Reverdecer

Ghada Martínez

 

Cuando mi mamá murió, solo me pidió una cosa: que cuidara su jardín. 

 

Recuerdo el final: su voz quebradiza, ojos vidriosos y uñas amarillentas. Me dolió no reconocerla; fue como mirar a una extraña, a alguien completamente diferente a la mujer llena de energía, obstinada y mordaz con la que crecí. Mi mente recorrió décadas y décadas de risas, apapachos y peleas en unos cuantos segundos. Cerré los ojos para visualizar el cabello negro, nariz aguileña y piel blanquísima de los cuales estuve enamorada de niña. Tomé su mano y quise ser valiente para ella, que me viera fuerte y tranquila, que supiera que iba a estar bien. Pero no pude. 

 

Mi dolor fue como el mar estrellándose contra las rocas. 

 

No existen palabras para hablar del fin del mundo. 

 

La última vez que la vi, un par de meses antes de que tuvieran que internarla en el hospital, seguía siendo ella: de aquí para allá, cocinando, limpiando, ordenando, cuidando. Haciéndose cargo de su casita y siendo feliz en su cotidianidad con mi papá. De arriba a abajo, cada vez más lento con el pasar de los años, pero nunca en un solo lugar. La seguían siempre la música a todo volumen, el olor a flores y tierra mojada, el canto de los pajaritos y el fantasma de mis ojos infantiles fascinados, sedientos. Mi mamá estaba llena de opiniones, regaños, preocupación y un amor que la desesperaba. Y así es como me gusta recordarla. Sé que la persona en la que se convirtió meses antes de morir no era ella.  

 

Me impactó la rapidez con la que la enfermedad la consumió, lo súbito de su muerte. A ella, a quien recordaba tan fuerte e inflexible, quien desde niña me tranquilizaba o aterrorizaba con una sola palabra. “La Generala Suprema”, le decía yo de broma y no tan de broma por su falta de sutileza y forma áspera de ser y hablar. Ordenaba en lugar de decir y el reproche era su lenguaje favorito. Incluso sus expresiones de ternura tenían algo de militar, algo hiriente. Por eso siempre me sorprendió su amor por la jardinería y la paciencia que tenía para algo que podía ser tan frágil. 

 

Cuando era adolescente odiaba sus plantas, que tenía prohibido tocar. Me llenaba de ira ver a mi madre cambiarles la tierra, abonarlas, regarlas, hablarles y mimarlas. Las envidiaba porque recibían su ternura y palabras dulces sin tener que hacer nada más que existir y porque cuando las tormentas de abril trozaban sus hojas, no se enojaba, sino que las cuidaba hasta que volvían a florecer. Perdí la cuenta de las veces que vi a mi madre revivir árboles medio muertos. No había nada que esa mujer no lograra reverdecer. Qué ganas me daban de ser tierra húmeda, pétalos o raíces. Cuántas veces fantaseé con ahogarlas a todas, con pisotear hasta el último botón, con estrellar las macetas de barro contra los azulejos del baño o con morder y tragarme las hojas gruesas de las suculentas. 

 

Creo que nunca dejé de decepcionar a mi mamá. Es un cliché patético, pero es verdad. No se me ocurre nada que aprobara de mí: ni mi forma de alimentarme, ni mis hábitos de higiene o intereses, opiniones políticas y religiosas, elección de pareja, el no tener hijos, ni mi forma de ocuparme de mi salud mental o lo que decidí hacer con mi vida. No sé si alguna vez estuvo realmente orgullosa de mí y no quiero saberlo. Conforme pasaron los años se resignó y dejó de expresarme lo que pensaba al respecto, pero yo lo percibí siempre. Es una herida tan vieja y familiar que me es imposible pensarme sin ella. 

 

Toda la vida fuimos colisiones.

 

No supimos qué hacer con tanto amor.

 

Pero sé que me amó con todo su ser, desde lo más profundo de sus vísceras, tan ferozmente que no pudo evitar lastimarme. Ni yo a ella. 

 

Cuando el dolor comenzó a volverse soportable, me invadió el enojo. El jardín. Su tesoro. Me pidió que me ocupara del maldito jardín, aunque sabía que no tengo mano para las plantas y que todo lo que toco se muere. No se lo encargó a mi papá, extremadamente minucioso y perfeccionista; tampoco a mi hermano, quien alegra cualquier habitación a la que entra. Me lo pidió a mí, que no tengo la paciencia para eso y que soy torpe hasta para caminar. Ha pasado un mes desde que murió y me invaden la vergüenza y la culpa porque no he tenido el valor de asomarme siquiera para ver si las plantas siguen vivas. No soporto nada verde. No puedo mirar lo que florece y pensar que mi mamá está muerta. La tierra entera debería secarse, volverse estéril. Nada debería volver a crecer. 

 

Dejarme su jardín fue su último acto de amor. Sé que sabía de mis depresiones, manías y ganas de no estar. Por qué estás tan atormentada, me preguntó una vez y no supe qué contestar. Sabía que necesito un motivo para seguir y me lo dio. Así que me dispongo a hacer lo que he pospuesto por varias semanas y le dedico varias horas a sus palmas, helechos, rosales, hortensias, anturios, ficus. Corto las hojas marchitas, humedezco la tierra agrietada, corto los yerbajos, les busco el mejor lugar, les hablo con cariño, las abono. Mi rencor se disipa poco a poco. Me hace gracia imaginar a La Generala regañándome por no hacerlo tan bien como ella lo hubiera hecho, pero me esfuerzo y vierto todo mi cariño en cada milímetro de tierra. Espero que, donde quiera que esté, lo sepa. 

 

Dejo que mis lágrimas rieguen las hojas y, a pesar del dolor, confío en el reverdecer.

 


 

Ghada Martínez. Estudió Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana. En 2021, su libro de cuentos, Sapos en la lluvia, fue publicado por el Fondo de Cultura Económica y el Fondo Editorial Tierra Adentro. En 2018 participó en el programa de Escritura Elipsis organizado por el British Council y en 2019 formó parte del Women’s Creative Mentorship Project de la Universidad de Iowa. Ha publicado para revistas como Este País Sin Embargo.

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