lunes, abril 29, 2024
    Chanclas

    Iveth Luna Flores

     

     

    Bajé en chanclas a la tienda de la esquina y al entrar al lugar, un señor me miró de arriba a abajo, extrañado. Quizá fue la combinación de mi vestido blanco, arrugado y largo, con estampado de flores coloridas, mi sudadera morada, mis chanclas amarillas y el cabello suelto, esponjado y sin peinar. O quizá fueron las dos bolsas de papitas que agarré, las gomitas y el refresco de Joya de ponche que cargaba entre mis brazos, mientras hacía fila detrás de él para pagar. No podría saberlo, pero como siempre, hice el ejercicio de verme en tercera persona y me percibí como lo que creo ser: una mujer a punto de cumplir 35 años, que vive con sus 4 gatas, encerrada todo el día sin pararse de la computadora, que acude en auxilio de la comida chatarra para terminar el trabajo de oficina y escribir los textos que debe. Es decir: una loca de los gatos, desaliñada y solitaria a los ojos de los demás que me ven cuando por fin abro la puerta de mi departamento.

     

    Hoy escuché una entrevista a Liliana Viola, la albacea y biógrafa de la escritora argentina Aurora Venturini. Liliana relata que cuando le llamó por teléfono a Aurora para avisarle que era finalista del premio Nueva Novela del diario Página12 2007, que ganó con su novela Las primas, la escritora argentina de 85 años le dijo del otro lado de la línea: Es importantísimo que Las primas ganaran porque las primas soy yo, señorita. Yo soy minusválida, mis hermanas son minusválidas y he vivido en ese mundo atroz toda mi vida, por eso tiene que ganar. Liliana cuenta que antes de cortar, la escritora la increpó: Una última pregunta, señorita, ¿usted es gorda o es flaca? Liliana le contesta que es flaca y Aurora dice: Ay qué bueno, bueno, qué suerte, porque a mí la gente gorda me da miedo, los elefantes también. Más tarde, cuando se conocieron en persona para la ceremonia del premio, Aurora se le acercó a Liliana y la miró de arriba a abajo, después le dijo: Cómo me mentiste, nena, me dijiste que eras flaca. Liliana añade que el día más sensible de Aurora Venturini fue cuando un día le dijo: Yo pienso que de haber tenido una hija, habría querido que fueras vos. Liliana se queda helada, inmediatamente después Aurora completa: Pero jamás habría querido tener una hija, sabélo.

     

    Mañana cumplo 35 años, estos últimos meses he pensado en lo que me asusta. Me asusta que mi gata Paquita enferme y muera con mucho dolor. Por lo menos una vez a la semana tengo una pesadilla recurrente que trata de que mis gatas salen corriendo de casa de mis padres y las atropellan, las envenenan o mueren de inanición en el departamento al que olvidé regresar. Me asusta olvidar cómo volver a mi hogar, el de ahora, el que construí yo sola. En mis sueños sigo atrapada en Apodaca, la casa donde me criaron mi pá y mi má. La angustia del peligro cambió de objetivo, porque antes, durante años, soñaba que le pasaba algo a mi hermana menor, de la que por mucho tiempo me sentí responsable.

     

    Comencé a pensar que 35 son la mitad de los años que voy a vivir. Creo ingenuamente que viviré hasta los 70. Quién sabe, no se puede saber en este país, en este estado donde fumo a diario y necesito beber más de lo que quisiera, en esta ciudad donde respiro aire contaminado cuando me atrevo a transitar las calles donde asesinan, atropellan y prostituyen a mujeres y levantan a hombres. Mi abuela materna dice que no sabe si tiene 85 u 86 años, que hace unos días fue a tramitar su nueva INE, le leyeron sus datos y dijo que sí. Ella no sabe leer ni escribir. Hace rato le marqué por teléfono, me paré en el balcón a ver el atardecer mientras hablábamos. Le pregunté si recordaba cuándo parió a mi má. Dijo que no. 

     

    Hay una fotografía en blanco y negro donde mi abuela aparece con algunas de sus hijas e hijos pequeños. Parió a trece personas. Aquella vez que me enseñó esa foto, le pregunté cuál era mi má y tampoco supo decirme. Le señalé a la niña de vestido y fleco, que mira a la cámara entornando un poco los ojos, los labios juntos y los brazos a los lados. Esta es mi má, ¿verdad? Dijo que sí. Pero cómo saberlo si todos en esa foto tienen semblante serio, en esos años parece que nadie bailaba, como dice el poeta chileno Pablo Paredes, en su poema “Gracias por bailar conmigo”.

