Jesús de la Garza
POESÍA
Motivada por su orgullo y vena competitiva, la señora Mussolini, mi madre, me inscribía como galgo inglés en los concursos de declamación organizados por la Secretaría de Educación Pública.
Para garantizar su victoria, utilizaba un método de repetición y ensayo que con mucho tino denominó pedagogía hidrosanitaria. Me encerraba en el baño, desnudo, y me hacía recitar hasta el cansancio los poemas que había seleccionado, poemas que ganan premios, dramáticos y sonoros, textos llenos de palabras que no entendía pero que podía pronunciar, según el delirio de mi madre, con elegancia y belleza.
En medio del llanto que me producía el cansancio mental de los versos escritos por Juan de Dios Peza y Amado Nervo, mi madre pasaba las cuartillas por debajo de la puerta del baño. Corría por mi cabeza una cinta eterna de rimas, de sílabas que se estiraban y contraían, de imágenes costumbristas y agrestes. Quizá haya descubierto entonces mi vocación de secuestrado, de máquina repetidora averiada.
Después de haber perdido todos los concursos, y de haber hecho de la bandera del segundo lugar un orgulloso símbolo de mi persona, mi madre llevó su particular forma de enseñar a las últimas consecuencias.
Para aliviar el sentimiento de derrota, ella habría de buscar para mí un lugar en el cuadro de honor, reservado solamente para los mejores promedios de cada grupo. Por lo tanto, habiendo fracasado como artista de la palabra, las lecciones de Historia y Geografía también tendría que tomarlas encerrado en el baño, sólo me sería permitido salir una vez que pudiera recitar a manera de lista los ríos de Tamaulipas y explicar, con mis propias palabras, las causas y consecuencias de la Guerra de Reforma.
Desconozco si la memoria del secuestro materno sea también lo que me haya motivado a escribir. Pero es posible que encuentre en mi escritura un mapa, una ruta de escape de mi prisión de azulejos blancos y agua fría, quizá escribir poemas sea una manera de fabricar una llave falsa de puro lenguaje para poder, por fin, abrir la puerta del baño.
MÁQUINA
Si es verdad lo que dice Nietzsche, y las cosas nos hablan plenamente una sola vez al corazón, tengo claridad de haber descubierto la belleza de lo mecánico una tarde que acompañé a mi madre por tortillas.
Mientras ella pagaba el kilo, justo detrás del mostrador, pude ver una larga máquina con una banda transportadora. Las tortillas salían en orden, una tras otra, con un ritmo casi musical. Pocas cosas en mi infancia me parecieron entonces más hermosas e interesantes que aquella máquina tortilladora.
Mi idolatría no se detuvo ahí. Maravillado por las secuencias que permitían las bandas transportadoras, dibujé cientos de veces absurdas líneas de producción de mi propia fábrica imaginaria. También descubrí lo mucho que me gustaba el sonido que emitía la videocasetera y la forma en la que trabajaba la máquina que usaba la señora Mussolini para preparar las palomitas de maíz.
También recuerdo un reloj eléctrico que, en los viajes de vacaciones, despertaba a mi abuela con las campanadas digitales del Big Ben, y el viejo radio de transistores en la cocina, donde sonaba Agustín Lara, José Alfredo Jiménez y Los Cadetes de Linares.
Muchos años después, esta visión romántica de las máquinas sería nutrida con mi lectura de las vanguardias, particularmente de los futuristas italianos, los dadaístas y los estridentistas.
CASA
Mi padre tenía un aire afectado después de la llamada de la maestra. La actividad escolar, que yo me había encargado de cumplir a cabalidad, consistía en dibujar la casa donde vivíamos. En un ánimo de crudo realismo, tracé una serie de goteras en el techo de mi hogar de burdas líneas de crayón. Aquella casa parecía una cueva terrible y triste a punto de caerse a pedazos.
Se trataba, ahora lo entiendo, de una metáfora infantil que retrataba los problemas domésticos y, como una tétrica premonición, daba luz sobre el inminente divorcio de mis padres que ocurriría varios años después.
