viernes, abril 19, 2024
    Nostalgia por el futuro, o de cuando hasta el futuro siente nostalgia

    Raúl Márquez y Lourdes Huerta

     

    I

    La guerra llegó un día a casa sin avisar. Sin darnos tiempo de acomodar un poco el desastre que ya de por sí se vive en las pequeñas batallas que conforman la ciudad. Aunque dicen que ya venía avisando desde un punto lejano en historia. Al principio no entendimos muy bien lo que pasaba, así que nos comportamos con naturalidad. Entonces tuvimos miedo. Sentados en la sala, frente a la televisión, la vimos soltar con saña las palabras más amargas. Palabras que golpearon nuestras paredes, agrietando vidrios, tazas, platos, pero sobre todo

    espejos. Vimos encarnar todo aquello que enunció la guerra: se imprimió en todas las pieles y primeras planas, llenó la radio, la televisión, el cine. Se puso de moda. Los niños se inventaron juegos, y jugaron sin saber por qué.

    Pero fue hasta que esas palabras salieron también de nuestras propias bocas que pudimos sentir en serio el peso de su presencia. Así su compañía  se hizo insoportable. Los pies sobre la mesa, el comentario incómodo, las evidentes mentiras y sobre todo las enormes manchas que dejó la muerte. Y aquí nos tienen, incómodos en nuestras propias casas, en nuestros trabajos, entre unas cuantas paredes, unas cuantas calles, y con un futuro que apenas y agarra valor para dirigirnos la mirada.

    En medio de todo esto nos toca escribir. En medio de una guerra que desde hace rato anda con que ya mero se va, y ya se va, y ya se va, y luego como que algo se le olvida, y como que nos hace plática, y vuelve a soltarnos su verborrea de palabra amarga. Y uno no tiene más remedio que escuchar incómodo sus historias, sus rumores, y reprobarlo todo, y lamentarlo todo. Y en medio de todo esto nos toca escribir. Aunque también en las letras nos tiemble la voz y se nos haga un nudo entre los dedos. Nos toca enunciar de nuevo esas heridas que no terminan de cicatrizar, o esas cicatrices que no cesan de abrirse. Cicatrices que habitan los espacios, las habitaciones vacías, apoderándose de todo el territorio. Una y otra vez. Varias veces por día. 

     

    II

    El 2 de agosto del 2015 se inaugura el estadio de fútbol de los Rayados de Monterrey. El evento convoca a casi 52,000 aficionados, un tejido albiazul que se mueve orgánicamente sobre las butacas, alrededor de todo lo que se alcanza a ver. Gritos, porras, papeles, música, altavoces, tambores, 22 jugadores sobre la cancha. El partido es lo de menos.

    No se necesita ser “hincha” de corazón para saber que es raro (aunque pasa) ver a un aficionado Tigre en el estadio de los Rayados, en un partido que no es clásico. Menos aun tratándose de la inauguración de la nueva casa. Es raro, pero ahí está. Es Lulú, la mamá de Kristian. La imagino más seria que el resto de la gente. De ser otra la historia, quizá no se habría dado la oportunidad de estar ahí. Pero ahí está. Porque es seguro (de ser otra la historia) que Kristian ahí estaría, muy alegre, como siempre lo ha sido, el único Rayado de la familia. A lo mejor hasta Chepina alcanzaba boleto, con todo y el pequeño Kristian Farid. Pudo ser, y Lulú lo sabe, conoce todos los huecos que pudieron no haber sido huecos. Ella, que estuvo donde Kristian nunca estuvo, buscando en la carretera, en los ministerios, buscando en las madrugadas, con el insomnio y el dolor a cuestas; ella, que está donde Kristian seguro hubiera estado, de no ser por un “hubiera”.

    Lulú recuerda los primeros tachones de Kristian; los obtuvo a los 12 años, como un regalo de su hermano Paco. Aquella vez se llevó una sorpresa al regresar a casa luego del trabajo. Kristian se había caído mientras jugaba fútbol y se había roto el diente de enfrente. Esto lo escribe en sus cartas, llenas de anécdotas y nostalgia. Habla de su nacimiento —11 de septiembre, 1985, 01:45hrs; 55cms, 3.56kg—, de cómo lo tuvo apenas cinco minutos en sus brazos antes de que lo separaran de ella por cinco días, y de cómo fue que reconoció su nariz en los cuneros. Luego el desenvolvimiento de su pequeña vida, apenas un susurro entre tanto grito, sus ojos, su piel blanca, el amor que se le tenía y se le tiene aún. Habla de momentos difíciles, de altas y bajas, pero siempre desde la unidad de la familia, aunque ésta se sintiera intermitente a causa de la incansable necesidad del trabajo. Razón por la cual ella se ausentaba, y sus hermanos (Paco y Eidy) tenían que cuidar a Kristian. Hace referencia a sus berrinches y al apego, sobre todo con su hermana Yesy, con quien vivió una y mil aventuras. Pero también habla de su independencia, sus viajes, sus alegrías. En fin, todo lo que cabe en una vida. Los pedacitos de cosas que la van conformando. 

