domingo, abril 28, 2024
    Mi vida como cinta de Moebius

    Tanya Huntington

    Todavía me acuerdo de estar sentada en la sala de espera de un aeropuerto texano, lista para abordar mi vuelo de conexión. Era el año 1991. Acababa de graduarme de la Universidad de Minnesota como licenciada en Teatro y Letras Hispánicas con una tesis sobre Pedro Páramo. Había vivido un año en España, pero nunca había pisado tierras mexicanas. Me lanzaba ahora a ese gran punto ciego con un plan elemental de inscribirme a la maestría de Literatura Comparada de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Aunque contaba con el apoyo de mi novio en aquel entonces —un joven mexicano que había conocido en la Fundación Ortega y Gasset—, lógicamente estaba aterrada. Ya era adulta y me tocaba hacer mi camino en el mundo.

    Mi historia con México, que comenzó con ese lanzamiento surrealista al viaje y a lo desconocido, sobreviviría mi propia transición de soltera a casada, de casada a madre, de madre a divorciada, y de allí a ciudadana naturalizada. Todos estos estados civiles fueron etapas que pasaron por el filtro de una mexicanidad cada vez más elaborada y que me ayudaron a perder el miedo. A mediados de los noventa, cuando la UNAM se fue a una huelga que parecía interminable y el país se sumergía en la tremenda crisis política y económica, volví a los Estados Unidos para terminar mis estudios bajo la tutela de José Emilio Pacheco, entre otros maravillosos profesores que resultarían fundamentales para mi comprensión cada vez mayor de lo mexicano. Después de ese paréntesis, asqueada por varios de los males arraigados en mi país de origen, desde las guerras inventadas hasta los francotiradores psicópatas, volví a un México en plena transición a la democracia. En total, a estas alturas, resulta que he vivido la mitad de mi vida aquí, lo cual se presta a algunas reflexiones acerca de una especie de dualidad, gringa vs. chilanga, dentro de mi trayectoria: cada mitad está representada oficialmente por uno de mis dos pasaportes. 

    No soy una persona religiosa, pero creo en la exigencia filosófica de autoexaminarse continuamente. De allí, he reflexionado a menudo sobre la manera en que lo bicultural, bilingüe, binacional implica la existencia de dos «yos» que, aunque tienen el mismo peso, no son iguales. Es más, pueden resultar radicalmente distintas, o hasta contrarias. 

    La gran hazaña para mí consiste en lograr que, en tanto artistas, la Tanya anglo y la hispana no se conviertan en doppelgängers. Que en lugar de perseguirse de manera destructiva, estas dos mitades puedan mirarse a través de aquel espejo mágico que es el umbral de la creatividad y. de alguna manera complementarse o mejor aún, liberarse de las ataduras de las expectativas categóricas, familiares o sociales, bajo las cuales nacemos. Esta última posibilidad me atrae particularmente, dado que siempre me he sentido más cómoda dentro del terreno de lo heterogéneo. De hecho, en cuanto a mi propia obra, nunca he querido discriminar demasiado entre lo plástico y lo textual, lo performativo y lo voyeurista. Soy incapaz de priorizar la pintura sobre la escritura, el escenario sobre el hogar, etc. Todo lo que hago tiene su peso y su importancia; en todo hay que esmerarse, en todo puede uno deleitarse. De allí que mi propia praxis consiste en alternar constantemente entre una y otra, pasando la batuta entre la anglo y la hispana. Como si hacer arte fuera equiparable a hacer una cinta de Moebius para lograr con un giro y un poco de cinta adhesiva que los dos lados contrarios fluyan para volverse uno solo y formar así un circuito continuo en lugar de una división maniquea.

    Volviendo a aquel primero de lo que resultarían ser muchos vuelos a México, recuerdo que me tocó estar sentada al lado de un hombre mayor que intentaba ligarme, a pesar del par de audífonos Walkman que traía puestos como mecanismo de defensa. Ya no me acuerdo del color de su traje o el diseño de su corbata, pero tenía el aspecto inconfundible de lo que aprendería después a reconocer como «funcionario priísta». Me preguntó mi nombre, le contesté. Mientras subía el volumen de mi mixtape (otra variante de cinta Moebius), lo oí preguntar con la confianza socarrona de quien cree que está siendo ingenioso, «¿Tania, como Tania Libertad?» Asentí con una especie de mueca, sin mostrar los dientes, antes de voltear a la ventana y fijar la mirada en el paisaje que se iba introduciendo por primera vez a mi mirada en un maravilloso despliegue orográfico, culminando con la inmensa mandala, caótica y dorada, del Distrito Federal de noche. Tenía veintiún años. Sabía desde entonces lo que era el arrojo, mas no había probado la libertad. 

    Ahora, varias décadas después, me encuentro (entre otras cosas) escribiendo sobre autores anglos que buscaron un refugio temporal o bien más duradero en México. He podido identificarme con distintas facetas de los movimientos a los cuales pertenecieron y las distintas formas de libertad que ensayaron aquí. He intentado cultivar la atención al detalle de Fanny Calderón de la Barca en sus cartas a parientes y amigos durante la época de Santa Anna, mas no su aversión ridícula, por ejemplo, a frutas como el mamey o el aguacate que, según ella, sabían a mantequilla; o sea, a nada. He admirado la valentía sin par de Leonora Carrington a través de sus Memorias de abajo —considerada la primera crónica hecha en primera persona que cuenta con detalle la experiencia de un brote de locura—, dictadas primero en francés desde una mansión abandonada (ahora la embajada rusa), donde ella y otros refugiados europeos vivían como paracaidistas mientras buscaban un techo más permanente. Me ha embelesado la posibilidad de escaparse de ese sueño americano convertido en pesadilla que tanto anhelaban escritores beat como Jack Kerouac, quien escribía a máquina sus Mexico City Blues desde un cuarto de azotea no muy lejos del departamento donde vivo. He tratado de evitar la mirada juzgona e ignorante de ciertos autores que denomino mentalmente haters, como por ejemplo Aldous Huxley en su infame Más allá del golfo de México. Últimamente, me ha asombrado la proeza de Lucia Berlin de crear avatares que resultan extranjeras en todas partes, sin exotizar demasiado el paisaje cuando resulta, por azares del destino, ser mexicano. Y puedo decir que aunque como todos debo atenerme a las constricciones que implica la vida adulta con sus múltiples responsabilidades, gracias a la cultivación de mi mitad mexicana me siento más libre.

     


     

    Tanya Huntington (EUA, 1969). Artista, escritora y teatrera binacional, es Jefe de Redacción y columnista de la revista bilingüe Literal: Voces latinoamericanas. Sus obras publicadas más recientes son Vidas sin Fronteras (Alfaguara, 2019) como ilustradora, y el poemario Solastalgia (Almadía / Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2018) como autora. Doctora en letras latinoamericanas de la Universidad de Maryland en College Park, enseña un curso de Poesía y Diseño en CENTRO. Además, ha colaborado en programas de televisión y radio públicas sobre la cultura y el arte, tales como PuntoDoc en TV UNAM, El Letrero y ReVerso en el Canal 22 o Lo Sonado en Radio Horizonte, una estación del IMER. Ha ganado primer lugar en la Bienal Internacional de Radio en dos ocasiones (2006 y 2010). Su obra plástica ha sido exhibida tanto en EUA como en México, y seleccionada por foros de prestigio tales como la Bienal de FEMSA y la Bienal de Pintura Rufino Tamayo. Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte bajo el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) durante el ciclo 2019-2021.

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