miércoles, octubre 9, 2024
    Elefantes marinos

    Hiram Ruvalcaba

     

    Jadeante, Santiago abrió la puerta trasera del coche y sintió que otra puerta en su interior se cerraba. El sol de mayo se desplegaba sobre el techo, el capó y la cajuela de su sedán plateado –un Sentra seminuevo, regalo de su suegro cuando se enteraron de que Alma estaba embarazada–, quemaba su cabeza y su cuello brillante de sudor. Se asomó al auto con cautela balbuceando una plegaria. Una cachetada de calor alcanzó su rostro.

    Era un hermoso bebé. La boquita ligeramente abierta dejaba escapar un hilillo de vómito seco, amarillento, que caía hasta el pañalero verde y dejaba una pequeña mancha sobre la sabanita azul, estampada con dibujos de elefantes marinos. Los cabellos de Mario se pegaban en su frente y en sus sienes todavía un poco humedecidas. Los cachetes colorados, llenos de ronchas diminutas, resaltaban por la palidez que tenía el resto de la piel expuesta, que empezaba a adquirir un tono grisáceo. En los bracitos, ya descubiertos, se dibujaban pequeños moretones. Santiago se quedó viendo la nariz hundida de su hijo, sus ojos cerrados y su mano derecha, alzada como si tratara de aferrar el aire irrespirable.

    Desabrochó el cinturón de seguridad. Arrojó la sabanita de los elefantes marinos al asiento de adelante y jaló al hijo hacia su pecho. El cuerpo del niño se sentía diferente, cierta rigidez se insinuaba en su cuello y brazos como si estuviera abrazando a un muñeco. Santiago sintió que se volvía de vidrio. Revisó el rostro del bebé, lo acarició, lo llamó por su nombre mientras rozaba la cara y el resto del cuerpo tratando de despertarlo. Dormía con una paz que no era de este mundo. Abrazado a su niño inerte, Santiago sintió el silencio de Dios.

    Gritó. Empezó a pedirle ayuda a los pocos transeúntes que caminaban bajo aquel sol rapaz, pero sólo una mujer volteó a verlo. Estiró su mano delicadamente y acarició el rostro de Mario, que estaba seco, y rugoso. Bajó por su pecho, sus brazos, sus piernas. En todos lados descubría calor, como si el niño fuera a despertar en cualquier momento. Lo colocó con mucho cuidado en el asiento para bebé, aliviando de sus manos el peso de la muerte.

    —Perdóname, Mario. Perdóname, chiquito —balbuceó. 

    Pesadas gotas de sudor caían por su barbilla y formaban pequeños círculos en el concreto que no tardaban en evaporarse. La calle se cerró en todas direcciones, parecía un largo comal sin árboles ni sombras. La angustia subió por su esófago. Vomitó. Apenas le dio tiempo de voltear a otro lado para no manchar el interior del coche.

    —Señor, ¿está bien? —le dijo la mujer que se había detenido, acercándose con gran consternación hacia donde estaba. Llevaba el uniforme del trabajo y unos zapatos negros. Lo miraba con una mezcla de compasión y miedo que lo hizo sentir terriblemente solo.

    —Mi bebé… —dijo en un susurro. La mujer dio un par de pasos acercándose a la puerta abierta. Cuando se asomó, soltó un pequeño grito que parecía un vaso que se rompe.

    —¡Ave María Purísima!

    Dijo, y comprendió. Volteó a ver a Santiago con una mirada que escondía lo mismo odio que compasión. De inmediato rebuscó en su bolsa el celular y empezó a marcar el número de emergencias.

    —Ave María Purísima —repitió cubriéndose la boca con la mano libre.

    Mientras la mujer se ponía de acuerdo con los servicios de emergencia –“No tarden, es un bebé…”–, Santiago empezó un vaivén a lo largo del coche. Le dolía la cabeza al repasar todos los caminos que ahora quedaban. Quería matarse, correr de aquella pesadilla, abandonar el auto, llevar a su hijo (inútilmente) al hospital… pero lo que de verdad quería era regresar el tiempo, hasta aquella mañana en que salió corriendo porque iba tarde al trabajo y abandonó toda esperanza en el asiento trasero del coche. Dejó caer sus manos sudadas en el capó, las sintió quemándose al contacto con el metal caliente. 

