sábado, abril 20, 2024
    Dos poemas de Yaroslabi Bañuelos

    Yaroslabi Bañuelos

     

     

    Hoy no quiero hablar de elefantes 

    ni de libélulas atrapadas en la luz.

    No quiero hablar de lluvias serenas 

    ni de árboles que lloran cuando viene la noche.

    No hablaré 

    sobre la primavera y sus duendes

    porque otra vez es ayer

    y despierto en los brazos morenos de mi madre

    y sé que algo quiere gritar la memoria.

    De nuevo soy la niña 

    que platicaba con los gatos y las hadas,

    aquella que sólo podía hilvanar 

    conversaciones con animales silvestres.

    De nuevo soy aire,

    entre mis ojos se arremolina el tiempo 

    de un barrio veinte años menos lejano,

    menos jodido

    menos agonizante. 

     

    Hoy no quiero hablar de nubes 

    con forma de pájaros

    o corceles de mar.

    Es mil novecientos noventa y nueve,

    delante de la casa primera 

    camina alegre el fantasma de un viejo pescador

    todos lo llaman El Negro,

    su piel nocturna es agua abisal que se derrama

    sobre la calle de tierra,

    en su bicicleta carga con ternura 

    sus canastos llenos de cangrejos, 

    mojarras y otras canciones del océano.  

     

    Junto a los gorriones del alba 

    va pescando ángeles desde las colinas sedientas 

     

    hasta la lengua azul de las playas, 

    regresa cubierto por un manto de sal y peces  

    y hace la señal de la Santa Cruz 

    cada vez que a las manos de un cliente 

    salta una cabrilla.

     

    Otra vez es ayer

    y no quiero hablar de largos veranos 

    o de poemas donde germinan las malvas

    porque en el recuerdo

    descubro las estrellas abatidas de las mujeres

    que trabajan en los mercados ambulantes,

    las que se levantan

    con el grito del gallo 

    para fabricar un milagro de abejas y panes. 

    Ellas dicen que son días vacíos,

    y que pronto vendrán 

    tiempos misericordiosos.

    Sus tímidas siluetas no se mueven con júbilo,

    esperan sombrías e inmóviles 

    frente a sus puestos de flores 

    o sus tendidos de ropa de segunda mano,

    aguardan la llegada de una mañana bondadosa

    que ilumine todas las espinas. 

     

    A mitad del onírico silencio que se derrama 

    una mujer susurra una oración 

    a San Martín de Porres,

    tiene fe en que venderá el árbol de aguacate  

    el romero

    la ruda 

    las macetas de hoja santa 

    pero los azahares lloran  

    y el llanto se esparce 

    como una transparencia del estío.  

     

    ¿Ya mencioné que esa mujer 

     es mi madre?

     

    Hoy no quiero hablar de marmotas 

    o versos coloreados por una tiza azul.

    En las calles del barrio 

    nada ha cambiado.

    Otra vez es ayer y me encuentro 

    con la misma chica triste de aquella tarde,

    acurrucada y sudorosa

    tiembla en el último asiento del autobús. 

    Como una ninfa de los cementerios 

    inhala el vaho escarlata de un esmalte para uñas,

    los vecinos miran hacia las ventanas,

    miran hacia el horizonte que refleja  

    las flores del camposanto.

    Nadie se percata del vapor y los diablos

    que escapan de sus huesos de niña.

    Nadie atrapa los delirios,

    o los sueños donde ella siempre emigra 

    hacia cielos despejados 

    en las alas de golondrinas púrpuras 

    porque su cuerpo tornasol se ha vuelto invisible.

     

    Por última vez descanso 

    sobre el pecho moreno de mi madre,

    el barrio no luce menos jodido

    menos sangrante,

    menos lejano.

    Aquí estamos de nuevo,

    me susurran el viejo pescador,

    la señora con sus flores,

    la chica del autobús y sus aves.

     

    Yo soy sólo la niña que hablaba 

    con las cigarras y los sapos. 

    Aquí estamos de nuevo

    y las palabras no nos han salvado. 

     

     

     

     

     

    Ancestros 

     

    En las cicatrices del desierto hay un fuego débil 

    el rastro de sombras desnudas y sus voces extintas: 

    Las mujeres que pintaron de rojo los huesos de sus muertos,

    los hombres que amortajaron el miedo en la piel de un tejón, 

    los hechiceros de un clan subversivo como el fuego,

    el eco de una lengua que trazaba crótalos y gatos salvajes,

    palabras ya sólo pronunciadas por espectros. 

     

    [Mientras salta una liebre 

    los espíritus de la lluvia aún cantan palabras-relámpagos  

    Anajicojondi

    Chimbiká

    Ibó

    Tuparán 

    Atemba 

    Amadá-appí

    Cucunumie

    Temedágua

    Uriurí].


     

     

    Yaroslabi Bañuelos. (La Paz, Baja California Sur, 1991), es autora de Inventario de las cosas perdidas y Otro agosto habita el aire. En 2021 obtuvo el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada. Ha sido ganadora de los Juegos Florales del Carnaval La Paz en las ediciones 2019 y 2023, en 2019 recibió el Premio Estatal de Poesía Ciudad de La Paz y los XLVI Juegos Florales Margarito Sández Villarino. Ha sido becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico PECDA 2016-2017 y del Programas Jóvenes Creadores del FONCA 2020-2021. También se ha desempeñado como tallerista de grupos de escritura terapéutica. Actualmente es becaria del PECDA BCS 2022. 

     

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