sábado, abril 27, 2024
    Brevísimo inventario de miedos para la ocasión

    Rodrigo Pérez Rembao

     

     

    I

     

    Durante la década de 1980, la ciudad de Chihuahua estuvo llena de antenas parabólicas que bajaban señales de televisión desde la órbita geoestacionaria. Lejos todavía de la época en que se popularizaría la transmisión de contenidos vía streaming, tener uno de estos armatostes en la azotea (medían cerca de dos metros de diámetro) era la opción para que el entretenimiento en casa fuera más allá del raquítico catálogo de la televisión abierta. 

    Así veía con mi papá los partidos de los Dodgers, cuando Fernando Valenzuela tenía a todo México expectante, y veía también, solo, películas que no podía disfrutar en el cine por ser menor de edad. Tal vez en otra ocasión hable sobre esas que respondían a mis inquietudes hormonales de prepúber, ahora me enfocaré sólo en las que me hacían dormir con la luz prendida. Corrijo, me voy a referir a una de esas películas en específico: Poltergeist, escrita y producida por Steven Spielberg. 

    Su estreno en cines mexicanos fue a finales de 1982, bajo el título de Juegos diabólicos, bastante más espeluznante que el original. Yo, que para entonces tenía sólo nueve años, la vi meses después en casa, a escondidas de mis papás. No llevaba ni la mitad, cuando ya me había arrepentido. La idea de que mi casa fuera invadida por espíritus malignos que usaran la televisión como puerta de entrada me dejó perturbado. Además, mi imaginación me hacía ver aquí y allá al maldito payaso que Robbie y Carol Anne tienen en su habitación, y en un momento de la película cobra vida para aterrorizarlos. Criado desde la moral punitiva del catolicismo, ese era el tipo de películas que me daban pavor de niño: “las del diablo”.

     

    II

    Luego crecí y, entre otras cosas, dejé de creer en diablos e infiernos. O dejé de creer que eran como me los habían descrito en el catecismo, más bien. A punto de salir de la universidad, por ejemplo, mi infierno era la incertidumbre, y Reality Bites, una película de terror que en esos tiempos sentí más amenazante que Poltergeist

    Dirigida por Ben Stiller y protagonizada por una encantadora Winona Ryder de 23 años, con Ethan Hawke como coestelar, La dura realidad se estrenó en México a principios de 1994, cuando me faltaban cuatro semestres para egresar de Comunicación. Esto viene a cuento porque la película –que luego se convertiría en un ícono de la Generación X– expone, justamente, las dificultades que enfrentan quienes dejan atrás el esplendor estudiantil para ingresar en los espinosos vericuetos de la vida adulta. “Soñaba con ser alguien a los 23”, dice entre lágrimas Winona, encarnando a la recién egresada Lelaina Pierce, frustrada por no encontrar un empleo acorde con sus ilusiones de cambiar el mundo. 

    Clasemediera, hija de padres divorciados e idealista desde una posición de privilegio, Lelaina y sus miedos me resultaron afines. Aspirante a escritor desde entonces, no me era fácil imaginar un porvenir venturoso. Me inquietaba, como a ella y a sus amigos, el riesgo de fracasar y terminar haciendo algo que me disgustara, o peor, algo con lo que ni siquiera pudiera estar de acuerdo. Claramente, la película no fue el bálsamo que necesitaba en ese momento.

    Aunque desde la lejanía que dan los treinta o cuarenta y más años tendamos a pensar que los veinte fueron plena felicidad y satisfacción, la realidad es que, mientras se está ahí no es fácil capotear lo que toca. El futuro asusta, amén de lo que diga la memoria selectiva, incluso a edades en que los buenos augurios parecen venir incluidos en el paquete.

     

    III

    Con experiencia de sobra para saber que los miedos aumentan y se recrudecen con el tiempo, y después de haber lidiado con infinidad de ellos, me encontré, muchos años después, con Nuevo orden, película dirigida por el mexicano Michael Franco. Ya en 2020, con una pandemia en apogeo y 47 años a cuestas, sentí que era de lo más perturbador que había visto en pantalla.

    Ganadora del Gran Premio del Jurado del Festival de Venecia, la cinta generó mucha controversia y críticas dispares en nuestro país. Algunos, con quienes discrepo, la consideraron clasista y hasta aporofóbica. Es curioso cómo a los vigilantes de lo políticamente correcto les ha dado, últimamente, por censurar libros, películas y otros contenidos, asumiendo que promueven lo que exponen. 

