lunes, abril 29, 2024
    Regreso al vientre

    Estefanía Arista

     

    1. Desempleo

    Mi mamá cree en mí tanto como yo creo que estoy destinada a fallar. Pero esto no siempre fue así. Quiero decir: mi mamá no siempre creyó en mí.. Lo de estar predispuesta a cometer un error es parte de mi naturaleza, y eso no importa mucho ahora. Lo que sí es importante distinguir es que mi mamá cree en mí de dos maneras diferentes. Una de ellas implica la idea casi divina —milagrosa, a falta de un mejor término— de mi supervivencia. La otra implica la fe que tiene en mi oficio.

     

    Mi desempleo actual no se compara con el que vivieron mis papás en 1994. No es sorpresa que ese año hizo estragos económicos en muchas familias. Para la mía, significó perderlo todo. Vender la casa, vender los muebles de la casa, vender la vajilla y los colchones y toda la ropa que ya no le quedara a mis hermanas.


    Como mi papá no podía encontrar ningún trabajo le consiguió un muy buen puesto a mi mamá. Uno que ella era cien por ciento capaz de realizar. A diferencia de cuando yo estuve desempleada, mi mamá llevaba años ejerciendo su oficio y ganando muy buen dinero por él. Mi familia entera dependía de ese salario, pero fue un salario que duraría muy poco.

     

    En medio de la devaluación del peso mexicano y la falta de reservas internacionales, mi mamá se había embarazado accidentalmente. Detenía los camiones para vomitar camino al trabajo. Es complicado para mí entender la claridad con la que supo que no tenía otra opción más que renunciar. No tenía nada más. No había feminismo que la defendiera. No había quién le prestara dinero. No tenía dónde dormir. Lo más que había logrado era mudarse con sus hijas y su esposo a la casa de su tío. Conociéndola, veo lo mucho que le costó pedir ayuda. Esperó hasta casi tener que mudarse a un cuarto sucio que era un anexo de una ferretería o una tienda de autopartes. Un lugar tan pequeño que apenas tenía espacio para un excusado y una cuna. Una situación que ni en mi desempleo actual podría llegar a comprender.

     

    Así pasaron cuatros meses en los que mi mamá llegaba de la calle, cuando sólo le había alcanzado para comprar un kilo de tortillas, y se dormía en una de las cunas de mis hermanas. Imagino el hambre constante que pasaba mi mamá. Era un hambre que le ganaba al miedo. Un hambre que le desesperaba tanto que comenzó a pedirle al bebé que se apurara. Comenzó a suplicarme que ya saliera de su cuerpo. Poco sabía mi mamá el poder que guardaba su palabra. Para ella, entre más pronto diera a luz, más pronto podría volver a trabajar. 

     

    1. Biología y biografía

    Cuando vine al mundo rompí la fuente de mi mamá de un flechazo. Manejando en carretera hacia Toluca, el agua comenzó a llenar una alberca imaginaria en el asiento del copiloto. Me adelanté tres meses exactos. Después de la cesárea sólo dijeron: señora, dele un beso y la bendición. No había probabilidad de que fuera a verme de nuevo. No había tiempo, tampoco, para conocernos ni que me sostuviera en sus brazos y oliera mi cabeza. Los fetos a las veinticuatro semanas tienen pulmones muy inmaduros. No están desarrollados para sobrevivir fuera del útero precisamente porque el feto obtiene todo el oxígeno que necesita a través de la placenta. A veces, a mi mamá le gusta recordarme que nací morada, casi negra. Mis pulmones seguían llenos de líquido amniótico y los alvéolos ni siquiera se habían desarrollado.

     

    En su momento, mi mamá veía todo como un accidente. Le tomaría años comprender que fueron sus palabras, su decreto, lo que me había comunicado a mí, Estefanía sin siquiera llamarme Estefanía, que era momento de venir al mundo.

     

    A los seis meses la piel del feto deja de ser traslúcida, comienza a parecer humana. Se forman las cejas, las pestañas y las papilas gustativas. El feto gana la habilidad de abrir y cerrar los ojos. Aunque ve borroso, puede absorber el mundo a través del gusto y el tacto. Me parece interesante que los temas en torno a los que gira mi escritura —y el tipo de textos que leí con religiosidad cuando empecé a escribir poemas hace seis años —se relacionan mucho con el agua, el dolor, la respiración y el cuerpo. Es peculiar que los sentidos que tenía desarrollados al nacer son también los sentidos con los que mis poemas prueban, huelen, saborean, mastican el mundo. Mi escritura es una forma de regresar al vientre materno.

