sábado, abril 27, 2024
    Reverdecer sin cuenta entre cirios y cardones

    Daniel Salinas Basave

     

    …reverdece el deseo en su desgano

    y regresa mi sed hacia tu fuente

    José Ángel Buesa 

    Verde que te quiero verde

    Verde viento. Verdes ramas

    Federico García Lorca 

    De toda la paleta de colores, el verde es el único exponente que posee el don de volver a la vida, al menos por lo que al diccionario respecta.

    Ningún otro color puede presumir en nuestro idioma un verbo equiparable a reverdecer, cuyas posibilidades metafóricas van más allá del simple y llano “volver a ponerse verde”.

    Estoy a punto de afirmar que el verde posee casi en exclusividad la patente del prefijo Re (otra vez, de nuevo, hacia atrás) en combinación con el elemento ecer”, que indica un proceso o una acción en marcha y le concede su calidad de verbo.

    Vaya, puedes emblanquecer o enrojecer, pero no reblanqueces o rerojeces. Simplemente te tornas blanco o rojo, sin que el lenguaje le otorgue a dichos colores la posibilidad de resurgir o retornar.

    Peor aún para colores como el amarillo o el anaranjado, quienes ni siquiera pueden presumir una expresión que indique su predominio. Te puedes tornar amarillento pero no enamarillas ni reamarillas, ni siquiera cuando padeces una hepatitis recurrente o tu hígado de alcohólico te empieza a cobrar factura por tantísimos tanguarnices.

    Cierto, el negro comparte con el verde el prefijo Re en la palabra renegrido, pero obvia decir que la expresión podría ser incluso antagónica a reverdecer. Lo renegrido es algo que se torna de un color negro aún más intenso o pronunciado y que en cualquier caso se asocia a decrepitud, corrosión o decadencia.

    El verde en cambio se quedó en exclusiva con un verbo que es sinónimo de renovarse, tomar nuevo vigor o simplemente volver a la vida. 

    En plan de aguafiestas también podría dejar sentado que la invasión del verde no siempre es bella para el ser humano. Una tortilla o un pan que se tornan verduzcos han dado entrada a una colonia de hongos y un rostro humano verdoso no suele ser lo más sano del mundo, pero en esos casos no se puede decir que reverdezcan.

    En cualquier caso, reverdecer es un verbo ideal para frasecitas de motivación. La idea de poder volver a vivir o recuperar la lozanía perdida es una añeja seductora

    En ese sentido apelamos al ciclo de vida de las plantas para tratar de apropiarnos por enésima vez del mito de una fuente de la eterna juventud. “Viejos los cerros y todavía reverdecen”, es un dicho muy socorrido por quienes queremos arrancar vestigios de juventud perdida.

    Posiblemente la irrupción literaria más antigua de la expresión  reverdecer se remonte al Antiguo Testamento, cuando la seca vara de almendro que utilizaba Aarón, hermano de Moisés, reverdece y se cubre de flores por milagro divino. De hecho los versículos bíblicos están llenos de referencias a árboles que se vuelven a cubrir de hojas.

    La capacidad de reverdecer es algo que envidiamos al reino vegetal, pues a diferencia de los animales, que no rejuvenecemos, tenemos la percepción de que un árbol adquiere nueva vida y luce joven cuando se vuelve a cubrir de hojas. 

    Nada nuevo bajo el sol. Después de todo, la machacadísima obsesión de Fausto, Dorian Gray, Melmoth o la condesa Bathory nos toma por asalto una y otra vez. No nos resignamos a caducar y nos aferramos a ser un árbol o una colina que cada primavera se vuelve a cubrir de verde.

    Paradójicamente, escribo estas palabras en el penúltimo día de febrero, a las puertas de la primavera, inmerso en las poquísimas semanas en que nuestro entorno bajacaliforniano en verdad reverdece. 

    Habito en una zona árida en donde el agua suele brillar por su ausencia la mayor parte del año. Nuestra temporada de lluvias, (si es que temporada se le puede llamar) se limita al invierno y el único periodo del año en que nuestras colinas y llanos reverdecen, es en las últimas semanas de febrero y las primeras de marzo. El verde dura muy poco por estos rumbos y la única certidumbre es que para mediados de mayo habremos recuperado nuestro tradicional color parduzco y amarillento en donde el único verdor lo aportarán las cactáceas.

    Sin embargo, el reverdecimiento del microcosmos y la inminencia de la primavera por venir, cumplen con aportarnos la sensación de un renacimiento.

    Tampoco me pasa desapercibido el hecho de estar reflexionando sobre la palabra reverdecer cuando estoy a menos de dos meses de cumplir cincuenta años de edad. 

    Tal vez sean viles estereotipos o condicionamientos culturales, pero hay edades que marcan un umbral.

    Entre los mil y un proyectos danzantes en la pista de mi procrastinante cabeza, está la escritura de un ensayo sobre los quiebres o los giros radicales que trae consigo la cincuentena.

    Al momento en que decide convertirse en caballero andante, Alonso Quijano tiene 50 años. Su pachorra vida de hidalgo pueblerino da un giro radical cuando se monta en Rocinante y sale a los caminos de La Mancha a desfacer entuertos.

    Cuando Walther White se asocia con Jesse Pinkman y cocina sus primeras dosis de metanfetamina azul a bordo de una casa rodante en medio del desierto, acaba de cumplir 50 años. Su estacionaria vida de profesor preparatoriano que por las tardes trabaja en un autolavado, girará 180 grados de un día para otro cuando se las tenga que ver con el Tuco Salamanca y la mafia de Nuevo México.

