos trepábamos al árbol y le aventábamos los frutos a mi madre que era una niña que había olvidado o cedido su fuerza para escaldarse la lengua con los higos que le traíamos.

     

    Una madre y su hija son un borde. Los bordes son ecotonos, zonas de transición, lugares de peligro o de oportunidad. Tensión doméstica.10 Una madre y una hija, réplicas a su vez de un código genético y doméstico de otra madre y otra hija: las abuelas, las bisabuelas, las tatarabuelas y las que siguen quedando en la línea de salida hasta que alguien arranque la carrera, hasta que alguien las traiga a sus poemas.

     

    Siempre escribí desde la zona de peligro para arrancar desde el rencor mi lengua ardiente. La leña que produce la llama, también es apagada por la saliva que suelta la flama. El mundo, a esta altura, se parece a un conflicto entre las madres y las hijas.11 Yo sé que la primera palabra que aprendí a decir fue amá. Amá porque mi hermano lo gritaba, amá porque mi papá así llamaba a su mamá. Amá porque quería algo de ella, porque lo deseaba. Entonces termino aquí abriendo la oportunidad de réplica como esperando a que me lleguen los peñascos, a que también del río corra el agua. No soy un borde ni un precipicio. Soy más bien el pie que introduces en el agua fresca, el lago que rechazó y devolvió a mi madre a la tierra para que hablara, para que luego yo escribiera. Escribo así, planto mi pie, mis manos, y arranco por fin mi carrera.

     

    Referencias:

    1 Kamenszain, Tamara. En un poema de su libro titulado El libro de los divanes.

    2  Sosa Villada, Camila. En su libro El viaje inútil

    3 Pizarnik, Alejandra. En su poema titulado Sala de Psicopatología.

    4 Sosa Villada, Camila. También en su libro El viaje inútil.

    5 Gervitz, Gloria. En su libro Migraciones.

    6 Schweblin, Samanta. En su cuento ‘Nada de todo esto’, de su libro Siete casas vacías.

    7 Gervitz, Gloria. En su libro Migraciones.

    8 Ibid.

    9 Scarabelli, Sonia. En su poema ‘IX’, de su libro La felicidad de los animales.

    10 Tempest Williams, Terry. En su libro Cuando las mujeres fueron pájaros.

    11 Rosenberg, Mirta. En su poema ‘Revelados’, de su libro El arte de perder.

     

     

     


     

    Iveth Luna Flores. (Nuevo León, 1988). Licenciada en Letras Mexicanas por la UANL. Es autora de los libros de poesía Comunidad  terapéutica (Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2016) y Ya no tengo  fuerza para ser civilizada (UANL, 2022); su obra ha aparecido en revistas como Este País,  Punto de Partida y Periódico de Poesía (UNAM), Estudios (ITAM), Tierra Adentro, Jardín  LAC; y en diversas antologías nacionales e internacionales. Fue becaria del Centro de  Escritores de Nuevo León y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganadora del  taller de escritura creativa Punto Final, Laboratorio de terminación de obra, impartido por  Juan Pablo Villalobos, convocado por Editorial Almadía. Imparte talleres de poesía especializados en temas como la familia, el hogar y la intimidad, además asesora y edita libros en construcción y proyectos artísticos.

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