martes, octubre 15, 2024
    <i>Fruto</i> (fragmento)

    Daniela Rea Gómez

     

    Cuando nació mi primera hija me sentí asolada, pese a estar acompañada por mi madre, mis hermanas, mi compañero y mis amigas. La crianza me arrinconó en un espacio oscuro mientras el mundo exterior me exigía reivindicar quién soy como periodista. Para entender mi nueva circunstancia hice lo que sé hacer: periodismo. ¿Cómo interpreto al mundo? A través de las experiencias de otras personas, de escucharles y entender cómo su propia historia va encontrando un lugar y un sentido en el mundo que viven. Escuchar a otras, para escucharme a mí misma y encontrar lo común.

     

    Así que en medio de ese asolamiento comencé a buscar a otras mujeres que maternaban para entrevistarlas. Escucharlas me hizo pensar en cómo yo fui maternada y eso me llevó a entrevistar a mi mamá. Pronto, me di cuenta de una obviedad: que las historias de cuidados no se reducen a las madres, sino que nos involucra a todas. Éste no es un libro de maternidad, es un libro sobre los cuidados, que nace bajo la premisa de que no todas somos madres, pero todas hemos cuidado.

     

    Es un libro transgeneracional porque participan abuelas, madres, hijas y hermanas. Aquí está la historia de Jenny, una adolescente que arrojó una cazuela de aceite hirviendo a la espalda de su padre para salvar a su madre. De Rosalba, que intenta cuidar a su hija sin el maltrato con el que ella fue criada. De Avelina, que sueña constantemente con un bebé abandonado por esa sensación de no haber cuidado a sus hijos. De Mónica, que eligió entre trajes viejos y roídos, el que vestiría al cuerpo de su madre tras morir por suicidio. De Channi, que se hizo madre de nuevo cuando debió criar a los hijos de su hija desaparecida. De Mariela, que crió a un hijo producto de una violación. De Betsy, que juega con los hijos de su tía asesinada. De Fernanda, que aprendió a protegerse de los abusos con travesuras escolares. De Laura, cuya madre le cortó sus largas trenzas porque no tenía tiempo para cuidarla. De Alejandra, que cuidó la muerte de su madre enferma.

     

    El libro tiene como escenario este México y su violencia contra las mujeres expresada en desapariciones, feminicidios, precarización y asedio constante y cotidiano a la vida. 

     

    Fruto nace como un susurro para volverse un conjuro de mujeres que cuidamos y hemos sido cuidadas.

     

    *

     

    Leí la historia de Mónica, escrita por ella misma, en una revista donde narraba la experiencia de maternidad de su mamá, quien se suicidó cuando Mónica tenía 16 años. Le escribí y le pedí conocernos. Quería preguntarle sobre lo que significó cuidar a una mamá, aprender a vivir con una mamá que, aparentemente, o quizá en mi primer entendimiento, no quería vivir. Mónica aceptó y nos encontramos varias veces en un café en la Ciudad de México, a donde ella había llegado desde Chihuahua para estudiar la universidad. Era el año 2016, Naira caminaba de mi mano y Emilia crecía en mi panza.

     

    Cuando platiqué con Mónica, ésta fue la historia que ella me contó.

     

    *

     

    Mi mamá nos dijo que se iba a suicidar. Nos lo advirtió. Nos citó a cada uno de sus hijos por separado y nos lo dejó muy en claro. Cuando tocó mi turno me senté a su lado y empezó a hablar: Estoy muy triste, he sido mala persona, lo hice mal, los golpeaba. Yo la escuché y le respondí que no, que no tenía nada qué perdonarle, que no tenía que cargar con culpas. Ella insistía, lo hice mal, los maltraté. 

    Uno a uno nos fue llamando.

    Claro que sus hijos estábamos preocupados, discutíamos entre nosotros para ver cómo evitarlo. Mi hermano mayor, el menor y yo hablábamos mucho de eso. Mis dos hermanas actuaban como si no le creyeran… o quizá es que estaban tan agobiadas en sus propios problemas, sus propias riñas en casa con maridos e hijos. 

    Nosotros sí le creíamos, a nosotros sí nos preocupaba que no quería dormir, ni comer, ni salir. Nosotros intentamos ayudarla. Me acuerdo que un día cercano a su cumpleaños mi tía le preparó una cena y la recibimos con las mañanitas en la versión de Los Tigres del Norte. Ella no se sentía cómoda, quería irse, quería que todos nos fuéramos. 

