domingo, mayo 5, 2024
    Adelantos de <i>Mantén la música maldita</i>, de Carlos Velázquez

    Carlos Velázquez

    Growing Up in Public

    Give me some “White light/White heat”.

    Philip Seymour Hoffman como Lester Bangs en Almost Famous

     

    Lou Reed rige, ha regido y seguirá rigiendo siempre mi existencia. Desde antes de Trainspotting. En 1995, cuando como afirma Legs McNeil “todo el mundo se había convertido en víctima”, ahorré, robé y mendigué hasta la humillación para comprarme el boxset de The Velvet Underground. Pobre de mi abuela, le pido perdón hasta donde se encuentre por birlarle aquellos billetes que escondía detrás del Sagrado Corazón de porcelana. Ahora sé, no o digo como consuelo o como excusa, que ella comprendía cuánto necesitaba yo esa caja con los cuatro CDs (que todavía conservo como tributo a la difunda). A partir de ese momento Lou Reed se volvió una constante (y una inconstante) en mi vida.

    Cuando tuve Peel Slowly and See en mis guantes de ladronzuelo adolescente tomé dos decisiones, una: embriagarme con mi abuela (ella era alcohólica y yo bebía a escondidas) como un tributo a su involuntaria contribución y dos: no podía continuar robando a mi familia ni refugiarme en el pretexto de que era estudiante. Había llegado el momento de robar a alguien más. Entonces me metí a trabajar en una tienda de discos. Algunas de las cosas que me definieron ocurrieron cuando era dependiente de esa tienda. Detesto darme golpes en el pecho, sin embargo es innegable que mi generación descubrió a Lou por Trainspotting. Lo cual nunca reprocharé. Pero para mí me resultaba exasperante el desdén que demostraban hacia la Velvet. Pero era yo un imberbe. Tenía yo cuántos años ¿dieciséis, diecisiete? Lou ya era El rey de Nueva York, y yo por aquellos días luchaba por comportarme rabiosamente adolescente (el espectro de Cobain todavía venía incluido en el recibo de luz).

    Nunca olvidaré aquel día de 1998 en que llegó a la tienda una versión remaster made in UK de Transformer. Por tratarse del álbum que contiene “Perfect Day” (ese componente indisoluble de la cadena alimenticia Danny Boyle) pensé que todo mundo se abalanzaría sobre el único CD en existencia, que de hecho debimos pedir treinta o cuarenta, los mismos que había vendido esa semana el soundtrack de Trainspotting. Pero no sucedió nada. Y para desgracia de mi expatrón, tuve que expropiar el disco, como muchos otros. Era un acto estúpido. Por dos razones: ya había ido a la cárcel por sustraer discos de tiendas de autoservicio y era impensable que con un solo título en el inventario no se percatara el dueño de su ausencia. Y en efecto, lo hizo. Al día siguiente de haberlo hurtado me cuestionó sobre el paradero de la “pieza”. No me quedó más remedio que decirle la verdad, pro a medias: se lo habían robado. Y tuve que sostenerle la mirada y soportar su suspicacia toda la puta tarde. Y mientras yo culpaba a alguien imaginario y me lavaba las manos en su presencia el disco descansaba sobre el estéreo de mi casa, a la espera de la vigésima y tanta escucha en menos de cuarenta y ocho horas.

    “Perfect Day” me tenía hasta la madre, por la referencia cinematográfica, pero con el tiempo me reconcilié con ella, cuando Lou la retorció tanto que poco tenía que ver con aquel momento Irvine Welsh, y contrario a lo que se podría pensar, no me capturó “Satellite of Love”, “Vicious” o “Walk on the Wild Side”, a pesar de que a través de ella conocí a Nelson Lou para componer esta canción, y de que gracias a este disco me interesé seriamente en Hubert Selby Jr. Sé que lo anterior suena bastante estúpido. Porque estas canciones están escritas en el cielo y quien se pronuncie en contra de ellas no es más que un pobre pedante sin dirección. Pero no me desmarco de ellas. Cada una me acompañó de manera rotunda en esas noches en que no era otra cosa que un preparatoriano con muchas ganas de vivir pero injertado en una ciudad perdida del norte. Perdónenme, mi pecado es más amplio, mi problema es que no podía trascender el “paaaaa pa paaaaaa” de “Andy’s Chest”. Eso fue lo que me atrapó al principio.

