miércoles, mayo 8, 2024
    Desde la penumbra, de Alejandra Rangel *
    [Letras al margen]

    Eduardo Antonio Parra

    Como todos sabemos, leer de nuevo un libro varios años después de haberlo hecho por vez primera siempre trae consigo, no solo el redescubrimiento de los temas que obsesionan a su autor, también conlleva –ya que esos temas parecen estar identificados de antemano– una lectura mucho más atenta a los detalles de la composición, las estrategias narrativas y los significados de sus argumentaciones, un tanto ocultos entre líneas. Eso sin contar con que, aunque lo que leemos ahora parece ser exactamente lo mismo que leímos años atrás, el paso del tiempo no solo modifica la visión del mundo del lector; lo transforma por completo convirtiéndolo en otra persona. Por lo tanto, quien leyó Desde la penumbra, de Alejandra Rangel, allá en los últimos años del siglo XX no es el mismo que quien acaba de leerlo de nuevo ahora, ya bien entrado el siglo XXI. En consecuencia, los comentarios sobre la relectura tal vez revelen más acerca del lector que del propio libro, aunque quisiera creer que el encuentro reciente con sus páginas me permitió penetrar en ellas de un modo más profundo que en la ocasión anterior.

    Lo primero que salta a la vista en esta nueva visita a las narraciones incluidas en el volumen es su grado de dificultad. Me explico: en apariencia sencillos, es decir, fáciles de leer, los relatos de Alejandra Rangel no se entregan con docilidad a una mirada superficial, pues desde las líneas iniciales conducen al lector de extrañamiento en extrañamiento poniéndolo en alerta sobre las líneas que sus ojos siguen. Por ejemplo, en el cuento que abre el libro, “Noche de insomnio”, tras recorrer los primeros párrafos uno pensaría que está ante un texto que aborda con cierta simpleza el tema de la adicción o la enfermedad o la eutanasia, ya que el protagonista es un médico angustiado por el mal que mina la salud de un buen amigo, y no obstante, como ocurre con la gran mayoría de las historias de la autora, esa es tan solo la fachada y si queremos desentrañar el verdadero sentido de las palabras hay que bucear un poco más hondo hasta encontrarnos con una reflexión filosófica sobre la vida, la muerte y el más allá. Una reflexión con resonancias acaso religiosas, acaso ateas, que desemboca en la conclusión de que la muerte, tal y como la concebimos, no existe porque nadie muere por completo mientras su presencia permanezca acompañando a otras personas.

    Algo similar ocurre con los dos relatos siguientes del libro, “Desde la penumbra” y “Más allá del rostro”. En el primero de ellos, el que da título al volumen, tras un accidente automovilístico donde en primera instancia creemos que el protagonista ha perdido a su mujer y recuerda su vida en común con ella, de pronto, a raíz de ciertas estrategias técnicas que la autora injerta en la prosa, la sensación de extrañamiento que mencioné hace unos instantes nos pone en alerta y en disposición de captar los significados ocultos en el texto, para comprender poco a poco que, aunque hay dos personajes principales, tal vez sea la muerte la verdadera protagonista de la narración. Frases como “Me dejo llevar por las palabras y las sombras pronuncian un sentido oculto” o “Mi consciencia se despliega y alcanza a estar en todas partes” o “Desde la penumbra todo se aproxima, todo se acerca…”, además del misterio que de por sí entrañan, nos hacen darnos cuenta de que leemos el relato de toda una vida de pareja, en retazos y sin orden aparente, donde late con fuerza la esperanza de realizar lo que se quedó pendiente. O, lo que es lo mismo, que acabamos de seguir una meditación a un tiempo literaria y filosófica acerca de la muerte y lo que espera al ser humano después de la vida. Y en la siguiente narración, “Más allá del rostro”, Alejandra Rangel confirma sus obsesiones temáticas en esta línea, al hacer que sus personajes reflexionen ante el cuadro de lo que parece una calavera pintado por Basquiat sobre la atracción del abismo, o sea de nuevo la muerte. Sin mencionarlo de modo directo, este relato ronda la idea del suicidio, y la refuerza con frases como: “La muerte es una idea e igual desaparece”, y “Pero eso no justifica buscarla”, aunque la conclusión radica en lo que aparenta ser una nota suicida, en una “Invitación a la levedad, al no ser, para fundirse en una luz violácea”.

    Otra característica de este libro es la diversidad de significados a que apuntan sus palabras. Para un lector desprevenido, su lenguaje puede incluso resultar engañoso, pues siempre hay, bajo las frases más cotidianas, bajo las formas más comunes, una honda búsqueda del significado de la existencia humana. Esto no es raro en una autora que se formó en la filosofía. Y se vuelve evidente en la tensión del lenguaje, como si al momento de escribir sus relatos Alejandra Rangel se hubiera debatido entre la precisión y la multiplicidad de interpretaciones que sus palabras pueden sugerir a los lectores. Por eso los juegos con el tiempo, la ambigüedad de los puntos de vista narrativos, los silencios y el escamoteo de información; en una palabra, la versatilidad técnica que abunda en el libro y vendría a ser la tercera de sus características más notables.

