Federico Schaffler – Exiliados en CyberIA. Cuentos de ciencia ficción mexicana [selección]
Hoy no será cuando digamos adiós
Las detonaciones resonaban por los pasillos de mi escuela en una pequeña ciudad fronteriza de Texas a la orilla del río Bravo, retumbando sordamente en los corazones del alumnado. Los sonidos eran una cacofonía de desesperación que se había vuelto demasiado común, un sombrío recordatorio de la realidad alimentada dada la Enmienda 28, que extendía a la niñez y a la juventud el derecho de portar armas. Esta legislación nació de la forzada aceptación liberal ante una guerra política imposible de ganar dada la inquebrantable fortaleza ideológica de quienes veían la Segunda Enmienda como sagrada e inalienable.
En el aula, los ojos de mis alumnos reflejaban una mezcla de miedo e incredulidad. Habían crecido en una era en la que ALERTA, la inteligencia artificial de prevención de masacres debía ser infalible. Pero hoy, en la ilusa seguridad de nuestras aulas, sus algoritmos y sensores habían fallado. El sistema que debía ser nuestro escudo contra el terror manifestaba estruendosamente un silencio ominoso y traicionero.
Como maestro de origen mexicano, criado en una tierra acosada por el fragor de las balas del crimen organizado, había pensado que al cruzar al norte la violencia se desvanecería, junto con la inseguridad que había sentido durante toda mi vida. Pero aquí estaba, reviviendo los horrores en una tierra que prometía ser un santuario. Una tierra de oportunidades y esperanzas. Una tierra de libertad y de leyes que se respetan y acatan.
Con la oscuridad envolviéndonos, saqué mi arma y percibí de nuevo el peso muerto y frío en mis manos, un peso otorgado por una ley que confundía libertad con la capacidad de armarse hasta los dientes. Los niños, imitando mi ejemplo, también sacaron sus armas, pequeños artefactos modificados para que sus dedos pudieran utilizarlas.
Habían aprendido a deslizar los cargadores con una eficiencia que rompía corazones, de manera literal y metafórica. Habían sido preparados para ello por mandatos políticos que trascendían mi influencia educativa. Las niñas, con sus rostros serios y decididos, no eran ajenas a esta danza macabra. Habían recibido instrucción en el manejo de armas de fuego como si fueran herramientas escolares, un requisito más en su educación para la supervivencia. Algo no previsto por las conservadoras políticas fue que esto fortaleció su individualidad y sus justas demandas de oportunidades, en una sociedad que, aún creo, sería posible mejorar.
Esperábamos en la penumbra; cada estudiante, un sólido y preparado baluarte contra el caos. La esperanza era nuestra resistencia; la solidaridad, nuestra armadura. Ya de manera automática activamos el registro audible de las que podrían ser nuestras últimas palabras en las micropantallas de la tecnología Personal GB que colgaban de nuestros cuellos. Tecnología diseñada específicamente para expresar un último contacto y adiós a nuestros seres queridos, en caso de no sobrevivir el incidente.
Afuera, la realidad de un país lacerado por sus propias leyes se mezclaba con el eco de una inseguridad que yo bien conocía. A pesar de haber dejado atrás la violencia endémica de México me encontraba ahora, de nuevo, en medio de otra forma de guerra, esta vez enmarcada por retorcidas interpretaciones, justas o injustas, del derecho de la defensa personal.
El eco de las balas en el interior de nuestra escuela se convirtió en el telón de fondo de nuestras respiraciones contenidas. Mis alumnos, valientes retoños de raíces mexicanas y estadounidenses, esperaban ahora en absoluto silencio, tras terminar de grabar sus mensajes. Sus cuerpos tensos preparados para el embate o para la huida. Para la vida o para la muerte. En la oscuridad compartida, cada uno de nosotros se convirtió en un faro de coraje, un pequeño pero firme ejemplo de solidaria humanidad y de esperanza, de anhelos por seguir viviendo.
Los disparos cesaron y, en la quietud que siguió, la certeza de nuestra supervivencia se entrelazó con el lamento por aquellos que no habían tenido la misma suerte de nosotros. Fue un día más en la nueva realidad estadounidense, donde las aulas se habían transformado en trincheras y los maestros en guardianes de la última línea de defensa de vidas inocentes.
La historia de esa jornada se inscribiría en la memoria de cada uno de mis alumnos y alumnas, no únicamente como un relato de horror, sino como un testimonio de valentía. Entre dos naciones habíamos mostrado resistencia, no por el acero frío que nos veíamos forzados a empuñar, sino por la fortaleza indomable que compartíamos. Y mientras el río Bravo continuaba su curso sereno más allá de nuestras ventanas, en el corazón de la escuela, nosotros desplegábamos la potencia de un caudal indómito, unidos en nuestra determinación de sobrevivir, florecer y perseverar.
Los latidos apresurados del corazón de mis estudiantes, en sincronía con el mío, se aplacaban lentamente en la penumbra que auguraba un futuro aún incierto. Eran el ritmo de su resistencia, la melodía de su osadía ante un peligro que, con una resignación demasiado madura para su edad, ya reconocían como parte de su vida cotidiana. Presente y futura.
Con un suspiro de amoroso alivio, comenzamos a borrar los mensajes de despedida que habíamos dictado en voces apenas audibles en nuestros respectivos GB. Los Good byes personales para nuestros seres queridos eran herramientas de inteligencia artificial diseñadas para preservar esos posibles últimos momentos de nuestras vidas. Estaban ahí, en nuestros gadgets, aunque, es triste reconocerlo, no siempre alcanzaban a ser utilizadas. Esas palabras cargadas de amor y miedo, que pensamos serían nuestro postrero legado, en nuestro caso, se esfumaron ante la brillante luz de la supervivencia y la esperanza, pero había todos los días muchos casos más en los que no se podía cumplir el fin por el cual fueron creadas, para esos postreros adioses.
“Hoy no”, pensé, mientras mis ojos recorrían cada rostro infantil, iluminado por el resplandor de la esperanza en sus pantallas personales. “Hoy no será el día en que digamos adiós”. En lugar de eso, continuamos borrando nuestros Good byes personales, disipando las palabras cargadas de amor y miedo que habíamos pensado serían nuestras últimas.
“Hoy no”.