miércoles, octubre 9, 2024
    Cuatro poemas de <i>La espera y la memoria</i>

    Adriana Dorantes

     

    Reconocimientos

     

    Las filas eran largas y el avance lento.
    Una rareza llamó su atención cuando estuvimos frente a frente.

        La aduana era un túnel de casillas indistinguibles,
        multitudes igual que viajeros solitarios
        se abrían paso a través de los cuestionamientos.

     

    Fuimos detenidas ante un hecho inusual a sus ojos.
    Algo de extraño debía haber en nosotras que nos declaramos “familia”.
    Yo misma lo sabía y nunca necesité preguntármelo,
    corroborar con documentos,
    recoger evidencias.

     

    Los pasaportes en orden y después las preguntas.
    Ellas apenas conocían el idioma extranjero,
    la señorita que interrogaba se esforzaba por hablar el nuestro.

        —Familia es madre, padre, hijos. 

    Ahí el factor ausente en la ecuación: motivo de dudas y desconfianza.
    Y sin embargo ellas insistieron: somos familia.

        —Familia vive en misma casa.

    Correcto.

     

    ***

     

    ¿En dónde estaba aquel que la señorita buscaba
    para cuadrar su lógica y su papeleo?
    Mujeres frente a esquemas no establecidos
    que por suerte salen triunfantes de la encuesta.
    La pregunta por el origen es un desierto. 

     

    Es verdad que nací y crecí
    a la sombra y cuidado de las mujeres
    que no me engendraron,
    y fueron ellas,
    mi madre y sus hermanas
    mi familia.

     

    En mi mente no hacía falta otra fórmula,
    ni preguntarme por qué compartíamos los apellidos.
    Supongo que la señorita tampoco entendió esto.

     

     

     

    El racimo de tu sangre

     

    Padre:
    el hueco de tu nombre habita en mi presente.
    Las preguntas no acaban,
    llueven dudas desde el techo de la estancia.
    Hay una noche que se ha detenido en mis ojos
    mientras ignoro si la vida me dará
    para enterarme de lo que falta.

     

    Padre:
    puedes venir a buscarme,
    me convenzo de que al verte
    sabré las formas que te distinguen.
    Hago verdad los engaños,
    niego que no haya manera de localizarte,
    temo no saber si llega a mí el momento indicado.

     

    Parecía obvio,
    pero pasaron años sin que entendiera
    que tu vida marcaba la mía.
    Llegué a los treinta sin indagarte:
    se puede vivir con vacíos.
    Lo que no se dice no existe:
    no hablé nunca de la herida.
    Pero hay daños que se abren paso hasta escucharse.

     

    Padre:
    el mundo es el mismo con o sin tu abrazo,
    pero la duda adopta máscaras a medida.
    Hay una certeza que existe y que calla.

        Se vive con huecos.
        Se vive con ausencias y fantasmas.

     

    Padre:
    sé que en tus ojos se encuentra la razón de los míos,
    que es la herencia de tus huesos la que moldeó mi anatomía.
    Sé que soy tú en más formas de las que entiendo,
    porque esta desgarradura
    no pertenece al linaje que me arropó en tu ausencia.

     

    Estás a pesar de los días y los años idos.
    en la historia clínica,
    en los espacios en blanco que dejo en documentos oficiales,
    en las charlas mundanas sobre la familia.

     

    Hay una voz que me interpela con la verdad:
    el encuentro es imposible.
    Quiero saber de ti lo que jamás podré sacar de la boca
    de aquellos que te conocen y te niegan.

        Se vive con las interrogantes.
        Se vive en la incompletitud.
        Se vive sin memoria.
        Se vive.

     

     

     

    Cómplices 

     

    La falta halló la forma de encarnar en una tarjeta.
    Tengo seis años y la maestra insiste en que debo hacerle el regalo,
    que debo elegir un dibujo
    y que con pegamento y cereales lograré el resto;
    no sé cómo explicarle que carezco de destinatario para sus deseos.

     

    Tengo seis años, pero ya he entendido.
    Desde los ojos de mi madre,
    de las cosas que calla y se ha guardado hacia adentro,
    sé que hay preguntas para las que no hay respuestas.
    También he aprendido de apariencias,
    de mentiras disfrazadas con las buenas intenciones de los festejos.

     

    Elijo un balón de futbol;
    “Feliz día del padre” se lee arriba de la portería.
    Hay sustitutos para las carencias:
    tengo un abuelo que existe, aunque calle,
    y recuerdo que él, un día, a pesar de su coraza impenetrable
    —también ha aprendido a utilizar el silencio—
    con sus ojos me ha dicho que está bien, que él seguirá el juego.

     

    Tengo seis años y entiendo que debo contentarme con ello:
    mi padre será para siempre un hueco interminable,
    un espacio en blanco, un vacío,
    una razón de sobra para honrar el simulacro eterno.

     

    Mi abuelo cumple el trato.
    Recibe con una sonrisa mansa su tarjeta:
    su dibujo relleno de semillas y cereales.
    La mentira salva.
    Juntos entramos al pacto.

     

     

     

    Horas de sueño impenetrable

     

    Pienso en la fecha de mi suicidio 

    y creo que fue en el vientre de mi madre.