     

    A veces, cuando cocinamos, a mi papá le gusta recordarme que nací pesando menos que una bolsa de arroz. Una persona chiquitita de no más de 800 gramos. Sobreviví al fallo renal, al fallo hepático, al síndrome de dificultad respiratoria neonatal, a las múltiples hemorragias intraventriculares. El sangrado dentro de mi cráneo no desembocó en hidrocefalia. Ha resultado en una obsesión con mi cerebro que desembocó en un libro llamado Hipocampo, pero nada mucho más grave que eso. 

     

    Para sacarle sangre a un bebé tan pequeño hay que hacer una incisión lo suficientemente grande para sacar la vena de su cuerpo, sostenerla en las manos, y picar con lo que debe ser la aguja más pequeña del mundo. Aún conservo la cicatriz en el brazo. A los seis meses el pecho de la madre produce calostro. En la incubadora, un tubo iba desde mi boca hasta los pulmones, pasando por el esófago para que probara unas gotitas de leche materna al día. ¿Qué sentía ese bebé? ¿Cómo podía llorar con un tubo atravesando su tráquea? ¿Estará guardado en mis células algo de ese dolor? 

     

    Así como mi mamá no tenía idea del poder de la palabra, del poder que guardan las sentencias que se repiten con intención, yo tampoco tengo mucha idea de lo que viví esos meses internada. Pienso que para el bebé que fui y del que hoy no sé nada el mundo debe haberse sentido muy violento. Ocean Vuong escribe: “No es ningún accidente, ma, que la coma se parezca a un feto —una curva de la continuación.” 

     

    Una marca textual similar en forma que, según Vuong, es una manera de insistir en la necesidad de crear. En un punto estuvimos todos dentro de nuestras madres, diciendo con nuestro cuerpo curvo y silencioso, más, más, más. La coma se rinde ante su condición de anhelo y deseo: sabe que le corresponde seguir enumerando todo lo que viene después dentro de una misma oración. Imagino que la característica de esa coma que es un feto fue la característica de mi supervivencia. Cuando me inyectaban y me operaban yo decía: ¿qué más? ¿Qué sigue? Había hecho, tal vez, las paces con mi situación. Tanto así que a la fecha, mi umbral de dolor es tan alto que sigue poniendo mi vida en peligro. Tanto así, que cada coma con la que voy cortando los versos es un ejercicio de pausar el dolor —o de prolongar mi regreso.

     

    Parece que pongo aquí el énfasis en una preocupación casi egoísta por mí, pero hoy tengo la convicción de que nací a los seis meses porque mi cuerpo estaba listo aunque no lo estuviera y porque mi mamá me había pedido que ya viniera al mundo aunque eso no era lo que ella quiso decir. Para mí, la poesía es lo mismo. A veces escribimos un poema que está listo sin que nosotros estemos listos para escribirlo, y a veces hacemos versos queriendo decir algo sólo para darnos cuenta que nos han respondido con otra cosa.

     

    III. El juego

    “Hacemos lo que sabemos, antes de saber lo que hacemos”, decía Charles Olson. Y Robert Creeley, poeta norteamericano, pensaba que esta oración de su maestro era bastante críptica, a decir verdad. Pero es lo que yo conozco de mi oficio. Tengo que regresar, con la escritura, una y otra vez sin descanso, a la necesidad inicial de articularme en un mundo donde no se me permitió llorar el dolor físico. 

     

    Desde antes de saber escribir decidí inventar un juego que consistía en escribir. Mi mamá me recogía de la escuela Montessori, y las maestras le regresaban mis cuadernos que eran para hacer dibujos. Pero lo que había en ellos sólo eran renglones repletos de pequeñas bolitas de diferentes circunferencias, que iban de un lado a otro como las letras recorren los libros. La única diferencia, decían, era que había “escrito” de derecha a izquierda. Por suerte, para la segunda mitad de los noventa, y en un kínder Montessori, nadie tenía como proyecto eliminar a todos los niños zurdos del planeta. No era considerada poseída por el diablo por tomar los cubiertos con la mano equivocada. Y así jugaba a que me ponía a escribir sin saber el abecedario. A veces quisiera tener una pequeña ventanita al pasado, por la que pudiera entrar en silencio y sentarme junto a esa Fani que no hablaba con nadie, sentada en una esquina en las mesas de maderita y preguntarle sobre quién estaba escribiendo. Qué historia quería contar.

