miércoles, octubre 9, 2024
    La casa amarilla

    Lupita Zavaleta Vega

     

    La casa amarilla

    Lupita Zavaleta Vega

     

    Yo estaba segura que algo le había pasado a mi casa porque, como si se hubiera roto un hechizo, se me metió por dentro la voz de mi abuela. Aunque al principio no escuchaba palabras, era estática, y solo sabía que era la voz de mi abuela por cómo se sentía.

     

    Apenas me estaba sumergiendo en una calma de lluvia, que en comparación con el huracán parecía silencio. Me estaba acostumbrando a ese nuevo estar sin viento cuando empezó. Como tener el oído tapado. En lugar de sentir un poquito de agua o aire, me sentía lejos. Entre el mundo y yo, el ruido, enredado en la oreja. Tenía la sensación de estar atrapada dentro de mi cráneo. 

     

    Candil de la calle, decía mi abuela. No hacía falta entender, eso decía ella. El huracán no me agarró en mi montaña porque estaba limpiando casas de playa cuando empezaron las lloviznas. Fue como una trampa. En el radio habían dicho que la tormenta se estaba desviando pero hizo una cosa bien rara, se arrepintió y cambió de rumbo. Quiso despistar. Y me puse a tapiar ventanas de esas casas que no eran mías, yo sola, con miedo de que me agarrara sola también. 

     

    Me había tenido que resguardar en un almacén de maíz porque parecía seguro y mucha gente corría hacia allá. El huracán fue puro tronar de cielo. Duró horas. Duró vidas de esperar y apretujarse dentro. A ratos pensaba en mi casa amarilla, en mis perros, en mis plantitas. Después me quedé quieta, ahogando el miedo. El viento pocas veces tiene tantas voces, la lluvia tantos gritos. Me quedé dormida de tanto escuchar, hasta que algo me sacudió de repente y otra lluvia golpeaba la lámina del almacén. 

     

    Apenas iba a entregarle el cuerpo a la calma, el silencio iba a llegar en oleadas a la punta de mi pie, cuando la escuché. Era como si me cuchichearan en el oído para hablarme de alguien, esa voz me hacía cosquillas, y hasta quería reírme un poco, aunque supiera que ese cuchicheo era sobre mí. 

     

    Seguro algo le había pasado a mi casa. Mamá y yo la habíamos pintado de amarillo cuando la abuela murió para que su fantasma no se nos quedara atrapado. ¿Aunque sea cerraste las ventanas? No me acordaba. 

     

    Tan pronto pude me eché a andar. Caía una llovizna tibia, el agua se me mezclaba con el sudor. Y del mundo no sabía nada porque me lo separaba la cerilla de abuela que tenía metida dentro. Me decía Si no fueras tan pata de perro,susurraba ya sabía yo que ibas a echar a perder la casa, cambiaba de tema eres igualita a tu mamá.

     

    La demás gente también caminaba perdida. No podíamos reconocernos nada. Creo que más de uno tenía una voz que les aturdía todo, estábamos sordos. Era difícil entender qué pasos eran nuestros, qué marea de barro era el camino al centro. Ay, mijita,¿dónde te fuiste a meter?

     

    A tientas, cegada por el ruido, a señas, hablando con quien se pudiera, supe que una chivera llevaba gente hasta donde hubiera camino. Muchas trabajábamos de este lado, cerca de la playa, porque había turistas y dinero; muchas vivíamos de aquel, en la montaña, aunque no hubiera más que aire fresco y árboles para leña. Le habían quitado el toldo a la chivera porque el agua lo había perforado, así que solo era una cabina pegada a un esqueleto de metal lleno de gente. Nos encaramamos unas encima de otras como se pudiera. Qué barbaridad, mija, cómo te vas a subir ahí, ni agarrarte bien puedes.

     

    Cada tanto la chivera se detenía y nos bajábamos a mover palmeras caídas que en la primera limpieza —hecha por no sabemos quién, con no sabemos qué voluntad— no se habían quitado de enfrente, o que a lo mejor el agua seguía arrastrando. Apúrale, pues, no te quedes viendo nomás. Quería bostezar para destaparme la voz, mascar chicle para que mi mandíbula hiciera que algo tronara. 

