Efrén Ordóñez Garza
Hace tiempo me propuse nunca usar el clima como motivo, relleno o arranque de interacciones incómodas. Por supuesto, demasiadas de mis charlas casuales terminan cayendo en las quejas por el calor o el frío, sobre todo si se tratan del calor de Monterrey cuando estoy en la costa este de los Estados Unidos, o del frío neoyorquino cuando vuelvo al terruño. Ni modo, encajan a la perfección y permiten comenzar o sobrellevar una interacción baladí. Nadie se queja de lo insustancial porque a las dos personas nos pesa el sol o la nieve, según sea el caso. Sin embargo, cuando el clima se vuelve irrelevante porque la otra persona no lo siente –ni podrá sentirlo de nuevo–, el arranque de la conversación puede complicarse.
Quizá ha pasado poco tiempo, pero todavía sigo sin hallar la manera de iniciar una conversación en particular, ésta porque el motivo del clima carece de sentido. De hecho, hablar de la temperatura se siente ridículo porque hay muchas más cosas por decir.
Llevo algunos meses pensando en la mejor manera de abrir una conversación con mi papá. Más allá de nuestra relación que duró treinta y nueve años, con sus altibajos y los temas recurrentes en nuestras pláticas, le achaco la dificultad de hilvanar una serie congruente de ideas a la manera mía de plantear una idea cualquiera, de enunciar un recuerdo y sostenerlos sin una respuesta. No es que me falte algo por decir(le), ni que me haya sumergido en un mutismo desconsolado los últimos cinco meses luego de su muerte. De hecho, a diario y a cualquier hora, casi sin aviso, me escucho hablándole. Nunca es un mensaje concatenado, con un objetivo claro, es más, ni siquiera me doy cuenta de cómo lo empecé: a veces, mientras cocino, suelto algún reclamo desarticulado; seguido, cuando corro y por encima del podcast en turno, le doy las gracias por alguno de los hábitos que me inculcó y me permite cumplir el entrenamiento con disciplina, aunque al poco me invade el pudor.
Así se me han ido las semanas.
Hace unos días, mientras ingresaba términos relacionados con el tema en Google, me encontré con un artículo del MIT Technology Review publicado en 2022, en el cual la autora, Charlotte Jee, habla de una aplicación de inteligencia artificial desarrollada en California (¿dónde más?) que le ha permitido platicar con una versión digital de sus padres –aunque en el artículo los llaman ‘clones digitales’– es decir, preguntarles y escuchar sus respuestas, con sus voces, a través del teléfono. En este caso, ambos siguen con vida. Para mostrarle el funcionamiento de la app, los desarrolladores grabaron una serie de entrevistas con ellos, cuyo fin era el de registrar, además de sus voces, información sobre sus vidas para armar respuestas coherentes a las preguntas que les hiciera su hija y simular, más o menos, una conversación. Como si fueran papás ChatGPT.
Es inherente a la mente humana el deseo de recordar a quienes se han ido, escribe la autora. En cuanto nos dejan, sigue, colgamos sus fotos, visitamos sus tumbas o nichos. Les hablamos como si estuvieran del otro lado de la mesa, con un vaso de ron y el cigarro descansando sobre la ranura del cenicero –el detalle es mío. Sin embargo, la plática es unidireccional, un soliloquio.
Quizá si tuviera yo un clon digital de mi papá en una app de mi iPhone, del cual esperara una respuesta aunque fuera armada por una IA podría empezar con un ¿qué onda? ¿cómo estás? y de ahí arrancarme, aunque fuera con una conversación superficial, de esas con un significado oculto o cuyo único fin es el de mantener la cercanía y decir que el otro nos importa con independencia del tema.
Sin embargo, cuando me vi sentado frente a su nicho varios meses después, en un silencio total y cubierto por la luz de la cúpula de los pisos subterráneos de la iglesia de Fátima, aislado del calor de casi cuarenta grados, sin nadie a mi alrededor y el ambiente perfecto para por fin comenzar en la plática en forma, trastabillé varias veces antes de formular una oración que de todas formas para nada calificaría como primer movimiento.
Ahora bien, si hemos de simplificar las cosas, cualquier palabra habría servido como el inicio de la conversación, incluso la más insulsa como hola, hey o éitale, pero si lo intenté varias veces, o si cambié tres o cinco veces antes de comenzar con el mensaje, quiere decir que fallé en encontrar la manera de sentarme con naturalidad sobre la banca de madera y comenzar un monólogo inteligible. Por otro lado, los qué tal, qué onda, cómo estás, qué hubo o qué hay, aunque funcionarían, son meramente retóricos, pues cuando se trata de quienes se han ido, suponemos la misma respuesta a todos: bien, en paz. ¿Qué otra cosa podría decir?
