viernes, abril 26, 2024
    Adela Fernández, una maestra del relato siniestro

    Miguel Ángel Hernández Acosta

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    En enero de 1986 salió a la venta el libro Duermevelas, de la escritora mexicana Adela Fernández. El tomo contiene 17 cuentos y está ilustrado por viñetas del uruguayo Edgardo Villalba. La dedicatoria provoca inquietud, porque parece ser una disculpa de la autora:

    A Emilio Quetzalcóatl y Sybila Atenea, mis hijos, y a Rosario Guillermo, a quienes vi crecer juntos, afectados por el ritmo de mis ansiedades y el rigor de vivirlo todo con intensidad […] A ellos, en recuerdo de los cuerpos desnudos a falta de ropa; de los pies descalzos, de los ojos asombrados en playas, ciénagas y bosques; de las ciudades que cruzamos a pie; del nomadismo en desasosiego; del cuarto de azotea, nuestra vivienda…

    Después, el epígrafe se convierte en una puerta al terror, pues la autora cuenta que de niña le daban ataques de sueño, incluso parada, pero en los que no perdía por completo la conciencia, pues podía oír cuanto se decía a su alrededor: “A la niña ya la atrapó otra duermevela y cuando despierte se soltará a contarnos historias insensatas y sin juicio”, decía su nana. Y en ese momento, el lector gira el gozne de la puerta a un mundo del que no podrá salir sin la piel erizada.

    El primer cuento del libro, “La jaula de la tía Enedina”, narra la historia de un muchacho a quien nadie quiere en su casa por ser negro. Por ello, le asignan las tareas que nadie desea realizar, como alimentar a los puercos y a la tía Enedina, una solterona que se volvió loca el día de su boda cuando la dejaron plantada en la iglesia, y a quien la familia encerró en un sótano. La mujer, de quien poco se sabe porque siempre anda entre tinieblas, lo único que anhela es poseer un canario, pero como el sobrino no puede complacerla, a cambio decide “darle caricias”:

    Después de aquella amorosidad, cada vez que llegaba con sus alimentos, sacaba la mano de uñas largas en busca de mi contacto. Llegué a entrar repetidas veces, pero eso comenzó a fastidiarme…

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    Hija del actor y director cinematográfico Emilio “El Indio” Fernández y de la cubana Gladys Fernández, Adela Fernández nació en la Ciudad de México en 1942. En su niñez convivió con artistas y gente cercana al mundo del cine de quienes adquirió el gusto por las artes plásticas, la literatura y la cinematografía (según ella misma cuenta, quienes más la impresionaron fueron Juan Rulfo y José Revueltas). Asimismo, pasó muchas horas de esa época con indígenas y mestizos que su padre contrataba para el mantenimiento de su casa, y quienes a la luz de las velas o alrededor de una fogata le contaban cuentos y leyendas rurales.

    Al ser hija única, su padre (ya divorciado) la consintió de tal forma que pronto la ternura se convirtió en sobreprotección y celos, por lo que a los 15 años ella decidió huir de su casa. Entonces empezó un trashumar por varias ciudades y países. También se casó con Óscar, “un hombre cuya tristeza resultaba seductora” y a quien ella no pudo inspirar para vivir con pasión, por lo que él se retiró a un convento y al poco tiempo se suicidó. A los 22 años nació su hijo Emilio Quetzalcóatl, en Nueva York y fue ahí donde conoció a un cocinero griego llamado Dionisio de quien supo que querría tener una hija a quien llamaría Atenea. La historia de esta pasión por la cultura helena, y la triste mañana en que engendró a su hija mientras sonaban los silbatos de las embarcaciones que pronto partirían rumbo a Europa la consigna en el libro Atenea (2006), escrito tras la muerte de su hija.

    Cercana al grupo de pintores surrealistas integrado por Leonora Carrington y Remedios Varo, entre otros, a finales de la década de 1950 comenzó a escribir sus experiencias oníricas y ejercicios literarios que después se publicaron en la revista Snob, de Gustavo Alatriste. También escribió obras de teatro muy breves (de 2 o 3 minutos) que se representaban en galerías de arte y librerías, y en 1970 publicó su primer libro El Perro o el hábito por la Rosa, animada por Edmundo Valadés, editor de la revista El Cuento. A este tomo siguió Duermevelas, que en un principio buscaba ser una reedición del primero, pero del cual se eliminaron tantos cuentos que obligó a su autora a escribir 14 nuevos, y en 1996 se editó Vago espinazo de la noche con textos también del primer libro (sólo tres) y 12 nuevos que había escrito entre 1975 y 1994 (a estas publicaciones habrán de añadirse múltiples de antropología e historia, argumentos cinematográficos y Magismo, “inspirado en el pensamiento mágico de los pueblos indígenas”).