    Enriqueta Ochoa

     

    Te conservé sin el deseo,

    un río de dudas marcó el principio y tu nombre tomó forma

    en la bruma de una carencia.

     

    El tiempo escurría dulce entre suaves bramidos.

    Temí la posibilidad de no amar tu primera aparición

    o tus años futuros

    o la cascada de maravillas y promesas venideras

    que tantos han documentado como ciertas.

     

    Fui vencida por la ternura,

    el azar se enmascaró con trampas.

    Tal vez fue la soledad

    o la ropa diminuta y los encajes.

    Quizá fue el anhelo por hacer de ti

    todo lo que en mí ya había sido acabado por hiedras y pantanos.

    O el escalofrío punzante de salvar lo vivo,

    la extraña sensación de que había que alumbrar,

    de verme en ti y lograr lo inacabado,

    un héroe a tus ojos, 

    el remedio a los daños de generaciones antiguas.

    Saberte para mirar el tesoro que se abre paso,

    el florecimiento de algo semejante a mí:

    la esperanza.

    Quizá fue el temor a la memoria vacía,

    la soledad,

    la falta de propósito,

    el haber creído que tu existencia en mi mundo sería alegría.

     

    Desde tu primer golpeteo

    dediqué un pensamiento a cada futuro momento en esta tierra inhóspita.

    Y los remedios:

        una palabra para explicarte la máxima claridad que permite el lenguaje,

        una certeza para quitar la armadura de la inocencia,

        un juego para mostrar la fealdad,

        un abrazo para decir que el sufrimiento sería tu bienvenida.

     

    Cuando puedas comprenderme,

    te diré que la verdad no aguanta largo tiempo en pie

    ni permanece despierta.

    Es difícil que se contagie y es fácil cubrirla, pero no para siempre.

    Te confesaré cosas que me fueron negadas.

    La voz será mi más primitiva defensa:

    hablaré como antídoto contra las atrocidades,

    aunque fracase en ocultar

    que sólo la angustia se enraizará a la semilla.

     

    Mientras no existas todavía en mis brazos,

    mientras te arrulles con mi caminar en la tibieza,

    en la calma que reina en las noches ardiendo de estrellas,

    iré pensando en mis faltas,

    en las maneras de quitarte dulcemente las vendas

    y arrojarte de lleno a un mundo que no te necesita.

     

    En tus horas de sueño impenetrable,

    paso mis horas ideando la manera de enseñarte

    a sortear los monstruos y los desiertos.

    Imagino las formas en que serás 

    y anhelo ver en ti el reflejo de mis deseos.

     

    A veces te imagino niña

    para recrear en ti los orígenes de mis bríos perdidos

    y verter ideales que se me quedaron congelados

    entre la realidad, la resignación y las rutinas.

    Te imagino como yo

    —igual que hizo mi madre conmigo—

    para ver realizadas en ti las imaginaciones y propósitos

    que en mí apenas germinaron

    y nunca florecieron.

     

    Te estoy pensando mejor que yo

    para convertirte en el triunfo de todos mis fracasos.

    Te querré como yo

    y haré lugar al tiempo que en mí se desperdició

    por falta de sabiduría y esfuerzo.

     

    Cuando existas te dejaré ser lo que desees

    para no cargar las culpas que a mi corazón fueron cosidas,

    aunque quizá, sin darme cuenta,

    querré hacer verdad en ti

    las proyecciones de mi intelecto.

    Te daré todo lo mejor, y lo peor,

    porque el amor es así

    y no hay manera de meterlo en regla.

    Y querré que tengas todo lo que me hizo falta,

    igual que lo hacen los que creen que saben

    y viven subsanando errores y deficiencias.

     

    A cambio esperaré que seas mejor.

    Desearé que no creas historias de dioses que rigen destinos,

    que destierres rápido esas ilusiones que se contagian

    como la plaga.

    Querré que muy pronto sepas que no necesitas creer en tonterías.

     

    Dicen que debería amarte desde ahora, sin conocerte,

    aunque lo que siento todos los días se parece más al miedo,

    al terror de no amarte al toparme con la luz

    que se supone traes, indudable, implícita.

     

    Haré lo mejor por ti,

    lo más que a mi corazón le sea permitido,

    pero nunca te agradeceré por haberme elegido.

    Creo en el azar,

    en la inteligencia.

    Tendré la calma de aceptarte,

    de dejarte en libertad, aunque no lo quiera.

    Tengo esperanza en hacerlo bien, aunque tema.

     

    ¿Entenderás lo que he sentido en estos meses de imaginarte, de apenas tenerte?

     

    Una última cosa debes saber: 

    más allá de todo lo que pudiera decirte,

    y de lo que proclaman los que han pasado por esto:

    con tu existencia he puesto a prueba mi tiempo

    y el egoísmo que me crece desde los huesos.

    ¿Podré amarte sin que lo entiendas?

     


     

    Adriana Dorantes. (Ciudad de México, 1985). Maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato. Es Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos 2017. Columnista en Los Ojos del Tecolote con “Pequeñas magias inútiles”. Directora de difusión y prensa en Ediciones Era.

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