domingo, abril 28, 2024
    Por las noches me arropa la brisa sagrada del desierto

    Paulina Villalpando

     

    Yo me hundí en los días hondos,

    cálidos,

    en mi alma perfumada,

    en las noches absurdas y serenas.

    Hoy me hundo en la nada.

    -Idea Vilariño

     

    La infancia es una llamada por cobrar a una línea muerta, encontrar sólo polvo en el ropero detrás del espejo, es un cascarón de memorias que se filtran, se rompen y se configuran a cada momento. Todo se remite al deseo, el deseo de crecer sin darse cuenta que se ha crecido. Se abandonan quizás, las preguntas primordiales; por qué las nubes tienen tanta prisa, por qué el insecto sólo camina por las noches, que se siente tener un exoesqueleto, qué se siente no ser yo. 

     

    Siempre tendí a preguntarme el porqué de tener que ser yo todo el tiempo, por qué no podía vivir en una cabeza ajena si la mía era tan ruidosa, qué se sentiría tener otra casa, sentir familiares otros muebles, tal vez de color verde. Siempre quise salir de mí. Quizás eso ayudó al sentimiento que me embargó después, la infinita extrañeza de estar frente al espejo. Si la infancia es una etapa primigenia que marca el paso para el futuro, ¿qué pasa cuando no somos capaces de recordar? Yo recuerdo sólo los pensamientos, la imagen de una imagen; sé que no puedo recordar a la niña que fui.

     

    Tal vez, estas palabras son meros desvaríos, un intento por volver a conocer algo que ya no está o que no alcanzo a tocar. Por muchos años creí que no tenía recuerdo alguno de mi infancia, había pasado la adolescencia queriendo alejarme de esa niña herida. Me convertí en una niña torpemente crecida, sólo un poco más alta, mucho más avergonzada de su cara y de sus movimientos; una niña adulta que trata de seguir una voluntad que no conoce. En esa niñez pasaron muchas cosas, pero no hay recuerdos que se acumulen, sólo atisbos.  Un recuerdo del sentimiento que se desvaneció. Aunque en todas las infancias pasan cosas, los recuerdos no son un reflejo exacto de la realidad, pues no es tangible en nuestra mente, todo está plagado de nuestra visión, de nuestra historia anterior. Todos los días cargamos la herencia de vivir. 

     

    Si los acontecimientos marcan nuestra infancia, también lo hacen las ausencias, de esas conozco varias. Mi cabeza de niña estaba plagada de pensamientos afectados por el tiempo. Haber nacido como la última de cuatro hijas significaba para mí ser la que tendría menos tiempo con mis padres, imaginaba a una niña-vieja con canas, sentada, viendo las fotografías de sus hermanas y padres, todas ya personas muertas. La sensación de melancolía era conocida para mí, contemplar la futura e inminente soledad se convirtió en un tema recurrente, después la soledad se hizo factible cuando crecí. He aprendido a convivir con ella.

     

    Cuando escribo de alguna manera u otra la memoria regresa al lugar donde inició mi familia, una colonia industrial en el municipio de Ocampo, Coahuila. Mis padres se casaron al tener a mi hermana mayor, dos hijas y diez años después nací yo. A los dos años nos mudamos a Monterrey mi madre, mis hermanas y yo, nunca volví a vivir con mi padre exceptuando algunas vacaciones de verano que pasábamos con él. 

     

    En aquel lugar, durante esas noches frescas, se podía sentir el silencio, y la manera en que los insectos bullían bajo la farola frente a la casa; el miedo a la oscuridad me hacía incapaz de mirar más allá del desierto. La puerta de esa casa tiene una placa donde están marcados los apellidos de mi padre, los apellidos de mi abuelo; raíces que han dejado de crecer, como los árboles que rodean la casa, grandes, gruesos y muertos. Pero ahí permanecían los cuerpos, amarrados entre ellos por una cuerda, jalándose entre sí, parecían llorar por las noches, agitados por el viento, a veces yo lloraba con ellos. Visité esa casa algunos veranos y siempre la sentí tan vacía que me asustaba, quedaba expuesta a una soledad que no conocía, un silencio atroz que me hacía repensar moverme de lugar. Podría salir una sombra, podría salir otra Paulina qué supiera que hacer, que supiera saludar a los vecinos y hablar de pequeñeces. Otra Paulina sin culpa que pudiera navegar la vida libremente. No fue así.  Ahí todo parece un cementerio, todo está rodeado de cadáveres de animales, de insectos, de lo que solía ser, siempre hay un luto al cual responder.