    No las retiró.

    —Llegan en unos minutos. Intenta… —dijo la mujer, alejada unos pasos del vehículo, mirándolo como si ya no hablara con otro ser humano—. Intenta estar tranquilo.

    Santiago asintió. Trataba de contener sus sollozos, pero lo más que podía hacer era mantenerse en pie. Con horror vio que otro par de personas se había detenido, preguntando por lo que había pasado. “Es un niño”, indicaba la mujer, “un bebé”, servicial. Y no era necesario decir más, pues el rostro del padre lo esclarecía todo. Las miradas de los desconocidos eran insoportables. Se metió en el asiento del chofer. El mal sueño de la tarde se desplegó a todas partes.

    En silencio miraba la calle hacia el frente, procurando no pensar en Alma. Hacía unos minutos que lo había contactado: le envió el más inocente mensaje avisando que ella recogería al niño en la guardería. Para evitarle la molestia, le dijo. Ocho o nueve palabras que lo habían hecho salir disparado de la oficina y correr las doce cuadras que lo separaban del auto en aquella carrera contra la muerte.

    Abrió la guantera. Sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno con sus dedos que temblaban como pequeños mamíferos. Siempre fumaba a escondidas, y nunca enfrente de su bebé. “Ya viene la ambulancia”, susurró como si escupiera cada sílaba. Intentó calmarse. Dejar de pensar. Pero era imposible no imaginarse la ambulancia estacionándose detrás de su auto, a dos o tres sujetos desconocidos que descenderían de aquel gran féretro blanco y lo mirarían como se mira la mierda en el zapato. Hombres sin piedad ni compasión que manipularían a su hijo como si fuera un muñequito, ya sin vida, practicándole quién sabía cuántos remedios sólo para decirle lo que él, desde que abrió la puerta, entendió.

    Necesitaba más tiempo. Unos minutos más, aunque fuera, para decidir qué hacer. Dejar que todo ocurriera así, aplastando su voluntad, sería espantoso. Tenía la certeza de que no podría enfrentarse a aquellos desconocidos, al barullo de la gente que seguía acercándose al coche o a la prensa, que no tardaría en aparecer en el sitio para tomarle fotografías a su coche, a su bebé, a él mismo.

    Las voces crecientes de las personas en el exterior se clavaban en sus oídos. Sólo importaba largarse. Metió las llaves. Encendió el coche. La gente volteó como si el carro encendido fuera lo último que esperaran ver después del cadáver de un infante. Antes de que nadie pudiera decirle nada, Santiago arrancó a toda velocidad hacia el sur de la tarde. Todavía vio en el espejo a la mujer que le gritaba algo ininteligible. Tomó la primera vuelta a la izquierda. A lo lejos –¿acaso era su imaginación?– podía escuchar ya el rumor de una ambulancia que se acercaba.

    En un movimiento mecánico quiso encender el aire acondicionado, pero se contuvo. Surcos de sudor, lágrimas y baba se juntaban en su rostro. Se preguntó qué había hecho mal ese día, qué podía haber hecho diferente. Había trabajado mucho en las últimas semanas y, desde que el bebé había nacido, casi no dormía nada. Siempre estaba como ido y quizás por eso… Se detuvo, le dio rabia pensar que trataba de justificarse. ¿Para qué? ¿Ante quién? Estaba solo. Por primera vez comprendía qué era toda la soledad de la tierra, mientras los autos pasaban a su costado como mensajeros de un mundo que ya no era el suyo.

    Vio el retrovisor. El cuerpo de su bebé, inclinado hacia la derecha, parecía uno de esos pequeños budas dormidos. El asiento, vertical, semejaba un pequeño ataúd. Desde ese ángulo parecía que Mario estaba sonriendo. Apenas un par de meses antes había aprendido a sonreírle; al amanecer, cuando lo despertaba para abrazarlo antes de ir al trabajo, o en las madrugadas, cuando iba a su cuarto para darle biberón. Los dedos diminutos de Mario apretaban su índice mientras chupaba con desesperación la leche. Sintió un escalofrío. Tiró el cigarro por la ventanilla. De reojo miró la sábana: los elefantes marinos sonreían desde un fondo para siempre azul.