    También Harry Haller, el Lobo Estepario, tiene 50 años cuando conoce a Armanda, los mismos 50 que se le atribuyen a Fausto cuando conoce a Mefistófeles, justamente en el primer día de primavera.

    Si le hacemos caso al Quijote, a Breaking Bad y a El Lobo Estepario, la conclusión es que cuando uno arriba a la cincuentena desemboca en una encrucijada y surge el impulso vital, acaso el último de nuestra vida, de dar un gran salto y emprender una acción radical. 

    La mitad del camino de nuestra vida de la que habla Dante en su Comedia ha quedado muy atrás. Atendiendo a la estadística y al promedio de vida humano en el Siglo XXI, los 50 significan tres cuartas partes del camino y la única certidumbre, es que el día de nuestro nacimiento queda ya mucho más lejos que el día de nuestra muerte.  Los cincuentones hemos dejado atrás el último vestigio de verano para instalarnos de lleno y sin cortapisas en el otoño.

    ¿Hay posibilidad de reverdecimiento para las otoñales anatomías? En cualquier caso la operación corre elevados riesgos de caer en el ridículo, pues el hombre maduro que se aferra a reverdecer muy a menudo acaba convertido en rabo verde.

    Hay quien dice que el origen del raboverdismo se remonta a la mitología griega en la descripción del viejo barquero Caronte, que pese a su edad milenaria, conservaba extremidades y órgano color verde. En la antigüedad ser rabo verde no era un estigma ridículo, sino una virtud. Un ser vivo que pese a su avanzada edad conservaba la lozanía y el vigor sexual. Siglos después, la novela picaresca y las caricaturas de Posada se encargaron de ridiculizar al viejo verde. La calentura desentona en un cuerpo maduro. Ese sí que es un verdor terrible (con perdón de Benjamin Labatut).

    Por lo que a mí respecta, cuando la cincuentena irrumpió en el horizonte como una isla siniestra, también experimenté la tentación de romper y desafiar mis límites y darle un cuchillazo a la corrosión de la pachorra. A falta de un Juan Palomeque que me armara caballero andante y ante el exceso de competencia de fabricantes y vendedores de metanfetamina que hay por estos lares, preferí no emular a Quijano o a White y no se me ocurrió nada mejor que irme al desierto bajacaliforniano  y atravesarlo a pie desde el Océano Pacífico hasta el Mar de Cortés. 

    Una helada lluvia invernal al amanecer fue nuestro banderazo de salida en Playa Altamira, al sur de San Quintín. Nos aguardaban 110 kilómetros a través del Valle de los Cirios.

    Tal vez para los adictos al senderismo sea pan comido, pero cuando  yaces instalado en la burguesa comodidad, dormir cuatro noches congelantes en una tiendita de campaña y cagar bajo la lluvia en una letrina es un buen chicotazo a tu limbo estacionario.

    Narrar las incidencias y detalles de ese peregrinaje es tema central de otro texto. Por lo que a este ajolote prosístico respecta, lo que nos convoca es el verbo reverdecer y hacia allá vamos retornando.

    De pronto, en medio de mi travesía peatonal, me vi rodeado por decenas de miles de cirios y cardones. El cirio (Fouquieria columnaris), pertenece a la familia botánica Fouquieriaceae y es una especie endémica de Baja California. Fue el misionero croata Fernando Consag quien la bautizó como cirio en 1751. Llegan a medir entre 18 y 20 metros de altura y suelen vivir bastante más de un siglo. Pueden pasar hasta cinco años sin agua, pues les basta la humedad de la neblina para alimentarse. 

    ¿Los cirios reverdecen? No exactamente.  Florecen en agosto y septiembre, sus flores son pequeñas con corolas amarillo-crema; tienen una fuerte fragancia a miel y producen néctar dulce. Han sido reportadas 15 especies de abejas que rondan entre sus flores.

    Ni hablar de los cardones. Su primer brazo les brota cuando tienen 75 años y se han documentado ejemplares que llegan a vivir más de tres siglos. ¿Se puede hablar de reverdecimiento entre cirios y cardones? Ni siquiera en las más prolongadas sequías llegan a ser marrones y en medio de la supremacía amarillenta del desierto, sus tallos son la única resistencia del verde.

    Pensé entonces en la insignificancia de mis 50 años frente a aquella aferrada y desértica eternidad. Tal vez sea exagerado afirmar que son exactamente en los mismos cardones que contemplaron Kino y Consag, pero estoy seguro que a mi alrededor había cirios que vieron a pasar a Fernando Jordán y su muñeca a bordo del viejo jeep.

    No sé si tengo vocación de cirio o cardón, pero me queda claro que aunque nací en abril, no fue mi destino ser un cadáver primaveral, pues estoy por doblar los míticos 27 de Jim, Janis, Amy y compañía. En todo caso me identifico con el zalate, capaz de chupar néctar de la roca y beatificarse en terquedad al filo de la barranca. 

    Dejen el falso reverdecimiento para quienes se inmolan a cuchillo desenvainado en el altar de sacrificios de la liposucción y la rinoplastia. A mí por ahora me ha bastado por caminar el desierto peninsular.

    No sé si algo en mí reverdeció, pero les juro que cuando el azul del Mar de Cortés destelló frente a mis ojos en la línea del horizonte, experimenté algo muy parecido a eso que llaman éxtasis. Una reverdeciente euforia.

    Tal vez el primer día de la primavera me venga a visitar Mefistófeles con un contrato de reverdecimiento, pero sospecho que lo dejaré esperando. 

    A la vuelta compa.

     DSB

    Rosarito, B.C. 29 de febrero 2024 


    Daniel Salinas Basave

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