lunes, abril 29, 2024
    Eso que queda, que es nada

    Alan Valdez

     

     

    El agua del plato ofrecida a los perritos momentáneos se columpia con un aire que no sé de dónde viene. Me gusta la oscilación dentro del aluminio perfectamente redondo. Pequeñas olas insinuando la salida de una cazuela que presume un huesito en bajo relieve al centro del traste. Se necesita muy poco para decir el mar. 

    En la banqueta hay un rastro de gotas irregulares. Se dirigen hasta más allá del sol de medio día. Un perrito fue saciado. Un perrito sin sed yéndose antes de que lo mirara. A veces pareciera que lo que más ocurre son puras huellas. Advertencias breves de que vamos tarde. ¿Por qué parece que siempre vamos tarde? Yo no tengo prisa de llegar a ningún lado. Al menos hoy no.

    Espero a un amigo. Traigo la sonrisa preparada desde que me levanté. Me va a dar mucho gusto verlo. La gente. La gente yendo. ¿A dónde? Es un privilegio mirarlos con una prisa que en esta hora me es ajena. Sin embargo, me aburro. Así me enseñaron a nombrar el tiempo que no me lleva consigo. 

    Scrolleo. Un video tras otro. Casi hasta provocarme la náusea. Pero, igual que en los refrescos con cantidades indecentes de azúcar, algo disimula el veneno con placer. Algo retrasa el reflejo del vómito. Un reel tras otro. Estoy muy cerca de quedar torcido de la mente. Pero no pasa. No me regalan la enfermedad completa. Aunque ponga mi teléfono sobre la mesita de esta cafetería. Fingiendo que estuve mirando algo importante. Regresaré en cualquier momento al brillo y la pantalla. 

    A pesar de que hayamos aprendido a relacionar el aburrimiento con la quietud, la completa no movilidad ocurre una sola vez. Qué aburrido debe ser estar muerto. Solo se consigue la inmovilidad completa, después de haber experimentado toda motricidad posible. Lo que no se mueve no puede morir. 

    Un pequeñísimo tacto de patita en mi zapato interrumpe mis mediocres hallazgos sobre la muerte. Una cola alzada como bandera me permite distinguir la dirección del gatito blanco con paliacate. Llega al platito con agua. Así que reelaboro: el plato de agua ofrecido para todo hociquito se mece con un aire que no sé de dónde.

    Al terminar de beber. El gato se queda a tomar el sol. Reconoce la importancia de sacar a la sombra de paseo, al menos una vez al día. Hermoso, como únicamente un gatito con paliacate puede, sigue a los transeúntes con una cabeza y un par de orejas necesarias. Lo saludan y el gatito los saluda. O algo parecido. Me gusta pensar que su presencia peluda y delicada ayuda a disminuir la velocidad de los que van. ¿A dónde?

    Y ocurre. Un hombre voltea. Alza su mano como si acabara de encontrarse con un amigo de siempre. Le dice adiós. El gatito también le dice adiós o algo parecido. Y antes de reincorporarse a su ansiedad habitual, el caminador se acomoda una sonrisa. Y yo también.

    Sin embargo, la espera no tiene pudor en exigirme de nuevo la atención. Pronuncia en mí, sus ademanes ya conocidos. Volteo por allá. Bostezo. Cruzo la pierna. La descruzo. Bostezo. Muevo la sal con la paciencia del tablero. No gana nadie. Volteo para acá. Me entretengo con la imagen de una paloma. Su cuello cambia de color según el sol. Vuela hasta llegar a una asamblea. Pequeña protesta para pedir la restauración de algunos monumentos. Son varias palomas reunidas. Alguien desde un balcón les avienta migajas. Todas, al unísono, son llamadas por la merienda. En el aire, un sol de octubre, de cabeza inclinada, ilumina a las palomas sin discriminar la variedad de los plumajes. Sus alas me explican el morado y el verde. Aterrizan. Continuando su vida de palomas. Y yo continúo mi vida, después de haberme aprendido un color nuevo.

    Checo la hora. Y la vuelvo a revisar porque la primera vez que saqué el teléfono no registré número alguno. Qué frágil es la hora. Su lenguaje itinerante apenas acabó de decirse cuando ya es otro.   

     

    Recibo un mensaje de mi amigo. Algo del metro. Sus pausas. El tráfico. La disculpa. Y otra vez, la espera. 

    Regreso al reel. Imposible que recuerde el anterior. Y el anterior a este. ¿Cuál será el último reel que reproduciré en mi vida? ¿Cuál será el último like que terminará de decirle quién soy al algoritmo? Pero no seré tan injusto. De vez en cuando, hay algún video que me saca una risa. Y al suceder, de inmediato lo comparto, porque la risa debe ser esparcida. No como una enfermedad sino por eso mismo que anima a las plantas a crecer sin esperar nada a cambio.