     

    A veces creo que la pérdida también creció en mí, trato de conocer las respuestas sin saber hacer las preguntas. Mi niñez se vivió entre dos lugares, uno a través de anécdotas que no recordaba, lugares y personas que no conocía, pero que se discutían una y otra vez en el comedor, otro tan grande que me permitía perderme, crear mis recuerdos, sentarme y pensar, no en la pérdida, sino lo que haría sin ella. Siempre quise crecer antes de tiempo, quise ganarme la madurez para tener algo que decir, para poder entender y que mi voz se escuchara, cuando llegó el momento mi garganta enmudeció, crecer es darse cuenta, quizás, que se llegó tarde.

     

    Puedo recordar que de niña me quedaba quieta, sintiendo los segundos pasar, me decía a mí misma que mientras pronunciaba estas palabras en mi mente, esto ya formaba parte del pasado. La pérdida siempre me ha acompañado. Nacer en el nuevo siglo fue comenzar a vivir con una advertencia clavada en la memoria, crecí escuchando una y otra vez que el mundo se acaba, que la contaminación nos envenena hasta matarnos. El mundo entonces me inyectó la urgencia de vivir en un lugar que parece morir cada día.

     

    Muchos de mis recuerdos están atestados por el miedo que tenía; aunque había estado ahí, en la casa de mis padres, en la casa de mi padre, estaba sola. Me asustaba incluso el viento que pasaba por los árboles, las hojas eran tan grandes que me parecía un estruendoso baile del que no quería formar parte, las nubes eran grises y podía sentir el aire empujándome hacía el desierto, el epicentro de cantos y voces que se paseaban por la plaza del pueblo, de memorias encurtidas en la pintura blanca de la banqueta. Durante mucho tiempo he sido una mera observadora, una noche de tormenta mi padre y mi hermana salieron a ver los relámpagos en el porche de la casa. A mí me daban miedo los truenos, elegí quedarme, mucho tiempo elegí quedarme en el umbral de la puerta, no afuera ni adentro. 

     

    Crecer desde el miedo y la pérdida de un lugar desconocido, pero primordial en mi origen, me hizo pensar en mí como una extranjera. El sentimiento de llegar tarde se ha trasladado siempre a una urgencia que nunca se satisface, quiero ver, oír y sentir cosas que no conozco, pero la adultez difícilmente ha traído emociones nuevas; he intentado buscar esas memorias de una niña perdida, las múltiples versiones de mí misma tratan de renacer negándose a sí mismas, hay un luto interminable de mis edades que no logró traspasar. Quiero volver a ser esa niña, y ver a través de esos ojos las cosas importantes; he perdido cosas en el desierto que tal vez sigan ahí, quizás ahí se escondan las respuestas de esta pena permanente.

     

    Todos los días siento que pierdo algo que nunca voy a recuperar, quizá he aprendido a hacer las paces con ello, quizá no estoy destinada a reencontrarme. Si el día me daba miedo porque enmarcaba la soledad, la ausencia y lo perdido, la noche me acompañaba, reinventaba mi memoria. Una vez dormí bajo un árbol, que decían alejaba a las brujas, el silencio entonces fue benévolo conmigo, le brindó paz a una mente que recorría sus palabras una y otra vez. Así podía buscar, todavía lejano a mí, al insecto que se arrastraba hacía mi casa. Las voces que cargaba el desierto susurraban un canto desconocido, sí, este fue también mi hogar. Si de algo estoy hecha es del polvo de la tierra de mis padres, la misma tierra que se enterraba bajo mis uñas, que se metía a la casa por puertas y ventanas.

     

    En las noches abría bien los ojos, nacía partida entre dos grandes cielos, uno sin estrellas, con sólo el humo formándose al cielo, otro con estrellas fugaces, plagadas de vientos fríos del desierto, de vientos que reinventan cada mañana y dan la promesa del nuevo día. Quiero esperar la lluvia, quiero esperar los truenos y relámpagos, quiero saber que he crecido. Quiero renacer con la tierra después de la tormenta, amasarme y condensarme en el desierto, saberme infinita. Quiero reinventarme cada día y saber que la noche me ha traído la promesa del mañana, esperar un nuevo día que deje marcar mi palma en la tierra de mis padres, en el origen de mi origen. 

     

     

     


     

    Paulina Villalpando. (Monterrey, Nuevo León, 2000). Licenciada en Letras Hispánicas por UANL. Poeta y mediadora de lectura, le gustan los libros de literatura infantil y llora con ellos.

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