martes, octubre 15, 2024
    Fragmento de <i>Sentido humano: la palabra en Alfonso Reyes</i>

    Alberto Enríquez Perea

     

    Una feliz coincidencia sucedió en la primavera de 1889. En el Sur de Nuestra América, en Vicuña, nació Gabriela Mistral; y en el Norte, en Monterrey, Alfonso Reyes. Sur y Norte o Norte y Sur, dos polos de nuestra América, pero no distantes, sino cercanos, a pesar de la geografía. O justamente por la geografía tan diversa, mineral y vegetal, de grandes cordilleras, de monumentales y majestuosos volcanes, poblada por humildes cerros erosionados y desiertos pintorescos, llena de lagunas dulces y saladas, bañada por los costados por hermosos, furiosos y apacibles mares verde-jade, ocre-gris, no siempre azules. Todo esto mosaico americano hace posible la unidad en propósitos, ideales y esfuerzos comunes.

    Doña Gabriela era del mes de abril, del día siete. Don Alfonso, de mayo diecisiete. Cuarenta días fueron la diferencia en edades, pero no en intereses intelectuales, culturales, educativos. Cada uno empezó su educación en sus pueblos natales. La joven Gabriela optó por el magisterio. El joven Reyes por el derecho. La maestra chilena empezó esa cautivadora y fascinante profesión y Reyes hizo lo mismo. Empero, la maestra se acercaba a los niños y el maestro a los obreros. Doña Gabriela empezó a escribir poesía y don Alfonso lo mismo. Y, sin embargo, ninguno de los dos dejó la prosa aunque el joven mexicano pronto se convirtió en un gran escritor y a los 22 años tenía su primer libro, Cuestiones estéticas. En cambio, doña Gabriela, su primer libro de poesía lo tuvo más tarde. Cada uno de ellos hizo su propio camino en un asunto que tanto les preocupó e interesó: América. Y cada uno de ellos creó su propia historia de su americanismo.

    Para fortuna de México, doña Gabriela Mistral estuvo por primera vez con nosotros en 1922, invitada por José Vasconcelos, que fue fundador y primer secretario de Educación Pública. Por el contacto que tuvo la educadora y poeta chilena con el pueblo de México, con su tierra, con su gente, nació su americanismo. Además, en México había un ambiente americano que se sentía honda y profundamente desde que se cimbraron y resquebrajaron los cimientos del régimen de Porfirio Díaz.

    En los años que don Venustiano Carranza fue Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, primero; después, presidente de la República, no sólo rondó la idea americana sino el presidente de México quiso que los pueblos de América supieran que este México Nuevo, el de la Revolución Mexicana, deseaba más que nunca la unidad de los pueblos americanos para hacer frente a las intervenciones armadas de los países poderosos y hacer realidad las aspiraciones de progreso económico, cultural y político en nuestras naciones. 

    Otro paso importante fue cuando Álvaro Obregón llegó a la presidencia de la República y nombró primer secretario de Educación Pública a José Vasconcelos: el americanismo siguió el mismo camino recorrido por Carranza. En este ambiente americano que se respiraba en México coincidió con la aparición en Revista de Revista del poema de Gabriela Mistral intitulado “El grito”, en los primeros meses de 1922, y vuelto a publicar en Repertorio Americano, del benemérito Joaquín García Monge, en San José de Costa Rica, justo en el año de la llegada de Mistral a tierras mexicanas. Este era el grito americano con todo el sello mistraliano:

    ¡América, América! ¡Todo por ella; porque todo nos vendrá de ella, desdicha o bien! 

    Somos aún México, Venezuela, Chile, el azteca-español, el quechua-español, el araucano-español, pero seremos mañana, cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no más que un anhelo.

    Como educadora, como maestra en su natal tierra, primero; y después, de los pueblos hispanoamericanos y estadounidense, sabía de la importancia de la labor del maestro en la escuela, en las aulas, en el educando. Por eso dijo:

    Maestro: Enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de conocimiento. Divulga la América, su Bello, su sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de la Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano extraño, y además, caduco, de hermosa caduquez fatal. 

    Descubre tú América. Haz amar la luminosa meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la perla en el Caribe, cómo se puebla de blanco la Patagonia.

