miércoles, octubre 9, 2024
    Ser librera

    Ruth Castro

    Comencé a trabajar en una librería cuando tenía 16 años, pero fui “librera” desde mucho antes.

    Una de las escenas que mi familia recuerda con gracia es donde estoy a los 5 o 6 años, sentada en el piso de la sala, leyendo en voz alta a muñecas y monos de peluche que forman un círculo a mi alrededor (sí, a esa edad ya leía bien, aunque para otras cosas fui muy lenta). Yo misma recuerdo esas reuniones, y las voces que hacía cada uno de los participantes en los comentarios de lo que leía(mos).

    La segunda que recuerdo y, por supuesto, que rememoran en mi casa, es en la que yo aparezco, de entre 6 y 7 años, con un librito de fábulas bajo el brazo y les pregunto a los adultos si quieren que les lea algo. Al principio les fue curioso y hasta motivo de orgullo, pero después me alucinaron y no sabían cómo deshacerse de mí, porque leía el cuento en voz alta, luego preguntaba si le habían entendido, después lanzaba mis interpretaciones y, suponiendo que lo disfrutaban igual que yo, les decía que podía leerles un segundo, un tercero, hasta el infinito. Mi abuelo era el que más aguantaba, pero en un momento decía, “mija, voy a dormir una siesta, luego me sigues leyendo”. Los demás, literal, huían.

    La otra anécdota que solo yo recuerdo bien (porque lo hice a escondidas) tiene que ver con todos los libros que mi padre dejó en casa tras el divorcio, pues desde los 10 años fui desapareciéndolos porque se los vendía al señor de los libros usados, sobre todo aquellos que a mí no me interesaban para nada porque me resultaba muy aburrido que en los títulos hubiera palabras como marxismo, leninismo, comunismo.

    Para mí, la diferenciación entre trabajar en librerías y ser librera radica en varios aspectos y por eso he elegido esos tres recuerdos. Digamos que laborar en muchas librerías desde mi adolescencia me formó en distintas áreas que son imprescindibles para entender el mercado del libro: atención al cliente, ubicación de libros, acomodo por temas, editoriales o alfabéticamente, mesa de novedades, realizar pedidos, devoluciones, tramitar cortes, y un largo etcétera. Sin embargo, fue el gusto por leer y compartir lo que propició en mí el oficio de librera, como cuando niña quería leerles a todos de eso que tanto disfrutaba (aunque entonces no identificaba cuándo y cómo hacerlo).

    Quienes tenemos librerías independientes somos, de entrada, lectores, y muchas veces escribimos, editamos libros, damos talleres, contamos cuentos, somos gestores culturales. El interés por tener un espacio en el que se vendan libros procede del interés por difundir, comentar y socializar el contenido de éstos. Entendemos, además, la importancia del objeto-libro en sus distintas dimensiones. Esto es, respetamos una cadena de producción que va desde el tiempo que le llevó a un/a autor/a investigar y escribir, pasando por la corrección, la edición, el diseño, la impresión, la difusión, la distribución y una larga lista de colaboradores. Y entendemos el papel que jugamos en esta cadena: recibir esos objetos en nuestros espacios, limpiarlos, cuidarlos, leerlos, ubicarlos para ser el puente entre ellos y los lectores, para recomendarlos de muy variadas formas: directamente con los clientes y amigos, en reseñas, en redes sociales, o en las diversas actividades que llevamos a cabo, propiciamos o apoyamos en torno a ellos en nuestros espacios.

    Por otra parte, y volviendo a mí en particular, aprecio la escritura en los libros (impresos, sobre todo), porque la lectura se ofrece como una experiencia completa que no nos da quizá ningún otro artefacto meramente visual. Esto es, al leer el cuerpo recibe información de modo relacional, no solo como la decodificación visual de letras, sino en relación con los demás sentidos (la textura, el olor), en relación emocional (a quien nos recomendó, habló de tal o cual autor/a o a quienes nos recuerdan lo leído), en relación a otras lecturas o conocimiento previo (es decir, a la memoria), lo que permite también la relación sináptica de nuestras neuronas. Estas relaciones se integran en una sola experiencia significativa de lectura. Dan al cerebro y al cuerpo la capacidad, y con el tiempo, como un músculo más, la habilidad de pensar así, de modo relacional, de desarrollar el pensamiento crítico. ¿Y para qué sirve eso? No se trata de querer formar intelectuales (sea lo que signifique eso), a mí me interesa como una herramienta que nos ayude, más que nunca, como comunidad y como sociedad, a sobrevivir, a imaginar y hacer un futuro menos individualista, consumista, devastador, cruel, como en el que ya vivimos.

    Hace días leí un artículo de Jorge Carrión (The New York Times, 25 de octubre de 2020) en el que expresaba la necesidad de “privilegiar la docencia presencial, la lectura de libros físicos, la existencia de librerías, cines y otro contextos analógicos”, ya que estas experiencias, dice, “no son solo intelectuales, también implican a los sentidos y a las emociones”. Carrión habla, sobre todo, del papel que juega la memoria, y amante como es, de las librerías pequeñas e independientes, dice también: “porque los libreros y los letraheridos sabemos que, al igual que la calidad del papel o la tipografía, influyen en la lectura, la bolsa o el papel de regalo son importantes para recordar el contexto en que un libro llegó a tu vida. Que todo proceso de conocimiento es una cadena de memoria y sentido”.

    Esto viene a cuento luego de repasar lo que nos ha tocado vivir este año, en el que los encuentros digitales, si bien acortan distancias, pierden algo esencial: sentirnos (en la acepción de sentidos y sentimientos), y cómo ese sentirnos nos ayuda a ubicar desde la memoria las experiencias con los otros/as, y precisamente, relacionarlo con lo aprendido. Y hablando de relaciones, esto me habla a mí de lo que sigue significando, día a día, mantener un proyecto de librería que es café y es foro y es centro cultural y metafóricamente es tantas cosas. Seguir apostando por la idea de que en algún momento volveremos a reunirnos, para leer, vernos a los ojos, reír, abrazarnos y seguir compartiendo y, sobre todo, mediar lecturas, pues no concibo otra forma de ser librera.


    Ruth Castro. (1981, CDMX/Torreón). Escribe, edita y hace gestión cultural en literatura y promoción de la lectura. Licenciada en Lengua y Letras Hispánicas por la Universidad Veracruzana. Ha sido directora de librerías, coordinadora editorial y de literatura a nivel municipal y estatal en distintas administraciones. Actualmente es bibliotecóloga en el Museo Arocena (2017-a la fecha). Fundadora y editora de El Astillero Libros. Coordina un círculo de lectura feminista y laboratorio de escritura desde el 2016.