    Para mí, Nuevo orden fue como un mazazo en el parietal. Tanto se habla sobre las terribles condiciones de desigualdad que prevalecen en el país, que parece que ya nos acostumbramos. Y es ahí donde radica el horror. Según cifras de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, elaborada por el Inegi, el ingreso de los hogares más ricos de México es 16 veces más alto que el de los más pobres. 

    En esencia, el planteamiento de la película es que un día se desata una rebelión en el país. Se trata de un feroz ataque a cargo de los sectores más desfavorecidos de la población, contra quienes ostentan el poder socioeconómico, ese 10% de la población que concentra el 79% de la riqueza (según datos del Reporte Mundial de Desigualdad 2022).

    Son tales las circunstancias de este lado de la pantalla, que no es difícil entender lo que vemos en la ficción como una consecuencia obvia para la realidad. Basta un mínimo de conciencia social para salir del cine preguntándonos cómo es que eso no ha ocurrido aún. Sabemos que motivos no faltan. 

    Franco nos pone enfrente una historia cruda y despiadada, de la que no se puede salir ileso. Pero, ¿qué resulta tan inquietante de Nuevo orden? Por supuesto, nadie quiere siquiera imaginar lo angustiante que sería vivir un episodio de caos y violencia como el que muestra la película. Pero ese no es el único infierno con el que nos enfrentamos como espectadores. La historia duele y nos espanta porque, más allá de la trifulca, sabemos que subyace una abominable indolencia que reconocemos propia, y nos convierte en culpables. 

     

    IV

    A diferencia de lo que ocurría décadas antes, si alguien muere a los 50 años, mi edad, se dirá que partió joven. ¿Acaso es así como tendría que sentirse quien suma ya cinco décadas de existencia? ¿Joven? 

    Aunque actualmente la esperanza de vida en México es de 75 años, ¿quien podría alegrarse por los 25 que quedan –en declive, sobra decirlo–, antes que condolerse por los 25 que lo separan de su plenitud? Vortex, la más reciente fechoría de Gaspar Noé, es una película sobre esos últimos días, que parte el alma.

    Para salirse con la suya, Noé eligió a Françoise Lebrun (1944) y a Dario Argento (1940) como pareja protagónica. Ella (sin nombre, igual que su esposo) es una psiquiatra retirada que padece demencia y cada vez tiene menos control sobre sí. Él es un crítico de cine, de andar errático y con padecimientos del corazón, que está escribiendo un libro. Son viejos que rondan los ochenta años. También es parte de este drama Stéphane, hijo de ambos, quien debe tomar decisiones prontas y sensatas para proteger a sus padres de su propio deterioro. 

    “Sería mejor si yo estuviera muerta”, dice ella, en un chispazo de trágica lucidez, interrumpiendo una discusión que sostienen su hijo y su esposo sobre la pertinencia de que se vayan a vivir a un asilo. El hijo intenta convencerlos de que sería lo mejor. El padre, por supuesto, se niega a dejar la casa que han habitado “toda su vida”, pese a todos los inconvenientes.    

    Vortex tiene la particularidad de que casi todo el tiempo vemos la pantalla dividida en dos: él en un cuadro, ella en otro, como si cada quien viviera en su propio espacio, aunque estén sentados a la mesa, uno frente al otro; como si se tratara de dos soledades intentando acompañarse sin lograrlo. En dos planos los vemos aferrados a seguir siendo ellos mismos. Somos testigos de sus últimas maniobras de supervivencia.

     

    *****

    Pretextos para hablar de miedos, sobran, igual que para hablar de cine. Esta vez, un tema se sirvió del otro para tomar forma, y el resultado fue esta suerte de cuadríptico del terror. ¿Sólo cuatro películas y cuatro distintas manifestaciones del miedo? Sí, por ahora, al fin que pretextos para continuar seguirán habiendo.

     

     


     

    Rodrigo Pérez Rembao. (Chihuahua, 1973). Aunque es primordialmente cuentista, género en el que ganó el Premio Chihuahua 2018, con el libro Juego perdido, publicó también la novela Alguien se está muriendo (UACH, 2000), ha colaborado para innumerables revistas en México y ha escrito diálogos para telenovelas. Sus publicaciones más recientes, están en www.reflexionessinremedio.com

     

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