     

    El resto del tiempo me fui contando las heridas del camino. Las veredas perdidas. Las cascadas nuevas que desmadejaban los árboles. Los sabinos rotos. Las palmeras despeinadas y la voz de mi abuela diciendo: Y ahora qué vas a hacer. Dónde vas a vivir.

     

    No quería imaginarme la casa deshecha. Mi casa. La casa de mi mamá. La pintamos de amarillo porque la abuela odiaba ese color. La abuela renegaba de los vestidos de mi madre, del sol y del cempasúchil. Mamá enfermó poco después de la muerte de la abuela y luego yo me quedé contando el tiempo que no tuve para cuidarla. 

     

    La chivera llegó hasta el borde de la tierra. El río estaba crecido, del puente solo quedaba la mitad, una hilera de piso flotando entre el agua y el cielo encapotado. A lo mejor era de noche. La llovizna se había detenido, yo estaba mojada. 

     

    Al otro lado del río los niños lloraban porque sus madres no podían cruzar. ¿Y a ti? A ti quién te llora

     

    Me quedé con la casa. Mi casa amarilla. Mi madre y yo habíamos vivido ahí por mucho tiempo hasta que la abuela ya no supo estar sola. Mi madre le tenía una paciencia infinita, le contaba historias todas las noches y la abuela la miraba sin escuchar. Eso era lo que más me dolía, el tono distante, la mirada puesta donde sea. Me daban ganas de gritarle y mejor lloraba sola de coraje afuera, entre los grillos. Yo quería a mi mamá para mí nomás, que me contara a mí sus historias, las cosas que soñaba, que no tuviera que escuchar todo el rato por tu culpa esta chamaca no tiene papá. Quería nuestra calma de antes, desayunar juntas bien tempranito, antes del sol. Ir al pueblo los domingos de mercado, cuando traían pan desde el centro de la sierra. 

     

    Un grupo de gente cobraba por ayudarte a cruzar el río. De no sé dónde, del milagro, tal vez, habían traído un cable y lo habían amarrado bien fuerte en piedras opuestas. Cobraban doscientos pesos y fue subiendo conforme más gente pasaba. Ni se te ocurra. Pasaron las horas y los miedos. Nadie sabía cuándo se iba soltar de nuevo el aguacero. Si el río volvía a crecer, no había cable que nos mantuviera a flote. Un muchacho cruzó gritando, una señora le hizo una seña a su marido como diciendo ahí te ves. Yo no tenía doscientos pesos. Ni en qué caerte muerta. Medio me entendí con la gente que cobraba, les quedé a deber. 

     

    Es muy peligroso, mija. La abuela solo se preocupaba cuando también podía aprovechar para regañar. ¿Por qué te tardaste tanto en la leña? Hazte para allá que ni prender un comal sabes. Si serás bruta, bájate de ahí. ¿Quieres acabar como yo? Pero a veces, muy de vez en cuando, se ponía a llorar en las noches y le pedía perdón a mi mamá. Otras, me llamaba para enseñarme a hacer un guiso. Y otras, las más raras, me sentaba junto a ella para contarme su vida. Sobre su juventud y estar enamorada, sobre el borracho de mi abuelo, sobre criar hijos, sobre su cuerpo de vieja y estar sola. A mí se me olvidaba mi coraje y la abrazaba. Ella hacía el intento por abrazarme también. 

     

    Yo había cruzado ríos antes, de más joven, de más fuerte. Mamá decía que no había que dejar que la corriente nos levantara las piernas. Había que hundirse en el lecho del río, hacerse pesada. Di los primeros pasos, agarrada del cable. La fuerza del agua me recorría las pantorrillas, puse un pie delante del otro. ¿Quién te espera? Pisé una piedra que perdió su agarre, me resbalé y el agua me cubrió toda. El agua entró y salió de mis oídos, pero no me sacó a la abuela. A duras penas distinguí el arriba del abajo. Chamaca zonza. Todavía estaba cerca de la orilla. Muévete. Nunca solté el cable, respiré tantito, quién sabe cómo le hice y volví nadando. 