     

    La escritora estadounidense Lucia Berlin cuenta en su libro Bienvenida a casa, que la primera palabra que aprendió a decir fue luz. También narra que cuando era niña, jugaba con su perro Skippy, que en realidad era una pequeña cafetera atada al cinturón de una bata de baño. Tengo una afinidad con las escritoras que fueron alcohólicas, no sólo por el hecho de coincidir en la enfermedad, sino por crear una escritura que parte de lo íntimo para crear un relato o una mirada contundente de las cosas que nos atraviesan. Las cosas son los lenguajes como la infancia, la familia, el amor, la amistad, el dinero, el territorio y la política. Leyendo los relatos de Lucia Berlin encuentro al personaje de una mujer que trabaja, que batalla o que tiene dinero, que se alcoholiza, que abandona y es abandonada, que es mula y es esposa de un drogadicto amoroso, que cría a hijos que adora pero a los que también descuida. En sus libros encuentro una parte de mi historia, esa realidad negligente que al mismo tiempo es hermosa y dolorosamente triste.

     

    Sabía que esta edad me iba a pesar cuando llegara. Ninguna de mis amigas ha parido hijxs aún y yo estoy casi al borde de ya no poder parir. El tema del embarazo a veces me roza las piernas como un gato meloso que se repega insistentemente entre mis chamorros. Toda mi vida he creído que no, que no quiero embarazarme. Sobre todo porque provengo de un árbol genealógico bastante trastornado: madres depresivas, tíos suicidas, primas ansiosas, padres alcohólicos, y yo misma fui diagnosticada con depresión mayor y Trastorno Límite de la Personalidad. Mi propio alcoholismo y mi insistente soledad, me obligan a pensar que no podría desvivirme por otro ser humano que salga de mí. Luego de analizar mi apego evitativo y después de los años en que tuve que hacerme cargo de las tareas domésticas y los cuidados en mi familia, concluyo que no podría volver a hacerme cargo de nadie más que de mí, de mis gatas y de mis amigas. Ahora trato de cuidar a quienes me cuidan, aunque a veces siga fallando en el camino. 

     

    En el mismo poema que mencioné de Pablo Paredes, también dice: gracias por bailar conmigo / que tengo el cuerpo horrible, / como un mapa físico de Chile. Y me pregunto si el país en el que crecimos es capaz de deformarnos con sus atrocidades a tal punto de enfermarnos e inyectarnos una dosis de depresión cada día. Si llevamos escrito en la piel la resequedad de la muerte y si podremos combatir esta guerra no pronunciada con algo menos violento que las armas. El cuerpo es lenguaje y hay días en que sólo siento que tengo eso: mi lenguaje, y con eso defiendo a las mías, a los míos. En este país desaparecen personas, es decir, desaparecen lenguajes. Entonces tenemos que volver a decirlas, a hablarlas, a escribirlas.

     

    La escritora rumana Herta Müller comienza diciendo en su artículo “Cada lenguaje tiene sus propios ojos”, incluido en su libro El rey se inclina y mata: “En la lengua de mi pueblo así me lo parecía de niña— todo el mundo a mi alrededor disponía de las palabras para aplicarlas directamente a las cosas que designaban. Las cosas se llamaban justo como lo que eran y eran justo como se llamaban. Un acuerdo cerrado para siempre”. En este texto explora la fuerza de trabajo de las personas campesinas de su alrededor y cómo las labores físicas y extenuantes en la tierra se hacían en silencio durante horas: “Cuando terminen de darse semejante paliza trabajando, habrán olvidado todas las palabras”.

     

    Recuerdo a mi abuelo paterno, su silencio de hierro. Parece una ley: cada vez que alguien de mi familia nuclear muere, se integra a mis sueños. Hace un año soñé que estaba sentada en el piso, viendo las fotografías de la familia, él pasaba con su toalla de baño, arrastrando las chanclas y sólo se detenía para juzgarme: Otra vez ahí, con esas fotos. Aunque tenía una relación casi nula con mi abuelo, vivió con nosotros durante unos años en casa de mis padres. Lo recuerdo serio, entrando y saliendo de su cuarto solo para comer, ir al baño y bañarse. Era evidente que mi abuelo estaba deprimido, pero yo, como adolescente que era, no podía percibir eso. Él estaba jubilado de la fábrica donde trabajó muchos años como obrero. No tenía casa, se la había dejado a mi abuela, de quien se había divorciado. Hablaba muy poco, al menos con nosotras, sus nietas, no lo hacía. Y yo tampoco me ocupaba de sacarle plática. Muchos años después, lo vi entrar y salir varias veces del departamento de mi papá. Mi papá tampoco tenía casa, se la había dejado a mi madre. El día del velorio de mi abuelo, no quise acercarme a la caja a despedirme de él. Me senté a un lado de mi padre, lo acerqué en mi hombro y por primera vez no me molestó que llorara, aunque estuviera alcoholizado.