    Creo que siempre se sintió así. Atacada. Nos contaba que de joven no le gustaba salir porque nomás iban a hablar mal de ella. Me acuerdo una vez que se despertó y se puso a limpiar la casa. Le gustaba tener su casa limpia y ese día todo estaba regado y no había un lugar dónde sentarnos. Yo también me había despertado y fui a buscarla, mami, mamá, mamá, le decía. La encontré en la sala, la vi mal, como enojada. No me gustaba verla así, quería verla contenta y le pregunté si quería jugar. Pero ella se enojó, aventó las cosas que traía en las manos y me volteó a ver. Me miró muy feo, a mí me dio miedo, me gritó: Claro, como tú no vas a limpiar, como tú no tienes que estar con toda esta friega, claro que quieres jugar. Así me dijo y yo sólo tenía tres años. Luego se fue por el pasillo, se metió al baño, azotó la puerta y desde afuera la escuché llorar. Ese es el recuerdo más triste de mi vida. No fue que me regañara o que no quisiera jugar conmigo. Me puso triste que ella estuviera sola, que yo no pude hacerla feliz. 

     

    *

     

    Puedo verme reflejada en tu madre, Mónica. Puedo ser ella. He sido ella. Desde que te escuché Mónica, hablar sobre los recuerdos de tu madre, pienso en lo que las niñas recordarán de mí cuando crezcan, de nuestro ser madre e hijas. A veces, cuando Naira me dice que me ve cansada o enojada, me pregunto si esa es la imagen que se quedará impregnada en sus cuerpos y la que les acompañará cuando crezcan y sean menos hijas de mí. Si me recordarán reducida a una madre cansada, enojada, sin importar que yo sea otras cosas también, sin importar que a veces cancele todo para quedarme con ellas en cama, acariciándoles la espalda, o para llevarlas a comer fideos frente al lago, o para invitar a todas sus amigas a hacer pijamada y hacerles pizza y hotcakes, o para olvidar todas las reglas y pasar la tarde sin trabajo y sin tareas, cachorreando con los últimos rayos de sol.

     

    *

     

    Tengo este recuerdo muy fijo en mi mente, nunca se me quita. El pasillo, el llanto de mi mamá encerrada en el baño, luego el silencio y la tristeza. Yo tenía cinco o seis años y tenía la culpa tan grande de verla sufrir, me sentía mal de estar viva. 

     

    *

     

    ¿Qué aprende una niña cuando ve a su madre llorar encerrada en el baño? ¿Qué inmensidad del mundo se abre ante esa pequeñez? “Tu madre no era la cierva herida ni el cordero, era caballo de mar arrinconada y tiritando en la pecera”, escribe Maricela Guerrero en Se llaman nebulosas.

     

    *

     

    Me acuerdo que cuando ella se encerraba, todos nos asilenciábamos y cada quien se ponía a hacer algo para pasar el tiempo solos. Mi hermano mayor se encerraba en el cuarto, mi hermanito y yo nos hacíamos chiquitos, calladitos, aguantábamos la respiración. Queríamos como desaparecer, nos daba nervios hacer algo que la molestara. Todo era muy confuso, porque ella tenía días muy malos en los que despertaba deprimida y se encerraba y otros en que jugaba mucho con nosotros y se le veía feliz. Creo que lo hacía para compensar que nadie jugó con ella cuando estaba chica, pero estos momentos eran muy pequeños, duraban tan poquito porque luego venía el enojo, el golpe, la tristeza. Yo no tenía miedo. Yo lo que tenía era tristeza porque no podía hacerla feliz. Nunca pude entender a mi madre. Como si todo el tiempo, aunque estuviera con nosotros, estaba en otra parte, encerrada en ese baño llorando, lamentándose. Rodeada de sus cinco hijos, pero sola, siempre sola. Nosotros la hacíamos miserable. A veces sueño con ella, pero no son sueños muy agradables. Sueño que se burla de mí y yo lloro, lloro mucho. 

    Ha de ser muy difícil ser madre, sentir que de ti depende la vida de otra persona, que debes encaminarla por un buen camino. 

     

    *

     

    Madre e hija, temerosas e indefensas, arrojadas al mundo, fuera de la tibieza y seguridad del útero. La misma cosa, la misma soledad.