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    La narrativa de Adela Fernández tiene la aridez de los desiertos, es hiriente como el frío de las mañanas de invierno y acongoja cual entrada a la madurez. Sus personajes son extraños y están signados por la maldad o por la desgracia. Junio Cantoral, por ejemplo, es un hombre que engaña a turistas con la historia de un supuesto hermano cíclope a quien mantienen en formol en una cantina del pueblo Galatea. Es tan buen narrador que convence a las personas de ir hasta aquel poblado y de esa manera contribuye a reactivar la economía del lugar que quedó prácticamente destruido después de un incendio. Sin embargo, una mañana Junio amanece con un solo ojo.

    En “Juegos de poder” la niña Narcedalia vive presa en su casa debido a que su padre, el acaudalado Don Román, teme que algo malo le suceda si sale a la calle. Por ello, la pequeña sólo puede contemplar el exterior desde su ventana protegida por barrotes. Una tarde, un titiritero abandona el pueblo acompañado del diablo y este, al ver la tristeza de la menor, le ofrece los materiales suficientes para elaborar un títere. Esa noche, mientras su padre duerme, ella ocupa armellas, cordeles y una cruceta de madera para convertir a su progenitor en su juguete.

    En “Cordelias” un árabe llega a un pueblo con cajas de frutas y verduras, pero dentro de ella hay una niña de tres años. Por lástima, una mujer la adopta y la encierra en su casa para evitar los chismes del pueblo. Una tarde, en que Cordelia es enviada a la fuente por agua, se sorprende al ver su reflejo por primera vez y empieza a hablar con él: “Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma”. Este “milagro” habrá de repetirse cada que la niña se mire en un espejo.

    Como se aprecia, sus temas no son sencillos, incluso la mera enumeración puede parecer grotesca, pero la sencillez del lenguaje que utiliza la autora se convierte en un imán. Tal vez por ello, los cuentos de Adela Fernández han contado con promotores como Alejandro Toledo en su antología de cuentos El hilo del minotauro o Federico Patán. Sin embargo, el hecho de que algunos de los libros de Fernández hayan sido ediciones de autor o fueran publicados por editoriales hoy desaparecidas, la ha segregado del reconocimiento que merece. En 2009 la editorial Campana editó en un único volumen Duermevelas y Vago espinazo de la noche, en Nueva York (tomo que aún es posible conseguir). Además, debido al entusiasmo de sus lectores, es posible hallar algunos de sus cuentos en internet.

    En persona, Adela Fernández era una mujer que hablaba con amor de su padre e hijos, pero quien callaba cuando se le cuestionaba, frente a la grabadora, sobre su literatura. Sin embargo, en el momento en que se dejaba de registrar la conversación se mostraba cariñosa, y su voz rasposa gozaba describiendo las maravillas halladas en su casa, la “fortaleza de El Indio Fernández” en el centro de Coyoacán, la cual heredó a la muerte de su padre (partituras de Manuel M. Ponce y de Silvestre Revueltas, por ejemplo). Era inteligente y la suspicacia de sus palabras salían de su boca junto con el humo de cigarros que parecían nunca terminarse. Lamentablemente, el 18 de agosto de 2012 falleció, y los mundos de espanto que creaba quedaron constreñidos a la obra ya publicada.

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    En un momento en que la literatura escrita por mujeres está siendo revalorada, Adela Fernández merece estar entre esta nómina de autoras mexicanas. Sus cuentos no son fáciles de clasificar y parecen surgidos de sueños o pesadillas, pero al volverse realidad trastocan las concepciones y los valores de los lectores. Hay en sus textos una atracción morbosa que permite cuestionarnos los instantes de extrañeza a los que tememos y que Adela Fernández convierte en piezas dignas de un museo de los horrores. El terror que plasman, sin embargo, no es significativo por las criaturas que habitan sus textos, sino por las actitudes de la gente normal que ocasionan los desenlaces monstruosos. Cada cuento es un sumergirse en el inconsciente, pero de tal manera que al abrir los ojos (al cerrar el libro) uno quisiera caer en esas duermevelas para comprender mejor, valorar de otra forma, lo que hallaremos al estar en la vigilia.


    Miguel Ángel Hernández Acosta. (Pachuca, 1978). Es autor de Misericordia (UANL/Librosampleados, 2018) y de Hijo de hombre (Jus, 2011). Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, ha sido antologado en libros de creación y crítica, los más recientes son La memoria cercena lo que une: Lecturas críticas a la obra de Julián Herbert (2019), Lotería. Compilación de cuento (2019) y Crítica y rencor (2015). Es colaborador en diversos medios de comunicación, editor y profesor en varias universidades.