    Torció el gesto. Volvió a berrear. ¿Qué sería de él a partir de entonces? La imagen de los paramédicos que los conducirían al hospital, donde declararían muerto a su primogénito, no era nada comparado con su familia. Podía escuchar ya los gritos de Alma, que desgarrarían todo lo que había sido su vida hasta entonces. Podía ver a sus propios padres, callados ante la culpa, tratando de no culparlo también ellos. ¿Qué les diría a sus suegros? ¿Durante cuántas noches a partir de entonces escupiría su rostro en el espejo?

    Se detuvo en un semáforo. Como una alarma, su celular empezó a sonar. Era Alma. Por la hora, estaría en la guardería. Le habrían dicho ya que el niño nunca llegó. Dejó que el teléfono sonara un par de veces y tuvo la tentación de arrojarlo por la ventana. Pero ¿cómo hacerle eso a su mujer? La imaginaba espantada, increpando a las cuidadoras que no sabrían qué decirle para calmarla. Le jurarían que no lo habían visto aquella mañana, que las tres esperaron como siempre a los niños, pero Mario no había llegado. Conocía a su mujer lo suficiente como para imaginar su reacción. ¿Lo buscaría en su trabajo? Quizás ya había llamado preguntando por él, y le dijeron que hacía poco salió corriendo sin decirle nada a nadie. A falta de respuesta, Alma no se detendría, volvería a marcar a su celular. Una vez. Y otra. Y otra.

    Cerró los ojos antes de responder.

    —¡Chago! ¿Dónde estás? Estoy en la guardería. ¿Está Mario contigo? ¿Qué pasó? Santiago tomó aire, intentó controlar su respiración. Vaciló.

    —Perdón. Todo está bien. Sí, aquí está conmigo —dijo mientras masticaba la mentira. Fijó la vista hacia el frente, exhaló—. Nos vemos pronto, por favor —escuchó que su mujer trataba de decirle algo más, pero, al sentir que su voz se quebraba, colgó.

    Un claxon detrás de su auto lo espabiló, el semáforo había cambiado. Avanzó un par de cuadras más. Al costado del coche, casas, farmacias, negocios, oficinas, pasaban como fotografías borrosas del mismo paisaje impuro. Pronto se sintió indispuesto para manejar. Se orilló en lo que parecía una escuela y se estacionó junto a un árbol. Bajó ambas ventanillas. Esperó. En la banqueta, un hombre que paseaba a su perro volteó a verlo y lo saludó cordialmente. Santiago regresó el saludo, acaso aferrándose a la normalidad en aquella mano extendida.

    Se recargó en el asiento, empezó a pensar en todas las ocasiones que su mujer le había reprochado el poco tiempo que dedicaba a su hijo. Se vio respondiéndole, siempre, que hacía todo lo posible por ser un buen padre. Y en verdad lo creía. Pero ahora, con las cosas en retrospectiva, se preguntaba si hubiera podido hacer algo más.

    Tenía que ir al hospital. Ahora que Alma sabía que el niño estaba con él (¿por qué se lo había dicho?) no tenía más tiempo. Tendría que hacerlo, enfrentarse a los doctores, a las enfermeras, a los medios, a su familia. ¿De qué otro modo el cuerpo de su hijo abandonaría aquel auto? Le temblaban las manos. La insoportable idea del proceso lo doblegó. Lo hacía desear cosas que no se atrevía a nombrar, pero que empezaban a materializarse con una claridad aterradora: ¿y si se iba? Abandonar a su hijo así, en la calle, era impensable. Pero, y si lo dejaba en el coche y desaparecía de aquella ciudad y aquella vida. Con suerte dirían que quizás lo habían secuestrado. Que quizás alguien se lo había llevado y por eso abandonó al niño en el auto. La idea era espantosa, la tragedia marcaría a su familia de por vida. Pero, ¿no había en aquella posibilidad mayor misericordia para ella, para él, para todos?

    Se mataría. Avanzaría como un loco sin fijarse en los semáforos y en los peatones, y tomaría la avenida principal para salir de la ciudad. Conduciría por la carretera y tiraría el coche por el costado del Puente de Beltrán para sentir que había muerto junto a su hijo. Pensaría durante todo el camino que el niño seguía en un profundo sueño de colores y leche materna, y así dormidito lo había sorprendido la muerte en el fondo de un barranco. Que todos pensaran que había sido un accidente. O un suicidio incomprensible. Mejor eso, la contundencia de la piedra, que imaginarlo berreando en medio de aquel horno, cociéndose en la horrenda desesperación de no saber en dónde estaba su padre.

