Ghada Martínez
El cielo amanece blanco otra vez, tan brillante que Dafne siente que el resplandor le taladra la cabeza. Apenas puede despegar los párpados, siente la luz incrustada entre los ojos. Cierra las cortinas y se mantiene alejada de las ventanas. No es un buen día, nada está en su lugar. No hay ni un pedazo de azul afuera, solamente nubes que hacen que la esfera del cielo no sea más que un foco gigante de luz blanca, como de hospital. Han sido un par de semanas difíciles, días blancos de horas interminables en los cuales los objetos son deshonestos y lo que se hace sale torcido. De esos días en los que el viento corta, las cosas no encuentran su sitio, las formas familiares se vuelven desconocidas y una no puede fiarse ni del cielo ni de los espejos ni de las propias vísceras. En momentos así, Dafne sabe que lo mejor que puede hacer para evitar que el todo la lastime con sus esquinas es ocuparse de él, dedicarse a desenredar uno por uno los hilos del caos que la rodea, atender cada cosa que está perdida o molesta porque no encaja. Es trabajoso, como la labor de atender enfermos y, por supuesto, ella sólo puede hacer hasta cierto punto. Hay que reacomodar lo que hay alrededor una y otra vez, pero es difícil porque esta atmósfera es engañosa, la luz fría hace que las cosas parezcan lo que no son.
El reloj marca las diez de la mañana. Su rincón de mundo no la reconoce y hay pequeñas tragedias por todas partes: los tenedores saben a metal; la almohada no sostiene su cabeza en el ángulo adecuado; sus suéteres le dan comezón; al librero le duelen las repisas; las latas de la alacena no se dejan alinear correctamente; la mesa cojea; los tornillos del ventilador se quejan sin parar; su voz suena pastosa y la alfombra le hace daño en los pies. Y todo bajo ese cielo pálido como labios de muerto. Debería levantarse, pero ha pasado los últimos días esforzándose mucho y aun así siente que nunca va a terminar. A veces quiere echarlo todo por la borda e imponer su voluntad sobre las cosas, ordenarles que la obedezcan, llorar e inundar todo con su dolor. A veces lo desea en secreto, pero en el fondo sabe que el mundo no fue hecho para satisfacerla, que el mundo es como es y que una debe hacer lo posible para que siga girando. Pero hoy no puede. Hoy es un día de piedras mojadas, así que vuelve a cerrar los ojos.
Son las tres de la tarde, Dafne lleva dos horas sentada en la cama, mirando la pared y todavía amodorrada. El reloj, el cuadro azul, el libro tumbado boca abajo. Está echada contra la cabecera y dos almohadas sostienen su espalda baja. De vez en cuando observa los rollitos que se forman en su vientre apachurrado. Su barbilla le toca el pecho. Los bigotes del reloj, el barquito naranja en medio de la mancha azul enmarcada, la orilla doblada de una de las hojas amarillentas. Suspira, está hecha de plastilina, de espuma, de gelatina. La gravedad le aplasta la cabeza y si intenta levantarse se marea. Sus ojos slo ven el reloj, el cuadro azul y el libro tumbado boca abajo, que son mucho más interesantes que la perspectiva de levantarse, pero la intranquilidad comienza a encajársele en las costillas, las sombras de los objetos se alargan frente a ella y no le queda de otra más que levantarse e intentar arreglar el desastre otra vez.
Comienza a vaciar su librero; lo reacomoda varias veces hasta que queda decente, algunos lomos están inconformes, pero es lo mejor que se puede hacer en ese momento. Luego les busca un mejor lugar a sus dos hortensias, cuyos pétalos azules y violetas son lo único que le alegra la vista hoy. Mueve de un sitio a otro las macetas. Desempolva sus cuatro frascos de perfume y huele cada uno para asegurarse de que su pequeño clóset olfativo sigue intacto: madera, savia e incienso (chamán en un bosque oscuro); ciprés, cedro y mirra (elefantes sagrados); limón, higo y vainilla (jardín crepuscular); violeta, sándalo y coco (piel después de ir a la playa). Cambia el orden de las botellas un par de veces. Todo en orden.