     

    No querían que lo intentara de nuevo. Le pedí a la gente del cable que me amarrara. Les quedé a deber más. Mira toda esa gente no va a pasar porque no te apuras. 

     

    En el segundo intento me salvó la urgencia. A lo mejor el grito también, Ya para qué vas hasta allá. Me enterré en el suelo del río, sentía que el agua me agitaba toda por dentro.  

     

    Al otro lado, unas manos me hicieron el favor de ayudarme en los últimos pasos. Medio desmayada me senté. Llegaron los de protección civil, con un megáfono. Se empezaron a llevar gente para testificar que se había roto la prohibición de río crecido. Ya ves, hasta la cárcel puedes ir a dar.

     

    Yo no podía ser grosera con la abuela porque si se desquitaba con mamá, me dolía. Como si me golpearan en el pecho. La voz de mi abuela me rebotaba por dentro. Los de protección civil se fueron tan rápido como llegaron. El cable nunca se cortó.

     

    Miré hacia arriba, nunca me había tocado que un huracán se quedara tanto tiempo en tierra. La montaña, llena de rasguños, ya no era verde sino parda, hecha de astillas. Seguí caminando por lo que quedaba de carretera. De entre las nubes empezaron a salir unos rayos de sol, quién sabe si de mañana o de tarde. En la vuelta, en la última vuelta, una de mis vecinas estaba echando tortillas en el comal. Vi que me saludó y movió los labios, pero yo no entendía nada, era pura estática, puro oído tapado.

     

    Me dio un taco de queso. Me regaló un cigarro para que me lo pusiera en el oído. El calor del cigarro me alivió un poco, cerré los ojos. Me dolía todo el cuerpo. El calor se consumió. Mi vecina dijo algo que no alcancé a escuchar pero mi abuela repitió: dice que pobre de ti

     

    Se me acabó la prisa en los pies. El camino estaba lleno de lámina destrozada. El sol salió por completo y hacía tanto calor que empecé a secarme. Me faltaba poco. Sin vereda, escalé entre los árboles, los que quedaban de pie y los que ya solo eran raíces expuestas. Le chiflé a los perros a ver si aparecían, a ver si ellos se acordaban dónde era la casa. Pobre de ti

     

    Había miles de mariposas. Como si hubieran nacido de las gotas de lluvia. Nunca había visto tantas ni tan bonitas y nunca me había sentido tan hecha de tristeza. 

     

    Pobre de ti. Pobre de ti. De mi casa quedaba una pared. Corrí hacia ella. Me tropecé varias veces. Me imaginé que un poco de nuestro hechizo amarillo permanecía. Me imaginé a mamá apareciendo entre la maleza, me imaginé a mamá diciendo cualquier cosa, cámbiate esa ropa o prende este fuego, me imaginé otro fantasma, otra voz que no era esta, una que no repitiera lo mismo. Me tapé los oídos, bostecé, soplé por la nariz. Le chiflé a los perros otra vez. Pobre de ti. Alrededor, el huracán había esparcido pedazos de mi techo, de mis trastes, de los vestidos de mi madre. Corrí y toqué la pared esperando algo. No sentí alivio en el silencio. 

     


     

    Lupita Zavaleta Vega. (Oaxaca de Juárez, Oaxaca, 1997). Escribe narrativa inspirada en su lugar de origen. En el 2019 fue parte del International Writing Program’s Women’s Creative Mentorship Project. Obtuvo el Master in Fine Arts in Spanish Creative Writing por la Universidad de Iowa, donde además fue parte del consejo editorial y luego jefa de redacción de la revista Iowa literaria. Ha publicado cuento y crónica en las revistas mexicanas Este País y Tierra Adentro, respectivamente; así como cuento y poesía en la antología Movimiento perpetuo Volumen III: Frontera (Iowa City, 2022). Actualmente dicta clases de Literatura y Español en Coe College.

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