lunes, abril 29, 2024
    <i>Aquellos barrios, aquellos años</i> (fragmento)

    Antonio Garza Rivera

     

    Nuestros antepasados hablaban de ir a bailar a la Quinta Calderón, convertido después en el restaurante El Tío. O a los salones Terpsícore y en los años de los sesenta la famosa terraza Mexicana que devino en el Casino Michoacano, que más que todo presentaba una variedad artística, con derecho a cena y donde se podía bailar.  Aunque luego se convirtió en un lugar no muy familiar. 

    Recordamos también los famosos salones del Prado por esta misma calzada Madero. Decían entonces que en los bailes las mujeres tenían que ir con tacón y medias. Los hombres con traje y corbata y mucho antes, en los años hasta el cuarenta también con sombrero.

    Evocamos aquellos bailes en las casas que siempre andábamos “oliendo”, pues a algunos nos gustaba ir porque además había también una buena comida. Nos decían “los huele bailes”, y a dónde íbamos, siempre era en la casa de amigos o conocidos y con mayor frecuencia en la época de las fiestas de navidad y fin de año.

    Antes, en aquellos años, las fiestas se hacían en las casas, en los mismos domicilios, pues no había la renta de salones de fiestas como ahora. En las bodas, quince años y hasta bautizos, en la misma casa se preparaba el banquete. Todavía en los años cuarenta se sacrificaba el marrano (cerdo) o las gallinas y hasta pavos que se podían encontrar en las mismas casas de los festejos o los compraban a otros vecinos que los estaban criando. […] Y en ciertas fiestas, sobre todo, de los que gozaban de una mejor posición económica o dependiendo de los padrinos del banquete, se ofrecía el popular platillo regiomontano con el cabrito, en todas sus formas de cocinar.

    Pero así como en la alegría se estilaba festejar en los propios hogares, también en los momentos dolorosos de defunciones se velaban los cuerpos de los difuntos en las mismas casas. No se acostumbraba como en la actualidad las salas de velación, pues todavía no existían y los servicios funerarios se efectuaban a domicilio. Lo que caracterizaba este flébil momento era la cortina blanca que en la puerta de entrada de los hogares se colocaba; la señal inequívoca de un funeral.

    Una más de las costumbres de aquella época eran los partos en el mismo domicilio, en los hogares, pues fueron muy contados los bebés que nacían en alguna clínica u hospital. Y nacían gracias a la partera del barrio; o sea una señora que se dedicaba a esta labor, sustituyendo al médico, aunque en ciertos casos los médicos de cabecera, de confianza, de las familias, asistían a domicilio a las mujeres que iban a dar a luz. Yo en lo personal nací en una casa de la calle de 5 de Mayo, gracias a la atención del doctor Arturo Martínez.

    […]

    Las inyecciones y las vacunas siempre como hasta ahora han sido el coco, sobre todo para los niños. En los años pretéritos se hacían campañas de vacunación en todas las escuelas. Pero antes de ello o al mismo tiempo, se podían ver a los vehículos de la Secretaría de Salubridad recorrer cada barrio de Monterrey. Iban las brigadas de enfermeras vacunando domicilio a domicilio. Lo que a veces resultaba algo cómico fue cuando se daba el pitazo de que ya andaban las enfermeras vacunando y muchos niños corrían a esconderse en los sitios más secretos, pero tarde o temprano eran encontrados por sus padres y solo se oían los lloriqueos por todos lados.

    Otra situación de aquella época fue la falta de gas natural y por lo tanto existían las clásicas chimeneas donde se cocinaba. Era común ver salir de los techos de estas cocinas el humo de la chimenea que atestiguaba el fuego que consumía los leños poco a poco. Por lo mismo, en casi todas las tiendas de abarrotes se vendían los llamados tercios o brazadas de leña, sobre todo de mezquite. Pero también eran usadas las estufas de petróleo, conocidas por la gente de ayer como estufas de gas o bien los braseros con carbón.

    En ciertos lugares había expendios de gas o bien petróleo. Ahí se surtía a través de toneles o tambos a los vecinos que acudían con sus botes a comprar este combustible. A mi casa, mi padre llevó, en esos primeros años de mi infancia, uno de estos toneles que había comprado y que podíamos extraer el petróleo por medio de una bomba que en forma manual sacábamos, para depositar en el frasco que iba puesto atrás de la estufa.

    Las tortillas de maíz se cocían en los comales, que eran algunos de barro, de lámina o de acero. Y es que en las tiendas de abarrotes de nuestros barrios, se vendía el maíz en grano por kilos, para luego después de limpiarlo bien, ponerlo en una olla o bote con agua a cocer varias horas, sobre todo por las noches. Ya cocido este maíz, se le llamaba nixtamal, que ahora ya en esta forma, estaba listo para ser molido y convertirlo en masa. Pocos eran los hogares donde se molía este nixtamal en molinos manejados a mano y que se colocaban fijos en una mesa, dándoles vuelta y vuelta agarrados del mango para extraer ya molida, la masa.

    Muy contados son ahora los lugares donde aún se muele al público el nixtamal y que es más solicitado en la temporada de navidad y fin de año, porque es en estas fechas cuando se usa la masa para preparar los tradicionales tamales mexicanos. A propósito de lo anterior, todavía por la calle de Luis Quintanar, antes Nicéforo Zambrano, entre Héroe de Nacozari y Artículo 123, en la colonia Progreso, existe en una de estas casas, un molino de nixtamal atendido desde hace muchos años por Pepe, quien a la vez es un criador de pájaros de distintas razas; como jilgueros, canarios, calandrias, etcétera.

    Ya en los años de mediados de los cincuenta y principios de los sesenta llegaron las primeras tiendas de expendio de tortillas hechas con las máquinas industriales. Este producto ahora hasta se puede comprar en paquetes, en las tiendas del barrio o en los supermercados de Monterrey.

    También, en cada hogar de ayer nunca faltaban los frijoles de la olla o refritos. Recuerdo que nos tocaba un día a cada quien, de los integrantes de la familia, limpiar los frijoles que se compraban por kilos en las antiguas tiendas de abarrotes. Y ya sabía quién los había limpiado, cómo le iba si alguien se encontraba una piedra entre los frijoles al estar comiendo. De igual forma, era algo común a veces, darse cuenta de que a uno u otro vecino se le quemaran los frijoles al estarse cociendo en la estufa. Esto era denunciado por el chismoso olor a quemado. Y el comentario infaltable: “A fulanita o sutanita se le quemaron los frijoles”. 

    Pero antes, la gente era muy solidaria en las vecindades, en los barrios, y si esto llegara a pasar, no faltaba una vecina que le ofreciera regalarle algo de sus mismos frijoles para paliar esta falta de ellos en ese hogar donde se les habían quemado.

     

    Referencias

    Garza Rivera, A. (2022). Aquellos barrios, aquellos años. UANL, pp. 53-59.

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