    Trataba de convencerse de que estaba loco, de maldecirse por pensar en eso y, sin embargo, cada vez la posibilidad le parecía más tangible, cada vez el exilio o la muerte más atractivos. No podría vivir con su familia, no después de aquel día. Irse no era la única opción, pero quizás –porque se conocía tan bien– era la única opción soportable. Miró a su bebé por el retrovisor. Se mordió los labios hasta sangrar. Los autos corrían a su izquierda. Su cabeza se sentía inflamada. Cerró los ojos durante unos minutos y quizás habría logrado quedarse dormido, pero unos golpes en la puerta del copiloto lo espabilaron. 

    —No se puede quedar aquí —indicó un hombre. Llevaba uniforme (¿un guardia de la escuela?), y con ademán amable le pidió que avanzara hacia otro espacio de la calle. Sólo entonces Santiago se dio cuenta de que estaba mal estacionado—. Pasa mucho coche, jefe, le pueden dar un golpe.

    Sus manos sudaban mientras el guardia examinaba el interior del carro. Su garganta estaba seca, así que no pudo contestar. Quiso encender el auto y largarse, pero quizás eso habría despertado más sospechas. En su lugar, aguantó en silencio el breve escudriño del uniformado.

    Al percatarse de la presencia del asiento de bebé, el hombre se dirigió de nuevo a Santiago.

    —Baje la ventana, patrón, el niño no se ve bien. Esos asientos se calientan mucho, no les haga confianza —dijo y con un saludo se retiró hacia la puerta de la institución.

    Santiago asintió lentamente en señal de agradecimiento y balbuceó un “enseguida la bajo” que no llegó a los oídos de nadie. Lo vio alejarse con paso seguro. Arrancó el auto y dejó atrás al hombre, que meneaba la cabeza en señal de desaprobación.

    El teléfono volvió a sonar. Santiago giró a la izquierda en la siguiente esquina y se dio cuenta de que estaba en la avenida que llevaba hacia su casa. ¿La había elegido inconscientemente, era su cuerpo reconociendo el camino? ¿Quizás el miedo a estar solo lo guiaba hasta su nido? A pesar de todo, quería estar en casa. Era la costumbre, la certeza de que cuando se trataba de Mario su mujer siempre sabía qué hacer. Cuando algún acceso de tos afectaba al niño, Alma acudía tranquila y destapaba sus orificios nasales con una facilidad asombrosa. Si algún enrojecimiento en la piel hacía que Santiago temiera una bacteria peligrosa, Alma acariciaba la superficie afectada y aplicaba alguna crema o loción humectante sobre ella.

    Verla era la idea más terrible y, al mismo tiempo, lo único que le daba tranquilidad. Manejar hasta su casa y enfrentarla. Buscar su consuelo. Era la única persona en el mundo que sería capaz de comprender su dolor. De compartirlo. Si había alguien capaz de perdonarlo, sería ella. Les tomaría años. Todas las cosas iban a cambiar. Llorarían juntos. Gritarían juntos. Pero algún día lo lograrían. Hasta podrían volver a intentar la paternidad, cuando fueran mayores, cuando estuvieran listos. Pensó en su familia: su madre entendería. También su padre, con el tiempo. El horror era inmenso, impensable para muchos, tal vez, pero podía pasarle a cualquiera, ¿o no? No necesitaría escaparse de nada, de nadie; al final de aquel camino, Santiago encontraría el perdón. Hasta se permitiría un poco de felicidad.

    Se detuvo en la esquina de su calle. Por la hora no le pareció raro que no hubiera gente en las aceras. Estarían comiendo en casa, con sus respectivas familias, disfrutando de una felicidad antinatural. Una vieja vecina lo saludó desde la distancia, pero él no respondió el saludo. Apagó el auto, suspiró, pensó que toda la soledad de la tierra cabe en un sedán de cuatro puertas. 