Después pule las cucharas, cambia el cuadro azul de lugar y se ocupa del espejo de pared, pero evita mirarse, sabe que los días blancos hacen ver su piel cetrina, sus ojeras más oscuras y sus labios violeta pálido, casi grises. Mira a su alrededor, todo reclama su atención. El sillón, sus cojines afelpados, el cenicero, la vela que huele a miel, la tetera… hasta los mosaicos del baño. Se abruma, empieza a sentir los ojos calientes y la garganta apretada. Se distrae porque escucha su teléfono y lo busca por todos lados hasta que lo encuentra bajo su sábana. Contesta mientras se seca el sudor de la frente. Es su jefa, le llama para recordarle algunos pendientes y acordar fechas de entrega. Tiene que trabajar, hay varios informes por hacer, llamadas que agendar y archivos que corregir. Dafne sabe. Pero no se puede concentrar, no hasta que las cosas tengan sentido.
Se pasa el resto de la tarde de aquí para allá, haciendo sus quehaceres, interrogando con la mirada a los objetos para que le digan dónde quieren estar, maldiciendo a los más tercos. Barre, limpia rincones, enciende todas sus lámparas, las apaga, vacía su alcancía, cuenta el dinero y lo vuelve a meter tres veces. Se prueba cada lápiz de labios que tiene, se limpia el rostro, los guarda y coloca el que más le gusta entre los cojines del sillón. Escucha sus canciones favoritas, no suenan como siempre, suenan desafinadas. Saca al alfil de su posición en el tablero de ajedrez y lo pone junto al salero, ambos se alegran mucho. Revisa las esquinas de la alfombra y encuentra pelusa, un arete que pensó que había perdido y una llave que no tiene idea de cómo llegó ahí, si es suya ni cuánto tiempo llevaba ahí escondida. De vez en cuando se desespera y, en medio de pequeños arranques de ira, patea lo que se le atraviesa, aunque minutos después se siente culpable, levanta al objeto humillado y le pide disculpas en su mente. Dafne arregla, mueve lo que está fuera de lugar, como la manija de la puerta del baño que quiere estar sobre el refrigerador, y revuelve lo que está demasiado ordenado, como su cabello. Entonces decide tomarse un pequeño descanso y cierra los ojos. Siente que se hunde en el negro detrás de sus párpados y se marea, le dan náuseas. Sus tripas se sacuden con violencia y abre los ojos. Son las seis de la tarde. Va a la cocina y prepara dos sándwiches sin cuidado, que come rápido y se pasa con un vaso grande de agua. Le frustra saber que a pesar de que ha estado atareadísima, resolviendo y conciliando, seguramente se le siguen olvidando asuntos importantes.
Un par de horas después y, tras una semana entera, siente que las cosas ya no están tan chuecas y que los objetos que la rodean vuelven a ser confiables. Las hortensias están felices en un buró junto a la puerta. Uno de los tornillos del ventilador descansa sobre el mueble del baño. La moneda de diez pesos sucia se acurruca muy cómoda en uno de sus zapatos. Dafne pone música en su bocina y las notas ya tienen la forma de sus oídos de nuevo. El jabón de lavanda le limpia las manos como debe. Su taza de diario ya no está tan fría. Se asoma entre las cortinas y se da cuenta de que el cielo ya no es blanco-consultorio médico, sino negro-deslavado. Se echa en el sillón y se clava su celular en la espalda: tres correos urgentes del trabajo, cinco llamadas perdidas de su novio, un meme que le compartió su mejor amiga y tres mensajes de su mamá. Resopla, pero al menos ya puede mirar el departamento sin sentir que se ahoga y puede concentrarse en lo demás. Está exhausta y preferiría dormir, pero hay mensajes que contestar, cuentas por pagar, facturas que enviar e informes que si no empieza ahora no va a entregar a tiempo, cosas de adultos funcionales. Se imagina los regaños de su jefa y su mamá y se levanta. Dos de la mañana.