     

    Mi mamá trabaja con la palabra aunque no escriba poesía. A la par de vender seguros de vida, da consultas de sanación espiritual. Empezó dando reiki y ahora hace alineaciones de campo electromagnético, activaciones de plantilla crística, diplomados de numerología, enseña a interpretar el péndulo y hacerle preguntas. La clave es que mi mamá entiende la fuerza del decreto. La potencia arrebatadora que guarda el ser congruente con lo que se dice, se hace y se piensa. Siempre que termina de dar terapia repite que ella no hizo nada. “Soy sólo una herramienta de Dios y los Arcángeles para que ellos hagan el trabajo de sanación a través de mis manos.” 

     

    Yo no creo ser un vehículo para que me atraviese la palabra sagrada. Escribo poemas porque hice lo que sabía antes de saber lo que hacía. Escribiendo poemas encontré algo que no encontré cuando empecé a escribir cuentos a los siete años ni cuando intenté escribir mi novela a los veinte. Algo que venía buscando desde que fui un feto solo y lleno de cables en una incubadora que haciendo uso de la calefacción imitaba la temperatura del útero que abandoné antes de tiempo. Un bebé que intentaba aferrarse a lo que más le importa: a la cuestión de mi propia vida y su afirmación en la escritura. 

     

    Cuando nací, necesitaban trasladarme al Hospital Infantil porque sólo en su área de cuidados neonatales podían salvarme la vida. Pero todos los espacios estaban ocupados. Para poder ser trasladada tenía que ser liberada una incubadora y para eso, un bebé tenía que morir. En el hospital las enfermeras me decían “La Niña Milagro” porque fui la única prematura que sobrevivió de los treinta bebés prematuros que estaban conmigo al entrar al hospital en marzo de 1995. Pienso mucho en cómo sería la persona que murió para que yo pudiera ingresar. Pienso mucho en con qué justicia ocupé yo su lugar. Intento con la escritura de este texto, regresar a ese momento. El regreso es también un ejercicio sin sentido pero indispensable.

     

    No es casualidad que la necesidad económica le arrebatara a mi mamá su trabajo como secretaria y, antes de eso, su anhelo de ser pintora y educadora. Como ama de casa, pudo dedicar un tiempo a pintar y dar clases a niños. A la fecha, mi casa está llena de sus cuadros. Los que ha hecho desde que llegamos a Tijuana, porque antes, tuvo que vender todos para pagar la escuela de mis hermanas, para parirme a mí. No me pasa desapercibido lo que significa tener un espacio en revistas, en editoriales, en lecturas de poesía. Saber que este texto implica un esfuerzo remunerado económicamente también me devuelve la esperanza de creer hasta en los sueños más imposibles. Una oportunidad que mi mamá no tuvo. 

     

    Desde esa incubadora que tomé en el Hospital Infantil de Doctor Márquez siempre soy muy consciente de los espacios que ocupo, y lo traslado también a una conciencia rigurosa del espacio que ocupan las palabras en la página. O en la pantalla, si es que lees esto desde cualquier celular o computadora. Qué silencio sagrado están robándose. Escribo porque es un juego que inventé, uno que disfruto. Escribo porque es un milagro que no me haya muerto. Escribo poemas por un deseo de que el mundo que nos tocó habitar sea más que ese abandono y soledad que quedaron grabados en mi cuerpo desde que nací.

     

    Mi mamá no siempre confió en mi capacidad para sobrevivir, pero confía en mi escritura. Cree en el poder de la palabra, conoce su calidad para transmutar fuerzas y afectos. Mi mamá cree en los milagros de la misma forma que yo creo en la poesía.

     

     


     

    Estefanía Arista. (Tijuana, 1995). Licenciada en Escritura y Literatura por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Fue becaria del Festival Cultural Interfaz en la categoría de poesía (Culiacán, 2018) y en ensayo (Real del Monte, 2018). Obra suya aparece en revistas digitales como Tierra Adentro, Este País, Periódico de Poesía, La Novicia, Punto en línea y en algunas antologías nacionales e internacionales. Fue residente de la decimoctava promoción de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores en España, donde terminó de escribir su primer libro, Hipocampo (Dharma Books, 2021). Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en poesía.

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