domingo, abril 28, 2024
    Felicidades. Qué limpio y claro está tu poema.

    Alan Valdez

     

    La belleza — no se causa — es —

    Emily Dickinson

     

    Me han hablado mucho de la música y la poesía, casi como sinónimos. Casi como una criatura siamesa de unívoco tracto digestivo. Pero en todas las ocasiones, me surge la misma sospecha de que la aseveración tan conveniente de que el sonido da el sentido, además de sonar bonito porque parece que uno está diciendo algo revelador, es ya un lugar común. Importante, sí, como todos los lugares comunes, pero muchas veces utilizado de manera peyorativa para no dejar que otras poéticas, “que no suenan a poesía,” entren a la conversación. Y yo solo pienso, ¿a qué suena la poesía? A esto. Y a esto otro. Y definitivamente a aquello, por supuesto.

    Si la parte sonora de las palabras es tan importante como su sentido, ¿por qué seguimos exigiéndole al poema una pulcritud excesiva de sus propósitos, de su decir, cuando su manera de desplegarse primero, pensando en su origen y naturaleza musical, pediría del lector no otra cosa, sino su sensibilidad, mucho antes que cualquier riesgo del intelecto por desarticular y desafiar la metáfora, imagen o símbolo que se esté jugando?

    Antes de ver el mundo, lo escuchamos. Un mundo que, para llegar a nosotros, está obligado a cruzar la reverberación acuosa del vientre materno. Es decir, un mundo no nítido, sino diluido. Así inauguramos el afuera. Como un mar diciéndose en murmullo. Algo nunca completado, sólo sugerido. En esa oreja no habrá otra ambición mas que el sentir. Antes que la palabra y la violencia de su significado en nosotros, el escuchar. Y escuchar no es una experiencia lacónica, exige todo el cuerpo. Soy todo oídos, dicen. Brutal expresión que Peter Szendy sintetiza en el arquetipo del escucha. Un alguien que, al estar volcado a sus oídos, compromete su ser a la escucha porque congrega todo su sí mismo a la atención auditiva. Aunque también debe ser horrendo estar lleno de orejas. Peter Szendy además habla del Estado.

    Aquí haré una distinción ante el posible purismo conceptual: mi noción de música no pone en el centro de su potencia al orden, número y proporción. Me retiro de la idea del poema como partitura, que es determinarlo como algo completo. Solo el pasado está completo. Para mí, la música no demanda de nosotros mas que presente. Abarcarnos a la vez que se abarca a sí misma. Ser con nosotros. Enseñarnos, sobre todo, para qué el silencio. Procurarlo.

    La música, para desplegarse, no exige conceptos, exige cuerpo. No le interesa nuestro orden. O nos interpela. O se calla, que es una de sus otras formas predilectas de anunciarse. Ahora, si he puesto al cuerpo como la alegoría que la música congrega, es para decir: lo que reconocemos como música en el lenguaje es la parte que nos ha permitido comulgar nuestro ritmo interno, con el ritmo de afuera. Así, cuando oímos en la calle, sin saber el contexto, eso que queda que es nada, y tú o yo, o alguien dice, ¡ahí hay un poema!, no es, evidentemente, porque esté instalado en una caja de resonancia llamada The poema. Más bien, por otra cosa, una que se necesita reafirmar constantemente: porque sentimos. Y no importa especificar qué es lo removido, regresado o insistido en el presente de nuestra escucha, sino reconocernos ahí, sin saber si después. Y lo que anima a presentar en voz alta el ahí hay un poema con una contundencia sin titubeos, no es en realidad producto de una generación espontánea favorecida por nuestra grandiosa inteligencia, sino que anterior, se hizo vigente una pregunta que nunca nos habíamos hecho, pero que en el instante del encuentro con esa porción de lenguaje, nos fue ofrecida. Así es como se crea un otro presente, hasta que ocurre un nuevo encuentro. Preguntar es un síntoma del presente. Responder es asumirse en pasado. La música es lo que ocurre.

    Es más que notorio, que el reconocimiento de potencias o hallazgos de la emoción por la metáfora en la oralidad de la calle, anuncios, comentarios de YouTube, el horóscopo, capturas de fotos en Instagram, clasificados de baño, tuitazos, en una mosca, sobre todo, en una mosca, no es un descubrimiento propiamente de este siglo, ni de ningún otro. Sin embargo, admitir que de inicio va lo sensible antes que el concepto, permite ingresar formas menos impositivas, violentas y controladoras a la conversación sobre la escritura. Desplazar la obsesión por la claridad lógica a un segundo término, no es sobreponerse con la misma terquedad y capricho de decálogo vanguardista. Sino que solo es la exigencia de nuestro siglo por pensarse en sus propias metáforas, y no las del otro siglo que no sabe despedirse, pero que por pura cronología ya está muriendo. De visibilizar intenciones de escritura que han sido anuladas por no ser poéticas, o por entregarse demasiado a lo prosaico y, mi favorita, por no ser Literatura. ¿Qué es la Literatura? ¿Quién decide quién entra a la Literatura? O, para empezar, ¿cómo se escribe Literatura? También es obvio que las respuestas inmediatas a eso, fácil me las regala el siglo XX. Que si el autor. Que si la recepción. Que si el canon. Que si la tradición.