    En el caso de don Alfonso, su interés americano venía de más lejos, de sus años preparatorianos, cuando un grupo de jóvenes pelaba por la educación laica, contra las momias que querían enlodar las figuras santas del laicismo. Años eran estos que llegaban a México intelectuales y políticos de esta América que sufrían una vez más la espada y la cruz. México los acogió como siempre lo ha hecho, no obstante que siempre haya opositores a esa buena voluntad de abrir las puertas de la nación mexicana.

    En el ocaso del porfirismo nació por primera vez la idea americana en el joven Reyes. Pero un largo y trágico paréntesis no le permitió afinar su idea. Era muy grave lo que le pasaba. Era la época que al Benjamín de la familia no se le permitía ni se consentía que diera una ligera opinión sobre asuntos de “hombres mayores”. Y, sin embargo, este joven, con claridad meridiana veía y presentía tiempos políticos nada favorables para su padre, don Bernardo Reyes. Y así fue. La tragedia que presentía y que quiso evitar el joven Alfonso finalmente sucedió. El 9 de febrero de 1913 cayó su padre y quedó herido de muerte para siempre.

    Por no prestarse a las sucias maniobras del dictador Victoriano Huerta, en las que cayó su hermano Rodolfo, se hizo nombrar funcionario de la Legación de México en Francia. Y para allá se fue después de obtener el grado de licenciado en derecho con una tesis que no ha sido suficientemente estudiada, la Teoría de la sanción. Cumplida esta parte de su vida escolar, con su esposa e hijo en brazos, salió por el Puerto de Veracruz rumbo al Viejo Mundo. 

    Un año después de su llegada a Francia, don Alfonso decidió trasladarse a España. Llegó a Madrid en el otoño de 1914. Cosa igual, parecida o peor se encontró en el ambiente español a pesar de los esfuerzos que hacían destacados españoles que no olvidaban América o la idea que tenían de América que no siempre era la más justa ni la más fidedigna. A estos españoles Reyes buscó y en muchos casos le dieron su amistad y trabajo en los centros de investigación, diarios y revistas en donde colaboraban o dirigían, como José Ortega y Gasset o el Centro de Estudios Históricos de Ramón Menéndez Pidal.

    Fue en estos años de estancia en España donde germinó y floreció la idea ya expresada años antes en México: el de la inteligencia americana. También, don Alfonso tuvo una nueva tarea que atender al devolverle su antiguo nombramiento diplomático: representar a México. Y fue por estos años cuando llegó la primera carta que se conoce de Gabriela Mistral a Alfonso Reyes, 1924, y el primer envío de una obra suya, Lectura para mujeres (1923), que fue realizada por encargo de Vasconcelos, para las escuelas de México.

    En esta carta hay dos ideas de doña Gabriela que vale la pena señalar. La primera, la importancia que tiene la recopilación o compilación de textos. Para Mistral, este es un gran esfuerzo que debe tener un objetivo: renovar los libros dándole “sentido de belleza y selección”. La recopilación por lo tanto no es juntar por juntar sino que hay el noble propósito de dar al público un material selecto y bello. Y segundo, la maestra chilena eligió por esas características anotadas un fragmento de Visión de Anáhuac y un pequeño artículo intitulado “La sonrisa”, de Alfonso Reyes: “La sonrisa es la primera opinión del espíritu sobre la materia. Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios”. 

    En cuanto al pequeño gran libro de Reyes, estos párrafos:

    El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos agria seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebran enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un otoño perenne.

    La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos; el valle de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en plástica rotundez. 

    Nuestra naturaleza tiene dos aspectos opuestos. Uno, la cantada selva virgen de América, apenas merece describirse. Tema obligado de admiración en el viejo mundo, ella inspira los entusiasmos verbales de Chateubriand. Horno genitor donde las energías parecen gastarse con abandonada generosidad, donde nuestro ánimo naufraga en emanaciones capitosas, es exaltación de la vida a la vez que imagen de la anarquía vital: los chorros de verdura por las pampas de la montaña; los nudos ciegos de las lianas, toldo de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban la fuerza de pensar; bochornosa vegetación; largo y voluptuoso torpor, al zumbido de los insectos. ¡Los gritos de los papagayos, el trueno de las cascadas, los ojos de las fieras, le dard empoisonné du sauvage! En estos derroches de fuego y sueño-poesía de hamaca y de abanico, nos superan seguramente otras regiones meridionales.

     


     

    Alberto Enríquez Perea

     

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