miércoles, octubre 9, 2024
    Selección de poemas de < <i>Infinito día</i>, de Cristina Rivera Garza

    Cristina Rivera Garza

     

    Líneas huérfanas

    Tal vez todo se deba a que, cuando empecé a escribir, lo hacía en una máquina Olivetti, Lettera 33, cuerpo gris y teclas blancas. Tal vez el hecho esté relacionado a que, en aquel entonces, el aspecto final de la cuartilla era siempre una sor- presa. Uno jalaba la hoja del extremo superior y, alas, después de ese angustiante chirrido del rodillo, ahí estaba, hecha a su manera, siempre inédita. Para los que sólo han escrito en la pantalla debe resultar impensable lo que se hacía en aquellos tiempos: uno empezaba a teclear y no había manera de saber, con anticipación, dónde iba a quedar, o si iba a quedar, la cita de pie de página, o cuándo se iba a cortar un párrafo. Así, por eso, debido a la sorpresa con que se terminaba a sí misma una cuartilla, quedaban tantas líneas huérfanas.

    Las líneas huérfanas siempre me hicieron sentir algo. Verlas ahí, tan solas, tan exhaustas, tan quién-sabe-cómo al inicio de una nueva hoja, me producía sentimientos encontrados. Enojo. Sorpresa. Rebeldía. Compasión. Era capaz de volver a “pasar a máquina” (como se decía entonces) toda una cuartilla, y de añadir dos o tres oraciones que poco o casi nada tenían que ver con el original, con tal de evitarlas. La de ideas que no se produjeron a último minuto, forzadas por este proceso artificial. ¡La cantidad de palabras de relleno también! El caso es que ahora que todo se puede predecir y medir con sólo presionar teclas que lo organizan todo automáticamente, las extraño. Ay, las huérfanas. Estos textos que empiezan donde deben y terminan donde ya está prescrito me producen un extraño desasosiego –ese estado no del todo desagradable y sin embargo muy molesto que se origina cuando las cosas son lo que se suponen que deben de ser. Nada tan aburrido, lo digo de todo corazón, como el deber ser que se honra a sí mismo a través de sus reglas. Nada tan decepcionante como lo esperado.

    Supongo que le debo a ese extraño desasosiego este ejercicio privado: tengo tiempo coleccionando líneas huérfanas en un Orfanatorio Privado. Sucede así: basta con que el párrafo se corte inesperadamente al final de una hoja-pantalla para que, con ayuda del cut&paste, vaya el raudo y feliz cursor a salvar a la línea huérfana como si estuviera a punto de ahogarse o de sucumbir. Esa línea (usualmente corta por cortada) va a parar entonces al Textual Orfanatorio —un archivo sin otro sentido más que el servir de refugio a mis líneas huérfanas. Sin padre, sin madre, sin perro que les ladre, sin sentido, sin victoria, sin heroísmo, sin final, sin para qué —todas ellas se liberan de la complitud textual, del pensamiento acabado, en un Orfanatorio verdaderamente precario.

    En honor a la imperfección. Para tratar de hacer una réplica del verbo, que sí existe, desembonar. Porque donde no hay grieta todo está completo y si todo está completo entonces no puedo respirar. Para recontextualizar y descontextualizar. Para honrar al residuo. Nada más porque sí.

    Las líneas huérfanas no encuentran en ese archivo ni so- siego ni sentido, pero pueden existir, en cuanto tal, sin traicionarse, ahí.

     

     

    De oficio epigrafista

    Pocas cosas menos inocentes en el mundo que colocar la escritura de otro al inicio de un texto. Por obra y gracia del epígrafe, el texto, que solo aparentemente nomológico, se manifiesta en su plena realidad de dialogo o de griterío. A través del epígrafe el autor acepta, ya consciente o ya inconscientemente, que el texto, en sentido estricto, le pertenece a otro. Extremista siempre, el epígrafe cuestiona la mismísima necesidad del texto. Para el epigrafista radical, de hecho, el texto no es más que un mero apéndice, una excrecencia opcional. 

    Sospecho que los epigrafistas son transcriptores de corto aliento o plagiarios sin ambición o caníbales gramaticales. El verdadero epigrafista, en todo caso, sabe de la devoción —esa cosa con dientes, esa máquina con filo. 

    Un epígrafe es una cita (en los dos sentidos más literales del término).

     

     

     

    Desmaterialización

    Quien escribe, por definición, no está.

    Quien escribe, de hecho, no quiere estar.

    Un súbito deseo de desmaterialización: escribir. Un deseo cumplido.

    Palabras como parapetos. La materialización del en-lugar-de.