     

    *

     

    Yo no tengo hijos, pero cuidé a mi hermano menor. Cuando iba en la primaria le dejaron una tarea, tenía que responder a la pregunta ¿quién es la persona a la que más quieres?, y él puso mi nombre, ¿por qué?, porque me alimenta y me ayuda con mis problemas. Yo estaba en cuarto de primaria y me sorprendió mucho porque yo no lo veía así, yo lo que veía era que mi hermano menor, si no me tenía a mí, ¿a quién iba a tener? Si él no me tuviera, él tenía que lavar su ropa, hacerse su huevo. Me angustiaba pensar que no tuviera a nadie y por eso lo hacía, para que él tuviera a alguien y yo también tener a alguien. Cuando leí su tarea sentí muy bonito y hasta arranqué la hojita y la guardé como un tesoro. Yo tenía ocho años y le hacía su huevito revuelto, lo levantaba a bañarse, mientras él, muy chiquito, planchaba nuestros uniformes. Nos teníamos uno al otro.

    A mi mamá casi no le gustaba hablar de su infancia. Ella creció también en Chihuahua y por mi tía supe que mi mamá fue generosa, a ella la cuidaba y con el dinero de su trabajo le compraba regalitos. Le gustaba mucho leer y nos leía lo que a ella le gustaba, me acuerdo de un libro que se llamaba Los hijos de Sánchez, otro era el Manifiesto del Partido Comunista, y El país de las sombras largas, quizá porque se sentía identificada. Eran historias difíciles que no estaban endulzadas, quizá le confirmaban que la estructura familiar es problemática, como lo que ella vivía en casa. Mi abuela era una mujer depresiva y de carácter muy fuerte, nunca los golpeó, su castigo era romperles sus juguetes, sus muñecas. Y yo lo creo porque es el tipo de cosas que mi mamá hacía con nosotros. Tomaba nuestros muñecos, los rompía.

     

    *

     

    Una vez rompí a propósito un juguete de Emilia. Era un pegaso de plástico. La caballa alada, le decía Emilia. Emilia intentó arreglarla con resistol, con una liga para cabello. La pegué con epóxica, pero ya no podía aletear. Emilia cargó con esa caballa alada durante muchos meses para todos lados, la abrazaba con particular ternura. Una vez mi mamá le preguntó a Emilia si no quería otro caballo que no estuviera roto, ella respondió que no, que esa era su caballa, que había tenido un accidente y que tenía que cuidarla.

     

    *

     

    Una cosa que sí me decía mi mamá era que cuando joven, todas se casaban para irse de sus casas, pero ella decía nunca me voy a casar. Lo decía con mucho orgullo. Tenía trece años y no se quería casar nunca, pero se casó a los 19 años. Mi papá era de un rancho y emigró a la ciudad cuando el declive de la vida en el campo. Ahí en la ciudad conoció a mi mamá y se fueron a vivir con mis abuelos paternos porque no tenían dónde. 

    La historia de mi mamá es una historia común a muchas mujeres. Desde chica trabajó en la maquila, sufrió acoso sexual, se juntó muy joven y tuvo hijos pronto. Mi hermano mayor nació cuando ella tenía 19 años, once meses después nació mi primera hermana, un año después mi otra hermana. Dice mi mamá que se cuidó con condón pero que mi papá no lo usaba bien. Luego usó el método del ritmo y le funcionó tres años y después yo nací y dos años después mi hermano menor. Mi mamá empezó a parir en 1984 y terminó en 1992. Fueron muchos años.

    Yo cuando era niña pensaba que así eran las cosas, tenías un novio, te embarazabas y te casabas. Así lo vi con mi mamá y con sus hermanas, pero en cuanto ella pudo hablarme de sexo siempre me dijo, no tengas hijos. Que era como decirme que ella no quería tenernos. A pesar de todo, aunque la desesperábamos, aunque no nos quería tener, mi mamá trataba de hacer las cosas bien. Lo intentó de muchas formas. Una vez hasta se metió a una iglesia cristiana y la cosa terminó muy mal porque toda la culpa de los problemas de la familia se la echaban a ella, se la hacían sentir. O mi mamá eso sintió. 

    Cuando nosotros empezamos a nacer, mis papás necesitaban un espacio, así que falsificaron unos documentos y se embarcaron con un crédito para la casa. Era una casa mediana, al frente tenía un patio que nunca pavimentaron y ahí sembramos un árbol de duraznos. En el patio de atrás teníamos una alberca que se llenó sólo una vez porque vivíamos en un desierto.

    Mucho tiempo vivimos llenos de carencias porque teníamos que pagar la hipoteca, yo andaba de tenis rotos cuando todos mis compañeros estrenaban tenis con lucecitas de colores, también me acuerdo de tener mucha hambre y que no había comida en casa. Hasta que un día la terminaron de pagar. 