     

    III

    Kristian Karim. La flecha sólo cumple su función cuando da en el blanco. Así siempre él. Quien de su padre aprendió a andar los caminos hasta llegar al destino. Así Kristian, quien fue el único hijo que desde pequeño le aguantó el paso en la carretera, en la época en que el oficio de trailero daba sustento. La vida de Kristian tiene una relación intrínseca con los caminos. Donde pone el ojo, pone la vida. Chepina lo sabe. Recuerda la primera vez que lo vio mirarla. Dice que no le quitaba los ojos de encima. Aquella vez habían ido a la Expo-Guadalupe, ambos acompañando a una prima de Kristian, y de ahí se fueron a casa de Lulú. Él nunca dejó de verla. Donde pone el ojo… 

    Días después lo encontró en casa de la prima, cosa que él no hacía regularmente. Y así se fue acercando, poco a poco, tímidamente, sin quitarle la vista de encima. Y ella poco a poco se fue enterando por las miradas, por las visitas y por boca de la prima. Hasta que un día él se le acerca y le expone su interés. Ahí comienza todo. “Hueles a MP [ministerio público]”, dice Kristian cuando ella le pide que la lleve a vivir con él teniendo apenas 16 años. Kristian, siendo mayor de edad, le pide que se espere a cumplir los 18, y así sucede; tal y como lo promete, se van a vivir juntos.

    Chepina también es aficionada a los Rayados de Monterrey y también a la música villera, pero no al vallenato, género favorito de Kristian; sus melodías lo acompañaron en todos sus momentos, en todos sus espacios, en aquella habitación llena de carritos con los que él jugaba aun siendo un adulto, imitando sonidos, cláxones, el ruido del motor, porque, ante todo, nunca dejó de ser un niño. Ni Chepy ni Lulú recuerdan los títulos vallenatos que Kristian les dedicaba, pero lo recuerdan a él y la música que traía en la sangre —herencia también de su padre, músico de oficio—. Cuentan que siempre fue un buen amigo, un buen hijo, una buena pareja, bueno en todos los sentidos. Kristian era el alma de las fiestas: cantaba, bailaba, hacía reír a todo mundo. Quizá por todo eso Chepy no dudó en compartir su vida con él, y tampoco dudó en dejar el trabajo para ser madre. Ambos se encontraban ilusionados por comenzar esa etapa de sus vidas, y fue Kristian quien pegó el grito en el cielo cuando a Chepy le comenzaron sus primeros ascos a la mantequilla. Y ahí comenzó otro camino que debía ser recorrido hasta el final, como siempre fue y como siempre debió haber sido.

    La última preocupación de Kristian era reunir el dinero suficiente para pagar los servicios de maternidad del nacimiento de su hijo. Lulú le insistía que ya no saliera de viaje (era transportista), que ella podía prestarle el dinero que faltaba, pero él no aceptó, prefería hacer una última entrega. Salió el 12 de agosto del 2010 y ya no regresó. Doce días después nació su hijo. Hoy, el pequeño Kristian tiene cinco años; su segundo nombre es Farid, que significa “único”. Dicen que es un espejo de su padre: salió igual de corajudo, pero también igual de cariñoso y empalagoso. Nació justo después de la desaparición de su padre. Esto significa que, a diferencia de muchos, es el único que lleva toda su vida sin conocerlo, sin embargo, lo reconoce en las fotografías que le muestran y dice extrañarlo; lo espera. Tiene un padre que se construye de la nostalgia colectiva. Él espera y pregunta, así que Chepy le cuenta que su papá y su tío se perdieron cuando iban a trabajar, y que ahora están en el cielo. “¿Podemos ir al cielo?”, pregunta, y esto le genera a ella un nudo en la garganta. No suele mentirle al respecto; es directa con él, sabe que su padre desapareció, aunque, como muchos de nosotros, no entienda los motivos ni las razones.

     

    IV

    ¿Qué le vamos a decir al futuro cuando venga a buscarte? ¿A qué puerta le diremos que toque? ¿En qué parque ha de esperarte? ¿Y si le decimos que a veces la vida es una trama de hilos que se rompen? Así de pronto y “de la nada”. Queda nomás un hueco. Un espacio vacío donde ya nada se sostiene. Sólo los hilos sueltos del dolor que se siente por tu ausencia, los hilos-esperanza de que algún día el hueco sean remendado. Pero ya no hablamos de un sólo hueco, sino de muchos que atentan contra este tejido que se ha formado de historias, caminos que se constituyen de futuros, futuros que se ausentan y que amenazan con seguir haciéndolo, y amenaza una nostalgia constante por el futuro. O más bien, el futuro siente una nostalgia enorme mientras intenta cubrirse del frío con esa manta llena de huecos. Y lo vemos deambulando por las calles, por los parques, arrastrando el tejido roto que le da esperanza, buscando un rincón dónde pasar la noche, dónde tirarse a tejer más sueños. Ya en la otra esquina de la historia está la guerra, opulenta, oscura, invadiendo casas, deshaciendo sueños.

    Quedan también otros hilos que se resisten a creer en la inercia del tejido que les conforma, hilos que cuestionan, resisten y buscan tomar otras direcciones. La necesidad de otros mundos posibles encuentra motivo en el paisaje que ofrece una ciudad en guerra. ¿Hacia dónde voltearemos la mirada cuando ya no nos den ganas ni de abrir los ojos?

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