    Pasados un par de minutos, bajó del coche y, con las mangas de la camisa, se secó el sudor de la cara. Todavía se quedó unos segundos parado, tratando de controlar su respiración, de no pensar en lo que ocurría. Caminó hacia la parte de atrás, abrió la puerta, y contempló la imagen de su hijo —aún parecía dormido—. Sollozando, lo tomó en sus brazos. El niño no pesaba nada. Apenas seis kilos trescientos, o eso les había dicho el pediatra en la última cita. Los brazos y las piernas del bebé estaban rígidos, y fue necesario que aplicara cierta fuerza para acomodarlos. Lo abrazó contra su pecho, pegó su nariz al cráneo del bebé y aspiró. El aroma de su hijo era el mismo de siempre y, sin embargo, le parecía nuevo, milagroso. Lo oprimió con fuerza, trató de olvidar que su futuro y el de Alma y quizás el de toda la familia de Mario pesaba exactamente seis kilos con trescientos gramos. Acarició la cabecita del bebé por unos minutos. Besó la frente. Luego la mollera y las mejillas y la nariz. Sonrió. Era un niño hermoso. Era lo más hermoso que había visto en su vida. Susurró algo a los oídos de su hijo. Tan bajo, que ni siquiera él mismo alcanzó a escucharlo. Lo depositó en el asiento. Marcó el número de su mujer. Alma le respondió al segundo tono.

    —¡Santiago! ¿Qué está pasando? Estoy en la casa —su voz sonaba alterada, pero él no se inmutó—. ¿En dónde estás? Ven pronto, por favor. 

    —Perdóname, Alma, aquí estamos ya. En la esquina.

    —¿En la esquina? ¿Por qué no estás en tu trabajo?

    —Pasó… pasó algo… pero ya llegamos. Ya estamos en casa.

    Cuando su mujer colgó, Santiago se metió al coche y se recargó en el asiento. Cerró las ventanas. De inmediato empezó a sentir el calor concentrándose en todos lados. Se preguntó cómo sería todo si no hubiera estado tan preocupado por el trabajo, las deudas, la renta, todas aquellas cosas que ahora le parecían ridículas, inútiles al lado de lo que había perdido. Se preguntó también qué habría pasado si hubiera dejado la sábana en el asiento del copiloto. Si antes de bajar del auto aquella mañana hubiera visto aquellos elefantes marinos que reflejaban una felicidad imposible. En segundos vio que Alma se acercaba corriendo al coche. Santiago tenía las manos en el volante, tensas como torniquetes. El peso de sus vidas lo aplastaba. Se miraron a los ojos. Ella sabría qué hacer, se dijo. Alma sonreía, o trataba de sonreír, aliviada de la angustia que había sentido por la mañana, ignorante de lo que estaba por iniciar. Algún día lograría perdonarlo, pensó Santiago. Superarían juntos aquel dolor, se dijo. No lo merecía, pero todo volvería a empezar en algunos años porque la vida es así, porque un bebé muerto no es nada nuevo bajo el sol. Alma llegó hasta la ventanilla, Santiago la escuchó hablándole, pero no bajó el vidrio.

    —Santiago, ¿qué pasó? ¡Por qué estás así!

    Escuchó su nombre a través del aire caliente. Una extraña sensación de serenidad lo envolvía. Sintió con toda seguridad que Alma sabría perdonarlo, y quizás por eso le parecía insoportable aquel futuro que ya vislumbraba juntos. Aquel espanto de levantarse algún día, luego de muchos años, para descubrir que otra vez estaba bien, que otra vez vivía y era feliz.

    Antes de alcanzar el botón de los seguros, Santiago apretó su rostro y empezó a llorar y gritó deseando que el tiempo avanzara más rápido o más lento o que se detuviera de una vez por todas.

     


     

    Hiram Ruvalcaba. (Zapotlán el Grande, 1988). Narrador, periodista, profesor de literatura. Es licenciado en letras hispánicas por la Universidad de Guadalajara e ingeniero ambiental por el Instituto Tecnológico e Ciudad Guzmán, además de maestro en estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha sido becario del Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en Jalisco en la categoría de Jóvenes Creadores en 2006 y 2019. En 2018 resultó ganador del Premio Nacional de cuento Joven Comala y en 2020 del Premio Nacional de Cuento José Alvarado. Con la UANL ha publicado también Veneno y feminidad. La mujer monstruosa en la literatura de Rusia y Japón, en coautoría con Alfredo Hermosillo.

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