    Fue un domingo. Mis papás llegaron con la noticia y nos subieron a la Caribe para darnos una sorpresa. Nos llevaron al Soriana y nos dejaron escoger todo lo que quisiéramos porque ya no teníamos deuda. Mis hermanos y yo corrimos a los anaqueles a escoger lo que más deseábamos. Yo escogí una caja de Zucaritas y una Fanta de naranja. Fue todo un acontecimiento, una gran fiesta, la fiesta de la abundancia. Pero no vi a mi mamá feliz. Mi papá sí, él estaba muy feliz, se sentía orgulloso. Pero no, ella no. 

     

    *

     

    Cuando yo era niña e iba a la tienda por mandados, me quedaba con el cambio para llevármelo a la escuela y comprar dulces, papitas, pero cuando se acababa el sueldo de mi mamá como maestra, y no alcanzaba para los últimos días de la quincena, sacaba las monedas y se las daba para que pudiera comprar pan, leche, huevos, tortillas o frijoles. También me tocaba contestar las llamadas telefónicas de la dueña de la tienda de ropa que llamaba para cobrarle a mi mamá y responderle, ahorita no está en la casa, sí, yo le digo que la anda buscando, y nunca decirle, porque obviamente no tenía para pagarle. Pero cuando recién le llegaba su cheque mi mamá nos subía a sus cuatro hijos a su Tsuru gris y nos llevaba a las pizzas Lupillos o al Pollo-loco y antes de volver a casa parábamos en la cremería y ella compraba un kilo de jamón y dos litros de yogurt de fresa y de nuez y volvíamos cantando en el carro y era la fiesta de la abundancia en medio de una crisis económica y familiar.

     

    *

     

    Ese mismo año mis papás cumplieron trece años de casados. Para celebrar, fuimos a que nos tomaran una foto. Fue un acontecimiento muy especial. Me acuerdo que días antes mi mamá ya nos había dicho qué nos íbamos a poner. Ella eligió un vestido azul muy bonito, un vestido azul que brillaba. Y se veía tan hermosa. Yo me sentía muy contenta. A mi hermano mayor lo pusieron en el centro de la foto, mi papá y mi mamá a sus costados. A mí se me hacía chistoso que mi hermano estuviera al centro, como si fuera el jefe. Todos estamos contentos mirando a la cámara, pero mi mamá estaba seria, como si no estuviera ahí. Luego hubo un festejo en la casa, una comida. Me acuerdo que mi mamá estaba en friega llevando y trayendo platos y cuando di mi discurso, ella no me escuchó. Ella andaba atendiendo a los invitados. Esa foto sigue colgada en la sala de la casa. 

    Cuando mi mamá nos dijo que se iba a suicidar, nos citó uno por uno. Cuando tocó mi turno, me senté a su lado y ella empezó a hablar. Estoy muy triste, he sido mala persona, lo hice mal, los golpeaba. Yo le respondí que no, que si ella sentía que debía perdonarle algo, la perdonaba. Me hubiera gustado decirle otra cosa, decirle que la entendía, me hubiera gustado darle las gracias porque nunca me hizo sentir que esperaba algo de mí, porque me enseñó a cuidarme en las relaciones sexuales, porque me dijo que no me casara sólo por salirme de casa. Me dijo que las cosas podían ser diferentes. Ella siempre se cuestionó el orden establecido y lo hizo de una forma orgánica, porque estaba loca. 

    Sus hijos estábamos preocupados por ella.

    Yo me empecé a dormir con ella en su cuarto, todo el tiempo estaba con ella para que no se fuera a suicidar, yo trataba de estar de buen humor. Yo estaba muy triste y lloraba todo el tiempo, pero, cuando estaba con ella hacía un esfuerzo para no llorar, quería que se sintiera bien, transmitirle que estaba siendo comprendida. Me metía a su cuarto y me ponía a ver la tele con ella. A veces le hacía plática, pero casi no respondía porque estaba como ida. Otras veces hablaba mucho, cosas del pasado. Pero casi siempre estaba callada. Y así estábamos, en silencio, una junto a la otra porque nunca fuimos así de abrazarnos. Sólo me quedaba ahí. 

    No, no me siento culpable por no evitar su muerte. No soy responsable de la infancia que ella tuvo, de todos los hijos que ella tuvo. 