    Prosigo en el reel y su cadencia en cascada. Nuestras vidas son los reels que van a dar al mar, que es el morir. Sería imposible decir cuántos videos me tardé en llegar hasta este lugar. Dura una nada. Quince segundos apenas. El video se inaugura por un sonido nocturno. Grillos sonorizando una noche de un lugar que no conozco. Grillos sonorizando el medio día en la Ciudad de México. En seguida, un trino. Un ave, que después sabré, fue endémica de una isla del archipiélago de Hawái. La isla Kauaʻi.

    De esa isla no sé mucho. Después sabré algunas cosas, como que sus paisajes sirvieron para ambientar la película de Lilo & Stitch. O que Steven Spielberg nos engañó a todos. Los clonosaurios no tienen nacionalidad costarricense. El gentilicio de esas criaturas exageradas y genéticamente perturbadas sería Kaua’ians.

    El video tiene un texto: La última llamada de un pájaro ʻōʻōʻāʻā registrada en 1987 antes de extinguirse. Qué precisa fue Lorena Huitrón al decir que tres de cada cuatro poemas hablan sobre pájaros. Después también sabré que el nombre de este pájaro es en realidad una onomatopeya de su trino. 

    El último segundo del video cierra con el chirrido de los grillos, el trino del ʻōʻōʻāʻā y un diálogo de un ornitólogo que dirige el Laboratorio de Bioacústica de Cornell: “The last male (of the species) singing for female will never come.

    Qué certera fue Lorena Huitrón al decir que el amor no es ningún pájaro que vuela

    El reel me lleva a YouTube. Me retiran mi taza y vuelvo a pedir lo mismo beber. No tengo la urgencia de cambio. Al menos hoy no. Llega un comensal con un perrito. El gato con paliacate reaparece. Ambos animales se huelen desde lejos las intenciones y promesas. El gato con paliacate se retira. Busco último pájaro canto. En un minuto con treinta y dos segundos acabó de entender la situación del ave hawaiana y la afición de la gente de Cornell por grabar todos los llamados de criaturas que existen y hayan existido desde 1930.

    En el video, un señor de lentes y camisa azul con pluma en el bolsillo y que se mira muy científico, muestra cómo el pájaro suelta su trino en la llamada de apareamiento:

    Aún no es de noche. Pero la lluvia incomoda a la luz de tal forma, que la noche ya está más que sugerida. Los árboles se tocan tímidamente para que el aire no los vea. Y un pájaro. Uno solo pregunta varias cosas en una lengua que perdió la palabra espejo. 

    El ʻōʻōʻāʻā pregunta si la luz volverá pronto a las ramas.

    (aquí iba la respiración de un ave)

    El ʻōʻōʻāʻā pregunta por las frutas que ya no están permitidas.

    (aquí iba la respiración de un ave)

    El ʻōʻōʻāʻā pregunta, por último, si su canto sabrá lo mismo después de la lluvia.

    (aquí iba la respiración de un ave)

     

    Qué precisa fue Lorena Huitrón cuando dijo que dos de cada tres poemas mencionan a la lluvia.

    El comensal con el perrito se retira. El gato aparece. Las palomas vuelan sin rumbo después de haber disuelto su sindicato. Me llega otro mensaje de mi amigo. Guardo una vez más el teléfono, aunque ya no me engaño, sabiendo que lo sacaré en cualquier segundo.

    Cuando mi amigo llega, me doy cuenta que la preparación de mi sonrisa tuvo éxito. Nos abrazamos. Nos decimos qué lindo, qué gusto volverte a ver. Platicamos de lo que nos ha hecho reír y lo que nos ha pausado cualquier intento de felicidad. Celebramos la elección de comida del otro, regalando un aquí hay, agarra si quieres.

    Al irnos, acaricio al gatito con paliacate. Celebramos su paliacate, por supuesto. Mi amigo me cuenta de quien ama y yo hago lo mismo. Y cruzamos una calle. Y luego un parque. Nos sentamos. Aquí hay varias aves. Cantan y se responden. Mi amigo y yo platicamos de cualquier cosa. Como de no saber dónde empieza y acaba Turquía. Como de las cosas necesarias para considerarse veracruzano. Como lo bonito de no saber qué es un poema. Como lo aún más bonito que es no querer saberlo.

    Nos despedimos. En el trayecto decido enviarle el reel del ave hawaiana. Me responde con un ahí hay un poema.

    Qué precisa fue Lorena Huitrón cuando dijo que tres de cada cuatro poemas hablan de aves.

     


     

    Alan Valdez. (Chihuahua, 1992). Escribí La pérdida de voluntad en el agua (FCE/Tierra Adentro, 2021). Me gustan las nutrias, hacer música en sintetizador, que Quignard procure el silencio y, sobre todo, el poema 135 de Emily Dickinson.

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