Va hacia su escritorio, mete la mano en su bolsillo y encuentra la llave que estaba bajo la alfombra. Se le cae el corazón a los pies. La había olvidado y, como aún no la conoce bien, encontrarle un sitio le tomará al menos una hora más. Le dan ganas de llorar otra vez, pero no tiene tiempo para eso. Decide poner la llave en una repisa e intenta que no le incomode su presencia, se ocupará de ella después. Se sienta en su escritorio, abre la laptop, enciende la pequeña lámpara de luz amarilla que la acompañará toda la madrugada y se dispone a hacer sus pendientes de oficina y a contestar mensajes de sus personas favoritas para que no piensen que las olvidó. Pero no puede. La llave la mira desde la repisa, primero triste, luego disgustada, después con odio. Dafne no lo soporta. Se levanta y la sostiene en sus manos. La observa, le pregunta qué quiere, qué abre, dónde quiere estar. Le habla con suavidad, la pone junto a la cafetera, en el alféizar de la ventana, debajo de un florero, pero la llave se malhumora cada vez más. Tampoco le gusta estar en el cajón de los calcetines, al lado de su cepillo de dientes o en el bolsillo de ninguno de sus pantalones. Dafne intenta ponerla junto a sus perfumes pero desentona tanto que le dan ganas de arrancarse los ojos. Lleva casi dos horas y media intentando que la llave se sienta cómoda. Está harta. Pierde la paciencia, la tira al suelo, la pisa, escupe e insulta. Siente que se resquebraja. Siente que es un huevo roto y que su yema se esparce por todos lados.
No le gusta soltar lágrimas porque sus personas favoritas le dicen que llora por todo como si fuera algo malo. Lo que no saben es que llorar por todo no hace que todo sea menos importante. Tampoco quiere llorar porque corre el riesgo de ahogarse. Ya le ha pasado antes y recuperarse de un naufragio es aún peor que los días blancos. Además, mojar todo lo que ya acomodó con tanto amor y cuidado significaría horas desperdiciadas, trabajo echado a perder y cansancio en vano. Siente que la frustración sube por su garganta, que los pensamientos se le revuelven hasta que no logra distinguir qué es qué y le duele ser como es.
Cierra los ojos, tiembla e intenta calmarse, pero ya no hay vuelta atrás. El agua dentro de ella se mueve desde la profundidad, sus volcanes marinos hacen erupción. Siente cómo el mar se retira de la costa con rapidez y escucha los graznidos desesperados de las gaviotas. Ni marea viva ni pleamar. Maremoto. Megatsunami. Dafne se sienta con la espalda contra la pared, entierra la cara en las rodillas y espera la ola. Cuando la golpea, se acurruca en el suelo y empieza a llover sobre la alfombra. Llorar es llover. La lluvia limpia. También inunda. La llave la hace llorar y llover, recordar, pensar. Su departamento se vuelve una pecera y los objetos flotan por doquier: su lámpara de noche, las hortensias, sus cucharas recién pulidas. Dafne, que se sube a la mesa para no mojarse tanto, alcanza a rescatar la llave antes de que el agua la arrastre como a todo lo demás, le pide perdón en un susurro y la sostiene cerca de su pecho. La mesa será su isla hasta que la lluvia cese y las lágrimas se evaporen para poder hacer el recuento de los daños. De mientras, Dafne solloza porque su corazón es líquido, porque a veces todo es muy difícil y porque hay cosas que no tienen lugar y que, por más que una se esfuerce, no caben en ningún lado.
Ghada Martínez. Estudió Escritura Creativa y Literatura en la Universidad del Claustro de Sor Juana. En 2021, su libro de cuentos, Sapos en la lluvia, fue publicado por el Fondo de Cultura Económica y el Fondo Editorial Tierra Adentro. En 2018 participó en el programa de Escritura Elipsis organizado por el British Council y en 2019 formó parte del Women’s Creative Mentorship Project de la Universidad de Iowa. Ha publicado para revistas como Este País y Sin Embargo.