Estefanía Camacho
Pura pérdida me ha dado lecciones.
Una de ellas es cómo llorar.
Si pudiera nombrarme experta en algo sería en duelos y en llorar por ellos. A veces me cuesta mucho entender las emociones. Pienso que no se tienen que entender, pero en mi caso debía repensar cómo llorar antes de llorar ahora en la adultez, pues en la infancia parecía más fácil sin tanta gente mirando o cuestionando. Todo este tiempo y a la corta edad de los veintisiete, he pensado si era normal haber perdido tantas contra la muerte en un lustro . Acaso era normal en la época de mi abuela Herminia que, a sus veinticuatro años de edad, ya había perdido a sus padres y a su hermana pequeña.
En 2019, cuando moría Herminia en un diciembre sin frío pero con el sol que no calienta, leí un perfil de Fito Páez en el que contaba su tragedia y entendí la magnitud del duelo que yo también cargaba. El prodigioso músico había perdido a su madre, a su padre, a su tía y a su abuela —quienes lo habían criado— cuando tenía 24 años de edad. Y aunque no es un duelo (já) de quién pierde más, lo cierto es que sentí compasión por Fito antes que sentirla por mí misma.
Cuando le enumeré tranquilamente mis pérdidas a mi psicoanalista, ella me respondió alarmada:
—Se murió tu padre, Estefanía.
—Ah, claro. Eso, para empezar —le respondí seca como si fuera poca cosa.
A mis 30 sé llorar por un duelo. Sé llorar en mi cama a las tres de la madrugada y en silencio para que mi compañero de piso no me escuche —las pérdidas y las muertes serán universales—, pero nadie te dice que el duelo se vuelve tan solitario. Sé llorar en lo alto de unas montañas espirituosas, en el desierto, pero nomás no lo he hecho en los funerales. Así que tengo un pequeño manual para llorar pasada la medianoche. En primera,
NO HAY QUE PONERSE DE LADO NI EN POSICIÓN FETAL COMO SE HA CREÍDO. Esto es completamente erróneo, pues el agua lagrimal correrá un cauce que moja el cabello, luego la almohada y, al final, estarás sobre un charco incómodo y frío.
Ahora en 2022 es peor: antes lloraba y tenía un cutis precioso por el camino marcado de las lágrimas, pero ahora el cubrebocas absorbe esa agüita, se bloquea en los cordones de los oídos. Nadie habla de la corta vida de las lágrimas cuando usas cubrebocas.
Yo soy esa persona que receta tés para todo, pero los duelos requieren de toda la herbolaria posible en su doble potencia. Por ello, entre llanto y llanto hay que hervir agua para dos tazas, sacar dos bolsitas de 12 hierbas de una caja de McCormick y apachurrar las bolsitas remojadas con una cucharita contra la taza. Asegúrate que lo esencial se exprima para que sí sepa y quede todo volcado en esa poción. Para un placer pequeño, lo recomiendo también.
No te deshagas de las bolsitas de té, pues se usarán en otro paso.
Yo soy un tremendo bolsón de té cuando de llorar se trata. Mi psicoanalista cree que no me gusta llorar por reprimir uno que otro sentimiento, pero la razón más grande por la que evito llorar es que dejo de respirar por los mocos que se saturan en mi nariz y luego me duele la cabeza, se me hinchan los ojos como si fueran piquetes de abeja y yo, como esas bolsitas de té, también necesito que me apachurren para regresar a mi forma original.
Y para no darle la razón a mi psicoanalista, le doy rienda suelta a mis llantos. Por eso ahora sé que es útil tener a la mano un descongestivo nasal en spray que además te permitirá disfrutar mejor de la bebida caliente. Uno solo no puede llorar y esperar ingerir bebidas de la misma forma que alguien que está en completo estado de paz y con las fosas nasales disponibles (me he ahogado) y por eso anoté esto.
Necesitas un par de aspirinas si eres de los que les duele la cabeza después de llorar.
Paso cinco si es que llevas la cuenta. Para cuando ya casi te has calmado, el té se ha enfriado y el cansancio emocional llega para instalarse, toca colocar las bolsitas de té en tus ojos para relajarlos. Así al día siguiente (seguramente lunes, porque estos llantos se aparecen en los días más inoportunos capitalistamente hablando) no se notan tus ojeras y faltan las preguntas de gente que te mira con condescendencia.
La idea de tomar estas precauciones es para que no te preocupes de nada más que del dolor y la tristeza. A ratos, los tropiezos bochornosos —como empezar a toser por ahogamiento, que no tengas agua para los tés o se te quede un pedazo de Kleenex en la nariz y te falte aspirina para tu dolor— sean causal de pausa de esta, ya de por sí, engorrosa sesión.
Mi nuevo otro consejo es llamarle a esa persona que te contestaría a cualquier hora de la noche. Un día lo hice y terminé riéndome de un recuerdo que creí que era doloroso.
Aunque nada consuela, que se sepa. No después de la muerte de tu padre, de tus abuelos maternos, de tu mejor amiga de la adolescencia, de la pérdida de tu hogar tras un terremoto.
Muere más que una persona. Mueres como hija, como amiga y como nieta.
Muere también tu espiritualidad, mueren los lenguajes entre estas relaciones, muere la sanidad mental y mueres, de muchas maneras, tú misma.
¿Cuándo no llorar? En esa pequeña ventana de ignorancia durante los primeros 10 segundos al despertar por las mañanas y luego, good morning, heartache.
Estefanía Camacho. Periodista y escritora de ensayo y no ficción. Crecí en el Estado de México y actualmente radico en la Ciudad de México. Ha escrito en medios digitales e impresos como Vice.Mx, Yahoo! en Español, revista Cambio, Gatopardo, revista Lento en Uruguay y en dos publicaciones de la Universidad de Nueva York. Autora de dos crónicas sobre el terremoto de 2017 en la Ciudad de México junto con otros autores como Elena Poniatowksa, Benito Taibo y Mónica Lavín para el libro Estamos de pie: Historias de grandeza mexicana (Planeta, 2017). En 2022 fue parte de las Masterclass de Manuscrito y Periodismo en Under The Volcano.