    Quien escribe construye esquinas por las que alguien que está a punto de ser y de no ser da la vuelta. El ruido de los pasos. El fulgor de los talones.

    Quien escribe viva tras la niebla.

     

     

     

    Los lutos del yo

    Todo escrito personal —el diario, la bitácora, la autobiografía— no es más que un prolongado luto por esa versión del yo que, una vez escrita, yace sin vida dentro del alfabeto.

    La confesión que se quiere íntima y viva (viva en su propia intimidad) deja de serlo en el momento en que toca el lenguaje, el más social de nuestros lugares de encuentro: de ahí el duelo.

    El yo escrito es un réquiem.

    Mi blogspot es, en realidad, mi funeral.

     

     

    Lutos del tu

    Al leer los escritos donde yace difunto el yo, tu mueres la muerte del yo ajeno y la muerte del yo propio. Tú mueres por partida doble.

    El tu es un espejo donde se refleja las exequias del yo.

    Todo acto de lectura del yo es una transacción necrofilica.

     

     

     

    Mascara perfecta

    Cuando el párrafo es párrafo, en realidad es verso.

     

     

     

    Escribir

    Hay lugares a los que es necesario ir sola.

    Todo estorba en el camino —las uvas, el afecto, el subjuntivo, la lluvia, la conversación, el yo, el silencio, inclusive los libros.

    Uno nunca sabe cuándo exactamente se inicia el trayecto o hacia donde se dirigirá. Uno solo sabe a dónde iba en el momento de llegar.

    Luego es cuestión de estar.

    Luego es cuestiona de estar, inclusive y fundamentalmente sin uno mismo.

    Y, de regreso, son siempre validas aquellas palabras de Leonard Cohen: you go for nothing, if you want to go that for.

     

     

    Los libros, inverosímiles

    El aspecto más interesante de un libro siempre será su inverosimilitud.

    En el momento en que no puedo creer en el libro, es decir, cuando el libro no es ya una copia o una representación de lo real, cuando el libro no pretende atrapar la realidad sino escaparse de ella, en ese momento el libro se vuelve libro/ y entonces, en tanto libro, lo leo no para creerle sino para que me haga des-creer.

    El libro inverosímil trasgrede preceptos de inteligibilidad ajenos a si mismo o impuestos por un principio de realidad que es a la vez autoritario y temeroso. El libro inverosímil es, por eso y a menudo, ininteligible. Y lo es no por un afán principista de oscuridad ni por uno no tan secreto elitismo tardío, sino por la lúdica distracción o la rigurosa irreverencia que lo llevan a producir cosas increíbles.

    El libro inverosímil provoca un ah de desconcierto que en mucho se parece al ah del placer.

    El libro inverosímil real-iza lo que hasta ese momento era considerado como irreal. En este sentido, el libro inverosímil expande el sitio de lo posible y el horizonte de lo probable.

    Porque me hace cuestionar no solo lo que veo lo que oigo sino también lo que me permito ver y oír, el libro inverosímil es profundamente filosófico.

    Mal comportado e irrespetuoso, a menudo desaliñado, siempre con el gesto adusto o ligeramente burlón del descreído, el libro inverosímil es un invitado incómodo.

    El libro inverosímil es un verdadero pleonasmo.

     

     

     

    Libros con fractura

    Uno lo sabe nada más tocarlos. Son los libros que pican, pinchan, horadan, quiebran. Se trata de esos libros de los que uno, por más que lo desee, no puede separarse. Los libros a los que, en flagrante peregrinación, se sigue regresando. Uno los avienta contra la pared, con toda la energía que brinda uno de los pecados capitales que es la ira, o los coloca sobre el nochero con la cautelosa mirada del que espera la detonación de una bomba o la lenta emanación de un veneno usado, con todo éxito, en la guerra del Pérsico. No curan estos libros.

    No hacen la vida ni feliz ni llevadera ni fácil. Hieden. Causan pánico o comezón. Con frecuencia causan pánico o comezón. Los padres y los maestros y los bienpensantes y todos los miembros de la clase media con aspiraciones sugieren, con la vocecita esa de la racionalidad a toda prueba, con el susurro seductor de la era mercantil y la fordista e, incluso, la posfordista a cuestas, su desaparición, de preferencia inmediata. Son libros sin terapia semanal sin psicoanalista sin solución médica. Se trata de los libros que murmuran, solo cuando uno está a solas, en la esquina última de un cuarto que es uno mismo: cuida tu fractura: nútrela: expándela. Tu fractura es tu casa: tu tesoro: tu bien. Baja a tu fractura, ilumínala, sube hacia ella. Tu fractura es la letra.

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