lunes, abril 29, 2024
    Un elefante en mi cama

    Enciende la cámara

    Silvia

    Entonces…
    ¿Quieren saber por qué llegué tarde a la fiesta del año pasado?
    Ese día estaba sentada sobre la mesa de la cocina después de comerme un litro entero de helado de avellana.
    Un litro entero, ¿pueden creerlo?
    —Solo una cucharada —Me dije.
    Sumergí una cuchara sopera, de las grandes, al helado de avellana, jurándome a mí misma que esa cantidad de helado resolvería todos mis problemas.
    Y ya lo sé, recordé lo que me decías: “el azúcar nunca arregla nada”,
    Pero por unos momentos de felicidad, valía la pena engañarme.
    Comí la porción que me había encomendado y, en esos momentos, como una máquina que está descompuesta y que se enciende sola cuando menos te lo esperas, comencé a calcular las calorías.
    Ridículo,
    no había manera de que un ser malogrado en el manejo de los números como yo, pudiera calcular las calorías de un bocado de comida.
    Al percatarme de que había una posibilidad de haberme metido al organismo una cantidad absurda de grasa y azúcar, supe que no había vuelta atrás, y entonces pensé: Si ya comí tantas calorías, ningún daño me hará comer más.
    ¿Se imaginan?
    Como si 30 cucharadas de helado fueran lo mismo que una sola.
    Vaya que fue una brecha de locura.
    —30 bolas de helado equivalen a una —pensaba, mientras me atragantaba con el frío del helado.
    Carajo,
    es que yo jamás había vomitado y tampoco me había sentido culpable por la comida que me metía a la boca, siempre me sorprendía escuchar en el baño del instituto a las chicas vomitando, como si se tratara de un ritual matutino, incluso podría decir que me compadecía de ellas:
    —Pobres, ¡Con lo rico que es engordar! —pensaba…
    En aquel entonces me gustaba llevar encima todo el amor de la comida, me gustaba mis piernas grandes y mi pancita redonda, pero supongo que eso no podía durar… Siempre llega el momento de comparación, esa comparación que enferma.
    En fin, aquél día del helado de avellana, y el mismo de la fiesta de cumpleaños de papá, estaba fuera de mí.
    Me bajé de la mesa de la cocina completamente segura de que, si no hacía algo, al día siguiente pesaría 120 kilos.
    Así es, de 55 kilos a 120 en una sentada.
    No tuve opción y en medio de mi pelea mental y mi lucha por sobrevivir a lo que le acababa de hacer a mi cuerpo, me arrodillé ante la taza del wáter, incliné mi cabeza, y, me metí dos dedos en la garganta.
    Así.
    Lo intenté varias veces, pero antes de que subiera el vómito por mi tranquea, sacaba los dedos por reflejo o yo qué sé.
    Luego volvía esa sensación culpígena y el pensamiento concreto de mí, convertida en un elefante, uno gordísimo y gigantesco.
    El tic tac del reloj me retumbaba en los oídos, me presionaba, como si se tratara de un canto repetitivo que me anunciaba el tiempo de mi explosión, o de una caída libre que no pararía jamás.
    No podía detener la imagen de un elefante dormido en mi cama, tenía que sacarme toda esa acumulación de grasa, y así fue como yo… me di a la tarea.
    Lo logré.
    Cuando terminé sonreí de diente a diente, incluso me dio gusto oler mi propio vómito, pero había roto un límite y no me daba cuenta.
    Ese fue el principio, antes de volverme un succionador de comida basura, de repetir una eterna imagen, como si se tratara de un acto religioso:
    Hincada,
    Vomitando,
    una y otra y otra vez.
    Y esa fue la decisión que me llevó precisamente aquí, al baño de la casa de papá.
    Es su cumpleaños, otra vez, el cumpleaños de mi viejo.
    Ha pasado un año desde que todo esto comenzó.
    Todos ustedes están afuera bailando y conversando,
    mientras tanto yo estoy sentada en un suelo frío, tratando de decidir si echar todo el pastel que me acabo de tragar al sanitario o si despertar mañana convertida en una bola de grasa.
    ¿Está bien que diga eso? B-O-L-A D-E G-R-A-S-A.
    “Ve y enciérrate en un cuarto y graba un video de felicitación para papá”
    Hace poco recordé algo de ti papá, tus frases célebres en cada uno de mis cumpleaños:
    “Deja de meterte comida a la boca”
    “Mejor ve a jugar con tus amigos en lugar de atragantarte con el pastel”
    “Las niñas bonitas no comen azúcar”
    Y mi favorita, la que decías en todas las situaciones posibles:
    “Los Rodríguez siempre sabemos mantener la figura”
    “¿Otra bola de helado Mariana, estás segura?”
    No papá, litros enteros, un océano lleno de helado me he comido en el último año…
    Y mírame,
    “Los Rodríguez siempre sabemos mantener la figura”
    “¿Por qué llegaste tarde a la fiesta?
    Solo di la verdad Mariana”, cuántos mandamientos y reglas en los cumpleaños.
    La verdad no es la verdad, la verdad es una pastilla mentolada para cubrir el olor a vómito,
    la verdad es un vestido amplio para ocultar mis costillas marcadas, la verdad es dormir sintiéndose el animal más gigantesco.
    Ustedes digan la verdad por una vez:
    No quieren saber demasiado de mí, porque eso implicaría imaginarme con la cabeza inclinada, arrodillada ante el wáter, como si estuviera rezando, el mismo rezo todos los días.
    Un retrete vacío, de eso se trata ahora mi vida.
    El excusado y yo, mi cuerpo y yo.
    Siempre el mismo dilema:
    Llenar el excusado o ser un paquidermo.
    Y siempre el mismo resultado:
    Un helado de avellana y dos dedos en la garganta.
    Feliz cumpleaños, papá.

    Apaga la cámara

     


     

    Jimena Hinojosa. (Ciudad de México, 1994). Escritora y actriz. Ha escrito ocho obras de teatro, dos monólogos y tres cortometrajes. Ha colaborado con adaptaciones de libros de texto para el Fondo de Cultura Económica, y en el último número de la revista Paso de Gato. Es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de dramaturgia.

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