     

    Tal vez a lo único que le tengo miedo es a olvidar o quizá es la angustia de sentirme marcada por ciertas historias, entonces las escribo a mi manera para moldearlas, para que salgan de mí. Herta Müller dice que no comprendía por qué la gente de su pueblo no tenía miedo del entorno en el que vivían: “Hasta el día de hoy (…) me invade el miedo a que los campos de maíz se pongan de pie y recorran la tierra. Yo odiaba el campo cerril que devoraba plantas y animales silvestres para alimentar plantas cultivadas y animales domésticos. Cada campo cultivado era una suerte de museo de las distintas formas de muerte, un festín de cadáveres en flor”. Ella relata que comía hojas y flores para que su lengua se familiarizara con ellas, para que las hojas y flores supieran lo que era estar viva y ella dejara de saberlo. Les inventaba otros nombres, las renombraba. Pero con el cansancio físico y el lenguaje de la tierra no se puede nada: “¿Qué se consigue hablando? Cuando se desmoronan los pilares de la mayor parte de la vida, también se caen las palabras. Yo he visto desmoronarse las palabras que tenía”. 

     

    Vengo de familias que trabajan y forjan sus silencios. Silencios que eran interrumpidos sólo por gritos, pero el fuerte sonido de la garganta, aunque entonaba un ritmo estridente y atropellado, no podía ser traducido por el oído de una niña. Y la niña que fui, deseaba tener las palabras para explicarse a sí misma, para vaciar en su diario lo que le pasaba a su familia, lo que la atravesaba a ella. Yo quería deshacerme de los golpes de emociones que me daban mi papá y mi mamá cuando se gritaban maldiciones y se ofendían con las mismas vocales con que nos hablábamos tranquilamente, quería reformular esas letras y acomodarlas para entenderlas. 

     

    Siempre vuelvo al libro El rey se inclina y mata de Herta Müller: “A pesar de todo, el deseo: poder decirlo. Si no hubiera albergado constantemente ese deseo, nunca habría llegado a probar nombres inventados para el cardo de leche con el fin de llamarlo por su nombre verdadero. Sin ese deseo a mi alrededor no hubiera surgido el recelo como consecuencia de una cercanía fracasada.” 

     

    Puede que lo que más me asuste sea la muerte del lenguaje de mi familia, que a pesar de ser violento, también tiene sus matices tiernos. Esas tonalidades que sigo buscando a través de mis conversaciones con mi abuela y mi mamá, con las llamadas por teléfono con mi papá, con los juegos con mi sobrina y mi sobrino, en las pláticas que fuerzo con mi sobrina mayor. Pareciera que los encuentros con nuestras familias siempre resultan una cercanía fracasada donde no terminamos por conectar las emociones, donde nunca alcanzamos a decir lo que nos duele, lo que necesitamos, lo que realmente queremos tocar. Entonces entra la escritura como una alternativa para cubrir esos silencios incómodos, esa comunicación fracturada que nos empuja a construir nuestros propios lenguajes. 

    La poeta chilena Gladys González dice en su poema “Despedida”, de su libro Hospicio: ya no quiero / estar en batalla / conmigo misma / tan sólo quiero / no levantarme de la cama / descansar / de estos últimos años. Sí que quiero descansar, siento que voy corriendo tras un futuro que no alcanzo. Todavía no defino si ese futuro que persigo es aquella persona en la que me quiero convertir, la escritora que quiero ser. Mi analista piensa que me adjudico la tarea pesada de resolver las problemáticas de mi familia, la heredera de esos lenguajes que debo transcribir y reformular. Puede que sí, pero también sé que de esto depende mi vida. Una vez que miras hacia atrás, es difícil regresar la mirada. No es que crea que la escritura puede solucionar algo, sin embargo, confío en que la escritura transformará algo y lo hará en mí.

     

    «todas

    las cosas que he dicho

    quisiera

    que fueran verdad

     

    deseos de mejorar

    un trabajo seguro

    una vida tranquila

    y sensata

    pero algo

    me arrastra

    a huir

    a ser un trozo más

    de carretera

    ocultando el miedo

    de mirarse

    frente al espejo empañado

    cada mañana

    de envejecer

    aislarse

    dejar atrás

    las viejas

    malas costumbres

    los sonidos

    y olores familiares

    el riesgo de las calles

    la música de los barrios

    las caídas

    las luces difusas

    de las golpizas nocturnas

    los hematomas en el cuerpo

    la astilla a la deriva

    que fui

    pero que aún

    secretamente

    sigo siendo»

     

    astilla – gladys gonzález

     

    20 de octubre del 2023

    Monterrey, Nuevo León

     


     

    Iveth Luna Flores. (Nuevo León, 1988). Licenciada en Letras Mexicanas por la UANL. Es autora de los libros de poesía Comunidad  terapéutica (Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2016) y Ya no tengo  fuerza para ser civilizada (UANL, 2022); su obra ha aparecido en revistas como Este País,  Punto de Partida y Periódico de Poesía (UNAM), Estudios (ITAM), Tierra Adentro, Jardín  LAC; y en diversas antologías nacionales e internacionales. Fue becaria del Centro de  Escritores de Nuevo León y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganadora del  taller de escritura creativa Punto Final, Laboratorio de terminación de obra, impartido por  Juan Pablo Villalobos, convocado por Editorial Almadía. Imparte talleres de poesía especializados en temas como la familia, el hogar y la intimidad, además asesora y edita libros en construcción y proyectos artísticos.

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