martes, octubre 15, 2024
    Editorial: noviembre 2022

    Llorar es el verbo de este mes. Esta acción es, ante todo, un fenómeno complejo: a veces lloramos de alegría, a veces lloramos de tristeza. Otras veces no sabemos porqué lloramos y unas veces más parece que es imposible detener el caudal de lágrimas. La pandemia trajo muchas pérdidas y con ella aprendimos a darnos permiso para llorar. El impacto de estos años pasados persiste hasta nuestros días y siguen aflorando las emociones. 

     

    Abrimos con un cuento de Ghada Martínez: “De mientras, Dafne solloza porque su corazón es líquido, porque a veces todo es muy difícil y porque hay cosas que no tienen lugar y que, por más que una se esfuerce, no caben en ningún lado.” 

     

    Seguimos con un par de poemas de Estefanía Arista: “Tu vida está en otra parte, / del otro lado del cruce, / pero no puedes regresar ni dejar de observarlo. / Avanzar, sí, pero cómo”. 

     

    Por su parte, Alan Valdez enumera una serie de momentos relacionados con el llanto: “Se dice mucho que cuando llueve es porque Dios está llorando. Y como yo no sé si Dios existe, sólo me queda pensar en que la lluvia también podría ser un invento de los padres.”

     

    Andrea Chapela hace un recuento personal sobre las lágrimas privadas y públicas: ““Lloración” es un término que vi por primera vez en internet, pero que cada vez más oigo en otros contextos. Hablando con mis amigas, en presentaciones de libros, en clubes de lectura. Como todas las palabras que surgen y toman fuerza en las redes sociales, esta no tiene una definición clara, cada persona la hace suya y la utiliza como le da la gana. Si yo tuviera que explicar lo que entiendo, diría que la lloración es un llanto público y comunitario, que se comparte.”

     

    Estefanía Cervantes habla sobre el dolor de transportarse en una metrópolis agresiva y excluyente: “Mientras lloro, pienso en mi día. No fue malo, al contrario. La única respuesta entonces al porqué me suelto a llorar en medio de toda esa gente es obvia para mí y se resume en una sola palabra: cansancio.”

     

    Sergio Huidobro explora su propia masculinidad y cómo fue evolucionando ante la pantalla del cine: “Ser niño y mexicano fue cruzar a la fuerza por un portón invisible entre los seis y ocho años, en los que el llanto infantil deja de recibirse con ternura —‘ya, papi, ya’— y comienza a ser juzgado —‘a ver, pero sin llorar’—. Se vuelve ejemplo el varoncito que renuncia pronto a las lágrimas, que quedan relegadas para el briago, el dolido o los entierros. A los demás nos queda la penumbra solitaria de los cines. Por eso siempre quise ir a llorar a las películas, porque afuera no había dónde y porque de querer sentir, quería.”

     

    Estefanía Camacho nos comparte cómo han sido sus procesos de duelo: “Aunque nada consuela, que se sepa. No después de la muerte de tu padre, de tus abuelos maternos, de tu mejor amiga de la adolescencia, de la pérdida de tu hogar tras un terremoto.”

     

    Natalia Luna nos conecta con esos estados del cuerpo propensos al aprendizaje desde lo íntimo, desde lo experimentado como personal y que se revela como un intercambio con el mundo y con los demás. “Algunos poemas son capaces de pausar la realidad para verla con calma y de ángulos distintos: otros poemas despiertan en cada quien rasgos desconocidos”.

     

    Gamaliel Figón revisa Lágrima extraña, poesía reunida de Luis García Montero, a quien la crítica incluye en la corriente denominada “literatura de la experiencia” que surgió en los años 80 en España. Figón destaca cómo desde la poesía de García Montero asumimos el pasado como “lo único que se tiene y no se tiene”, algo con lo que construir presente y futuro que, sin embargo, se nos escapa tanto en lo personal, como en lo colectivo.

     

    Cuarto con tina, de Hélène Rioux, de la que presentamos un adelanto, se hace la pregunta de qué tratamiento merecen en nuestras vidas los momentos más difíciles de atravesar y de relatar. La voz de Éléonore, la protagonista, se quiebra en ocasiones, pero igualmente encara y relata las desdichas, los fracasos, los remordimientos y hace de la rebeldía el antídoto para la resignación. “Continúo amándote, un poco, mucho, apasionadamente, hasta la locura, hasta perderlo todo. Empecemos desde el principio. Amándote continúo. Empecemos por el final, en sentido decreciente. Hasta perderlo todo, hasta la locura, apasionadamente, mucho, un poco, te amo. Te amo menos, te sigo amando, ya no te amo”.

     

    ¡Gracias por ser parte de Armas y Letras!

     

    ¡Nos leemos pronto! 

     

     

     

    Karen Villeda y Nohemí Zavala.

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