    Pero no solo la muerte y la posible trascendencia del ser humano son los temas que abordan las narraciones de Desde la penumbra. Uno que se repite varias veces, con lo que demuestra ser otra de las obsesiones de la autora, es el que podríamos designar “de la impostura” o “de la sustitución de identidades”, ya sea voluntaria o azarosa. Este tema se halla semioculto en relatos como “La estética de Isabel”, donde la dueña de una peluquería, casada, recibe al cliente con el que tenía cita y de inmediato siente una fuerte atracción hacia él mientras realiza un balance de su rutinaria vida conyugal, solo para enterarse al final de que el hombre al que desea no es quien había hecho la cita. También lo encontramos en “Viaje en la oscuridad” en el que un hombre sufre un secuestro al ser confundido con el millonario para el cual trabaja. En este texto, la víctima de la confusión –y del secuestro– sufre además, durante su cautiverio, una transformación interna que lo lleva a asimilarse a la personalidad de su patrón, hasta que los secuestradores reconocen su error y lo abandonan. Entonces él, poco a poco, vuelve a ser quien era. En el texto titulado “Con el brillo del sol en las vidrieras” nos topamos con otro tipo de impostura. Se trata de una historia sobre la soledad y la amistad, donde un hombre responde el anuncio de otro, publicado en una revista, y ambos comienzan una amistad por correspondencia, hasta que el protagonista decide ir de viaje a la ciudad distante en que vive su nuevo amigo solo para llevarse una gran sorpresa. El relato titulado “Árbol de coral”, por su parte, aborda otro tipo de sustitución, la que se da entre alguien que escribe y la mujer que le sirve como modelo para la protagonista de su narración. La escritora poco a poco se va adentrando en la vida imaginaria de su personaje, hasta que los límites entre ficción y realidad quedan por completo desdibujados. Y, finalmente, en la última historia del volumen, “Luz en el cuerpo”, una mujer que espera en una galería de arte al hombre con el que se ha citado decide sustituirlo por el fotógrafo expositor porque, al entregar su cuerpo a la lente del artista, se da cuenta de que la ha llenado de luz interior y de imágenes que le poblarán los sueños en los años por venir.

    Alejandra Rangel no centra cada uno de sus relatos en un solo tema, sino que entreteje unos con otros según las necesidades de lo que está narrando; ni repite las técnicas ni las estructuras. Si sus obsesiones literarias son fijas –como auténticas obsesiones–, los recursos que muestra para integrarlas a sus historias son variados, versátiles, con lo que el lector avanza en el libro de sorpresa en sorpresa. Otro asunto que le interesa mucho, por lo visto, es el que podría llamarse el del objeto simbólico o mágico, que tanto gustaba, por mencionar un nombre, a Jorge Luis Borges. Este lo encontramos en las narraciones tituladas “Encuentro” y “El anticuario”, acaso las más extrañas en el volumen. En la primera, una mujer que viaja en tren hacia Zacatecas observa al viajero de al lado con mucha atención: se trata de un hombre atractivo que lleva un portafolio al que no le quita la vista de encima ni un momento. Al llegar a su destino, ambos entablan conversación, toman una copa y después pasan la noche juntos, siempre con la presencia del portafolio junto a ellos, hasta que la mujer –y con ella el lector– comprende que en ese utensilio se esconde lo que puede ser el sentido de la existencia y decide apropiarse de él. En “El anticuario” el objeto mágico es un vaso de ámbar en el que, a los ojos del personaje que lo contempla, se encierra el alma de algunos de los seres humanos que lo han poseído a lo largo de los siglos. A pesar de que el anticuario dueño del vaso se resiste a venderlo, el protagonista consigue hacerse de él y, con solo tocarlo, un torrente de recuerdos centenarios parece precipitarse sobre él transformándolo por completo.

    Desde la penumbra es, pues, un volumen de relatos que abordan, actualizándolos, los eternos asuntos que constituyen las principales angustias de la condición humana y que han sido preocupación constante de pensadores y literatos a lo largo de los siglos. Del tema del viaje –que no es más que un símbolo de la vida misma– al de la venganza, de las consecuencias del azar a la tentación de la caída, de la impostura a la muerte y su trascendencia, Alejandra Rangel siempre ubica a sus personajes en situaciones que los sumergen en meditaciones sin fin y arrastran hacia ellas también al lector. Se trata, como se ha visto, de relatos que llevan en su desarrollo una gran enseñanza de vida, escritos con un lenguaje tenso, desgarrado entre significados diversos, y con estrategias técnicas encaminadas a hacernos creer que lo que leemos es fácil de asimilar, cuando en realidad nos dejan pensando durante mucho, mucho tiempo después de la lectura.

    [*] Esta columna se publicó originalmente en la edición 93-94 de Armas y Letras, julio-diciembre de 2016.


     

    Eduardo Antonio Parra. (León, 1965). Narrador y ensayista. Por el relato breve “Nadie los vio salir” ganó el Premio de Cuento Juan Rulfo 2000. Fue becario de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation en 2001. Su libro más reciente es Laberinto (2019).