jueves, mayo 2, 2024
    Fragmento de <i>Ensayar el oficio: Antología de escritores en El Porvenir</i>

    Samuel Noyola

     

    «Nocturno de la Calzada Madero»

    A Jesús de León
    Pour mon ame melée aux affaires lointaines, cent
    feux de villes avivés par l’aboiement des chiens…
    Saint-John Perse

     

     

    No le temo a los perros que me saludan
    en el fondo de la noche
    como niños hambrientos de luna,
    con aullidos de alucinante sombra
    y viento extraviado en las esquinas.
    Porque mis días se han levantado
    contra una ciudad enjoyada de mendigos,
    circos donde la razón atraviesa aros de fuego,
    pirámides con sacerdotes adorando la cifra y el puñal.
    Y donde ciertas desnudeces de cantera
    —imitadoras del pulso de Miguel Ángel—,
    se alzan virtuosas de muslos y de pechos
    en el centro de la plaza pública;
    pero con una mueca de asombrada Medusa,
    ya vuelta piedra con el destello
    del espejo arrullado por el terror, transparente
    como la respiración de los ciudadanos;
    cuando corre un alcohol dividiendo la sangre
    de otras ninfas de cintura anochecida.
    Y donde los frutos de un follaje centenario
    altos y eléctricos,
    se debaten
    como galeón anclado por un tonelaje de peste,
    contra el aire podrido de fábricas y tubos oxidados;
    cuando ya silba el maguey de filosa punta
    —violenta ceniza desde la orilla del siglo—,
    por los desiertos del norte,
    helado y sonoro monzón de la sierra
    hinchando la carpa de una comedia desconocida.
    Y porque los pasos de la bellísima

    resuenan como cascos de caballo en mi memoria,
    casi trayéndose espectros de carreras tristes
    y elegantes sombreros de ala tuteadora
    a este bulevar, hasta aquí,
    donde el resplandor de su nunca lejana y dormida
    ya baja por mis hombros,
    se instala como una canción
    en el centro de mi pecho cerrado,
    hasta el pozo de tiempo de mi corazón.
    De este corazón que limita al norte
    con esa madre loba de dulce camada,
    y al sur, un poco al poniente,
    hacia los bares donde el miedo también sueña,
    y la vida modorrea con la mejilla rasurada
    contra el piso vomitado de la cantina,
    junto a los ciegos que palpan la música y la moneda
    frente a vitrolas luminosas como dentadura de calavera.
    Allí donde la puta, el califa y el maricón
    se deslizan orgullosos de su techo de estrellas,
    como una corriente amazónica que va gastando las mesas,
    el vidrio turbio de las botellas
    donde respiran rumorosas abejas,
    orillan la espuma de la cerveza
    y levantan burbujas hasta el ojo ebrio,
    que revientan con el tambor y las maracas
    si dos bailarines se tallan
    entre el viento dorado de una cumbia.
    En el sitio donde lento enviuda el filo de los puñales,
    cuando un vértigo de águila o mosca
    entra en la noche…
    Como el aciago brillo de aquel farol.
    Y creo en los sacrificios sobre la piedra oficial,
    donde la retina de los policías se contrae,
    siseando madrugadora la sangre en la cuneta
    al tibio encuentro con la tinta de los periódicos.
    El señor de las leyes —gordo como un gusano—
    se entroniza, y a su mirada ciega
    responde la ciudad entera

    con un silencio como de cementerio.
    Un rojo de semáforos late en mis sienes.
    Allá, donde se empieza a abrir el horizonte
    silba un tren fantasma,
    chispean fuego sus ruedas,
    como incendiando un tiempo de catedrales profanadas…
    No le temo a los perros que me saludan
    en el fondo de la noche.

    Monterrey, 1983.

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