    A partir de ahí, fui indisoluble de Lou. Y como era de esperarse, di un paso atrás. A Lou Reed. Su primer álbum como solista. No coincido con la crítica que lo ha vapuleado hasta el cansancio. El paso del tiempo se ha encargado de ponerlo en su lugar. Creo que a la luz de los fans es un disco imponderable. Durante muchos años necesité de él para afrontar mi realidad. No conseguía salir de mi casa por las mañanas sin oír uno o dos tracks. Y entonces, en un paseo por las calles de mi ciudad, donde no pasaba nunca nada, me encontré en una tienda de discos añeja Between Thought and Expression, un boxset de 1992 que compilaba (para mí constreñía, por su carácter antológico) el trabajo solista de Lou hasta Mistrial. Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo: arrebatarle la caja, por comprimida que se ofreciera la obra, al vendedor. En esa provincia para la que el mundo era inaccesible.

    Por supuesto que no me conformé. Comencé a hurgar en Rock n’ Roll Animal (1974) que me parecía el mejor disco en vivo de Lou hasta esa fecha (después cambié de opinión). Y en otro álbum, que me pegó con tubo: Take No Prisoners. Uh, ese doble fue un menester incansable. Tardé meses en dejarlo de oír a diario. Estaba convencido de que éste era el mejor disco en vivo de Lou (volvería a cambiar de opinión en unos años). Me arrodille como debía ante Berlín y Coney Island Baby. Eran difíciles de conseguir en mi rancho. Así que los tuve que grabar en casete. Ahora me produce risa la ceremoniosidad con que me los copió su propietario. Es en esos pequeños actos donde están graduados nuestros destinos dramáticos.

    En 1998 ya pastaba a mis espaldas New York. Entonces Lou dejó de ser para mí el provocador, el poeta, el cuero negro, para convertirse en el novelista. Si la distorsión era el sello de la casa, para mí nunca resultó tan preponderante, portentosa y vigorosa en la guitarra como lo sería desde 1989. New York es para mí el mejor disco en la carrera de Lou. “Busload of Faith” es un canto a la vida planteado desde la electricidad sin devaneos new age ni libro de autoayuda de por medio. El gran cronista de Nueva York de la segunda mitad del siglo XX no es Norman Mailer, es Lou Reed. Una cumbre a la que accedería para ya no descender hasta Ecstasy, su última gran gema.

    Luego continué con esa trilogía sucia de New York mismo que son Songs for Drella, el tributo a la memoria de Warhol, firmado junto a John Cale; Magic and Loss (con esa enorme, enorme, enorme epifanía de más de seis minutos que es “Magician”) y Set the Twilight Reeling (que incluye “The Riptide”, una de las piezas más celebratorias, energéticas y descomunales que se le hayan hecho a la cruda). No quiero resultar demasiado entusiasta. Pero esos cuatro discos, más los dos siguientes, son en mi alcoba personal lo que más pondero de Lou. Porque sé que otros tendrán en su altar otras coordenadas, pero me tocó vivirlos de cerca, son mi historia personal, lo que oía en un gastado walkman marca Sony por las calles de mi adolescencia. Y con esto como soundtrack bebí, me drogué y quise escapar. Quince años atrás.

    Con Ecstasy volví a clavarme grueso. Incluye varias de mis rolas favoritas como “Tatters”, esa épica de las relaciones de pareja, “Turning Time Around” la precuela o secuela, según se prefiera, de la anterior, la preciosa “Modern Dance”, y “Baton Rouge”.

    Y por último, Perfect Night Live in London, un disco que la prensa hizo mierda pero que a mí me fascina. Siempre termino mis borracheras oyéndolo a todo volumen a las cinco de la mañana, solo, cuando ya los he corrido a todos.

    Y bueno, en el inter, hice lo que dictaba el manual: crecí en público. Tuve una hija, me casé, me divorcié, me operaron, vi morir a algunos, me metí en problemas y salí de ellos. Las canciones de Lou siempre estuvieron ahí para hacerme coaching, y, desde 2000, también Pass Thru The Fire, el libro que recopila todas sus composiciones hasta Time Rocker (1993), un álbum que nadie, pero nadie debe perderse.

    Así llegué a aquel domingo en que murió Lou (su última foto es ahora avatar del mundo). Sabía que el trasplante de hígado obedecía a que había abusado de la heroína en su juventud y del Etiqueta Roja durante un par de décadas. Un milagro de la medicina moderna, presumió Lou sobre su operación cuando resultó exitosa. Pero el pasado rebobinó la cinta. Y al final Lou sucumbió.

    No fue lo único que se llevó la muerte. Esa misma semana, después de resistir más de diez años, cerró la tienda de discos donde trabajé en mi adolescencia. Perdió la batalla entre las tiendas de cadena, las ventas por internet y las descargas ilegales. Con su caída concluyó un ciclo en mi vida. La permanencia de la tiendita de discos era un recordatorio de aquel que fui en un tiempo. El final de una época que la muerte de Lou selló.

     

    Referencias

    Velázquez, C. (2020). Growing Up in Public. Mantén la música maldita. Ciudad de México: Editorial Sexto Piso, Monterrey: Universidad Autónoma de Nuevo León, pp. 45-49.