CHISME
Me gustaba fingir que era un espía. Mi hermana y yo nos ocultábamos donde hubiera lugar para poder escuchar, atentos, las conversaciones que tenían los adultos en la cocina de mi abuela. Dichas conversaciones nunca pasaron de dimes y diretes de pueblo, pero alimentaban en nosotros la fantasía. Las historias entrecortadas, los nombres familiares y las reacciones de los comensales nos permitían ficcionar, inventar una realidad mucho más interesante. Creíamos que, si persistíamos con nuestras misiones de inteligencia, eventualmente descubriríamos la narrativa secreta que los adultos escondían. No pasó por nuestra cabeza que, en realidad, los adultos no conversaban de nada interesante, es más, no sabían nada.
RELIGIÓN
En el salón del colegio, a la usanza de los regímenes dictatoriales, colgaban dos imágenes de gran formato en la pared. A la derecha habían colocado una reproducción de La cabeza de Cristo de Warner Sallman y, a la izquierda, un retrato del padre Marcial Maciel.
Después del escándalo no hubo palabras. Simplemente entró la directora al salón y retiró la imagen del sacerdote. Ese día olvidamos rezar el Ángelus.
SUEÑOS
Aún tengo presente algunos de los sueños de mi infancia. Recuerdo estar pataleando en una alberca, en compañía de mi padre, observando una bandada de mujeres volando en un cielo nocturno y estrellado. También, en ese mismo sueño, un caricaturesco castillo en contraste con la Luna.
Como símbolo recurrente, en otros sueños infantiles estaba el tiburón. En la playa, uno de ellos devoraba a mi mejor amigo. También soñé con un parque acuático, la señora Mussolini y yo permanecíamos sumergidos dentro de una jaula que apenas resistía las embestidas de un tiburón blanco.
Con frecuencia le contaba a mi madre estos catastróficos eventos oníricos a la mañana siguiente, pero es algo a lo que nunca prestó suficiente importancia. Tal vez la razón por la que estas imágenes han persistido en mi memoria sea el impacto emocional y la lucidez que cargaban.
Años después, todos mis familiares encontrarían en la interpretación mágica de sus propios sueños una suerte de consuelo ante lo cotidiano. Repentinamente, todo tenía un aire profético y místico, sólo faltaba acompañar esas pláticas con una lectura de tarot o una consulta al péndulo.
SOPA
Sólo una vez traté de levantarme en armas contra el control que ejercía la señora Mussolini. Un día, a la hora de comer, sirvió para mí un plato de sopa francamente desabrida.
No comeré esto, le dije, y mi castigo, como era de esperarse, estaba a la altura de mi ofensa. Tenía prohibido levantarme de la mesa hasta que me hubiera terminado el plato. Pasaron las horas. Y, como con cualquier método de tortura que es ejercido por tiempo suficiente, mi voluntad se vio quebrada. De nuevo levantaba la bandera del fracaso mientras comía mi plato de sopa fría a altas horas de la noche.
TRABAJO
Cuando mi primo y yo éramos niños, fuimos las pequeñas prostitutas que mi abuela regentaba en su restaurante de corte francés. Al ritmo de Édith Piaf, nos hacía pelar camarones en la cocina. Llegamos, incluso, a trabajar como meseros cuando se trataba de alguna visita especial. Especial, en ese entonces, quería decir que la matriarca recibiría a sus amigas de la vieja guardia, las cuales habían autodenominado a su longeva cofradía como el Club de Tutankamón.
Aquella fue mi primera experiencia laboral. Uno descubre, quitándole la piel a las cucarachas del mar y sirviendo carne cruda a las momias, que quizá lo más complicado en la vida sea conseguir algo de dinero sin pisotear al prójimo. Trabajo digno, le llaman, pero nadie en la historia de la raza humana se ha hecho millonario con trabajo digno.
TAREA
Incluso en las dictaduras el Estado llega a tener gestos de benevolencia. Una noche, cansado y con lágrimas en el rostro, me fui a dormir sin haber podido completar mi tarea de caligrafía.
Me había resultado muy complicado escribir mi propio nombre, repetidamente, en cursiva. Apenas había logrado llenar media cuartilla con un garrapateo horrible. A la mañana siguiente, un milagro. Mi tarea estaba hecha, la letra era prístina, perfecta y voluptuosa.
Esa mañana la señora Mussolini me llevó a la escuela y permaneció en silencio por todo el camino. Yo entregué el trabajo a la maestra emocionado, alegre, sabiéndome cómplice de algo más grande que el deber. Era ahora, en toda la extensión de la palabra, un feliz colaboracionista del régimen y sus crímenes.
Jesús de la Garza.