    Me han hablado mucho del sentido y el poema, casi como el sinónimo de una criatura siamesa que vomita el líquido más inmaculado posible. Una sustancia fúnebre que expone la excesiva búsqueda de pulcritud en el sentido, atravesada ahora por la obligación de dejar bien claras las voliciones políticas, tanto por lo que se dice como por lo que no, siendo esto último una de las formas más infames del silencio, la autocensura. Me han hablado de ejecutar poemas que establezcan extrema nitidez en lo que se piensa, no por apelar a la claridad e inteligencia de quien escribe, sino más bien para que esa claridad funcione como imposición intelectual para el lector. Obligarlo a entender todo. Así, el otro lugar común y buena ondita de que el lector es el que termina la obra, acaba siendo algo que se repite sin relevancia alguna. El lector ni enterado de que debe terminar un libro.

    Poner la transparencia en el lenguaje como aspiración imposibilita y aniquila la lectura porque se asume que, si no se entiende, entonces no dice. En consecuencia, las formas en que se escribe se normativizan sin considerar que, si no dice, puede ser también el resultado de que no se siente. Así es como persiste otro infame concepto que justifica desprestigiar sensibilidades por sacarlas del espectro de lo poético. Mucho me han hablado de lo poético y la belleza como sinónimos. El chiste se cuenta solo.

    La humanidad, o al menos una parte significativa de ella, consciente o inconscientemente, ha ido en contra del exceso de pulcritud en el sentido, porque se sabe que la limpieza homogeneiza a un grado catastrófico. Pero aquí también el siglo XX me podría dar respuestas. Todo lenguaje es exceso. Escribir es preservar ese exceso. La basura es exceso. Pedirle pulcritud al poema es esconder sus costuras, residuos, intermitencias, la vida detrás, pues, para legitimar la existencia de un genio creador que posee una forma precisa donde su imaginación y no otra, es la única responsable de la escritura. Un profeta, como dicen.

    Exigirle lo prístino al texto es insistir en la figura del autor (aún y con su fingida modestia acompañada de un nunca se acaba de corregir) como el guía y procurador de sentido, el que nunca problematiza sus hallazgos más allá de la pura ejecución voluntaria del talento, y, en consecuencia, no reconoce que en realidad su escritura es la suma de colectividades. Es obligar al mundo a una desnudez pública, porque no permite el misterio. Es negar cualquier relación con lo sagrado, porque imponer una domesticación en las maneras de la escritura, mutila lo salvaje de cualquier lengua. Su origen y motricidad, entonces. Es negarle a lo aún no dicho, la posibilidad de decirse. Es condicionar la sensibilidad. Es no aceptar que el mundo es un proceso no terminado. Que nadie puede acabar. La poesía no va a salvar a nadie, porque nadie se salva del presente. No totalidades. Más bien preguntas. Como la basura. Siempre genera preguntas, y ratas y moscas. Movimiento de lo que marginamos de regreso a nuestras casas.

    Me han hablado mucho de la tradición y la escritura como se habla de la burocracia: un trámite que sacar con el pasado. Traer una copia firmada, pero que se vea clara, si no, no. Vaya ironía. Tremenda maniobra del siglo XX el pedir la cédula de identidad para sacar la cédula de identidad. Matricularnos. Ser un número y hacer fila para que te reconozcan o te anulen la condición de ciudadano. Pedirles a los escritores permiso para poder escribir. Pero repito, mi idea de la música no tiene que ver con el orden, el número y la proporción. Tiene que ver con algo tan perecedero que solo pasa una vez. La importancia del cuerpo no recae en lo restringido de su repetición. Sino que justo, porque no podemos repetirlo para nosotros, lo ensayamos con los otros.

    Al final, solo me queda mirar por la ventana y ser melodramático y pensar en: ¿por qué si las poéticas han cambiado, seguimos corrigiendo igual? O más preciso aún, si nuestra relación con el cuerpo ha cambiado, a partir de nombrar lo que nos sucede desde sensibilidades menos morales, menos jerárquicas, menos patriarcales, ¿por qué seguimos esperando que la poesía se escriba pidiéndole permiso a voluntades desfasadas y enfocadas en la contundencia del resultado, en su efectividad como discurso, y no en los procesos y los afectos involucrados como consecuencia de nuestra relación con los otros que habitan y se abren en la escritura?

     


     

    Alan Valdez. (Chihuahua, 1992). Escribí La pérdida de voluntad en el agua (FCE/Tierra Adentro, 2021). Me gustan las nutrias, hacer música en sintetizador, que Quignard procure el silencio y, sobre todo, el poema 135 de Emily Dickinson.

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