Como he batallado en armar una conversación, todo se ha limitado a una serie de viñetas con preguntas, afirmaciones, reclamos, confesiones, y hasta promesas. Puros inicios. O más bien, fragmentos de una conversación desarticulada que ha durado ya varios meses. De estos, solo algunos piden respuesta, pero esa, claro, es solo lo que esperaría como respuesta a partir de la información recabada en mis casi cuarenta años de vida, del recuerdo de sus convicciones, ideas, o creencias. Por lo tanto, es algo así como la app californiana. Ya conozco las respuestas a todas mis preguntas, las que ya he formulado y todas las pendientes. Claro, un qué onda sería también un supuesto, como si cada vez respondiera yo a la pregunta: ¿qué diría mi papá si pudiera responder desde allá?
Sin embargo, todo intento de plática, ya sea frente al nicho o a miles de kilómetros de distancia, han resultado mero balbuceo. Aunque he formulado las oraciones a partir del español, las palabras no se adaptan ni se acercan a un mensaje en forma. Es como si fallaran en adaptarse a mi nueva situación, o más bien, como si fueran insuficientes. Eso podría ser.
La escritora Chimamanda Ngozi Adichie en su brevísimo libro Notas sobre el duelo habla de varias revelaciones luego de la muerte de su padre en 2020, y una de las primeras es que uno aprende que el duelo tiene que ver con el lenguaje, con sus fallas y con su uso. Aunque no sé si al momento de escribir el libro ella pensó en el monólogo disfrazado de charla, es cierto que todo aquello circundante al duelo pide un lenguaje diferente. Leí esta idea en su libro hace poco y pensé en cómo se me ha complicado encontrar y darle forma a este nuevo lenguaje.
Primero es necesario reacomodar el diccionario de mi propia lengua en español. Las cosas reciben nombres nuevos: las emociones, pensamientos, los objetos que compartimos en cuarenta años. Luego, las palabras adquieren un nuevo significado, se amplifican o pierden relevancia. Por último, deben incluirse y desempolvarse palabras en desuso, además de incluir unas nuevas.
A partir de ahí, el reto se vuelve estructurar una gramática adecuada. El orden del pensamiento cambia, la combinación de emociones y el entendimiento se han retorcido y existen por su cuenta. Algunas oraciones son inconsecuentes, otras deben replantearse. Lo interesante es que de empezarla, la conversación no sería eso, sino como dije, un soliloquio. Quizá esa sea una razón por la cual no me he atrevido.
En su libro sobre el duelo, Chimamanda cuenta que en las semanas y meses después del fallecimiento de su padre, algunos familiares reprobaban su hermetismo, pues solo llegó a hablar con su madre y hermanos. Recibió incontables mensajes de consuelo que nunca contestó, otros que ni siquiera leyó, y dejó sonar el teléfono demasiadas veces. Seguro lo veían, escribe, como un acto de autocomplacencia o incluso el mareo por la fama de escritora.
«Primero, es una forma de protegerme», dice, «un alejarme del dolor porque estoy seca de llanto. Luego, es que solo quiero sentarme a solas con el dolor. Quiero protegerme de –o esconderme ¿aunque de qué?– sentimientos ajenos, de los continuos altos y bajos».
Si equiparo el motivo de su hermetismo con el de mi imposibilidad de comenzar con el soliloquio-conversación quizá todo haga más sentido. No es una u otra. No es solo la falta del lenguaje adecuado, es eso, sí, pero también un manto protector, un sacarle la vuelta a aceptar lo que sucedió.
Más adelante, Chimamanda Ngozi Adichie se da cuenta de cómo a veces, en esos pocos meses después del hecho, sigue refiriéndose a su padre en tiempo presente. Otra capa de protección. Una negación. En el proceso de encontrar este lenguaje necesario, a mí me toca, por ejemplo, comenzar a armar mi diccionario como primer paso, antes de siquiera pensar en la gramática. Y la mejor manera para irlo escribiendo es escribiendo sobre lo que ha pasado desde el día aquel. Casi al final del libro, Chimamanda escribe que ahora no le queda más que escribirlo todo porque quién sabe cuánto tiempo le quede.
Es posible también que, cuando vuelva frente al nicho de mi papá, solo para practicar, para descubrir mi nueva gramática del duelo, lo mejor sea iniciar por contarle del clima, del frío, del contraste con el calor que se encuentra afuera, en las calles de Monterrey.
Efrén Ordóñez Garza. (Monterrey, Nuevo León, 1983). Es autor de Humo, novela publicada por Nitro/Press en 2017, por la que obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura en 2014, con el título Ruinas, (publicada en su primera versión por Conarte/Conaculta en 2015). Es también autor del libro de cuentos Gris infierno (An.alfa.beta, 2014) y del libro ilustrado para niños Tlacuache. Historia de una cola (FCAS, 2015). Tradujo el libro de cuentos Melville’s Beard/Las barbas de Melville, de Mark Haber (Argonáutica, 2017). Escribió el libro de falsas biografías La maestría del fracaso, con el apoyo del programa Estímulo Fiscal a la Creación Artística, del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León. También la novela Productos desechables como becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA 2016-2017. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 2013. Fue cofundador, editor y traductor en Argonáutica (ed-argonautica.com), editorial especializada en traducción literaria. Desde 2022 forma parte del programa de Maestría en Escritura Creativa de la City University of New York.