     

    *

     

    Poder decir “no soy culpable” sin sentirnos culpables por no sentirnos culpables. Mamás que nos enseñaron a desprendernos de su herencia, a quitarla de nuestros hombros, a doblarla y guardarla en un cajón. Algunos años más adelante, quizá, no sólo la doblaremos en un cajón, sino que le prenderemos fuego y miraremos, falibles y satisfechas, elevarse sus cenizas hasta desaparecer.

     

    *

     

    Yo no podía salvarla, no me tocaba salvarla.

    Quizá mi mamá estaba enferma como su mamá, aunque nunca fue al doctor, nunca la diagnosticaron. Dicen que mi abuela hablaba con el diablo, que era violenta. Como mi mamá, era una mujer agresiva y violenta. 

    Un día me sacó de la casa, era de madrugada, me sacó porque yo tenía como reumas y en el invierno me dolían mucho los huesos y lloraba mucho, lloraba mucho de chiquita. Me dijo que llamaría al dif para que me llevara. Me sacó y pasó un carro y me vio y llamó a la policía, hay una niña llorando afuera de su casa. Llegó la patrulla y los policías me subieron a la parte de atrás para llevarme al dif. Mi mamá salió y se puso a forcejear con los policías, luego mi papá también. Pero los policías me llevaron. Estuve menos de dos meses fuera de casa.

    Mi mamá era agresiva y violenta en general, pero más lo era con mi hermano mayor y conmigo. Con él, porque cuando se embarazó se tuvo que casar y era como si le tuviera resentimiento; y conmigo, conmigo porque me parezco mucho a ella. La vi muchas veces golpear a mi hermano y me dio mucho miedo, yo creo que más que cuando me pegaba a mí porque sentía que después de él luego me tocaba a mí y veía todo su enojo, su ira, y que no era capaz de contenerse. 

    Honestamente, siempre he tenido miedo de ser como mi mamá. Yo tenía sus características, tenía su agresividad, problemas de disciplina, pero no quería ser como ella. A lo mejor también por eso cuidaba a mi hermano, porque no quería ser como ella, amargada como ella. No es que mi mamá fuera mala, se esforzaba mucho por cuidar de nosotros. Pero ella no tuvo de dónde aprender a ser una mamá cariñosa. Mi abuela fue una mujer violenta y mi abuelo indiferente, podía ver a sus hijos con hambre o frío o piojos y era insensible a esos dolores. La vida de mi madre estuvo llena de carencias emocionales y materiales. Ella aprendió desde muy chica que no importaba.

    Mi mamá nos dijo que se iba a suicidar. Nos lo dijo claro. Nos citó a cada uno por separado y nos lo advirtió. Pero antes de matarse ella, pensó en matarnos a nosotros. Supongo que era la mejor forma que sentía para protegernos. Como si al matarnos nos salvara de algo, de ella misma. Yo lo supe porque ella también nos lo dijo. Fue un día, una tarde que estábamos viendo la televisión y así sin más lo soltó: A veces te sientes tan triste, tan sola y desesperada que sí lo piensas, yo pensaba matarlos a todos ustedes y luego matarme a mí. Yo tenía como doce años cuando lo dijo y no entendí nada. La volteé a ver, me pareció que estaba alucinando, pero ahora que lo pienso quizá ella se atrevió a decirlo porque ya no lo sentía posible, ya lo veía como algo del pasado, que ya no era un riesgo, una amenaza, ni para ella, ni ella para nosotros.

    Nos preocupamos, intentamos hacer cosas para salvarla. Yo me iba a dormir todas las noches con ella para cuidarla de que no se fuera a suicidar. Me iba a su cuarto, me acostaba con ella a ver la tele, pero empezó a cambiar. Se recuperó, se empezó a arreglar, se cortó el cabello, empezó a vestirse bien, a salir, encontró trabajo como cajera en Soriana y se veía tan realizada. Realizada con un trabajo tan explotado, tan mediocre, tan feo. 

    Y yo estaba tan cansada de pasar las noches con ella porque no dormía, me sentía mal, sin energías, me costaba, me dolía el pecho, la cabeza. Así que una noche que ya no podía más con el cansancio y las ganas de llorar, me fui a mi cuarto. Yo tenía 16 años y eran como las dos de la mañana. Me salí en silencio, confiada en que ella se estaba recuperando. Y la dejé. 

    Al despertar, mi hermano mayor estaba muy alterado. 

    Sucedió.

    Mi mamá se había cortado la yugular con un vidrio. Él la agarró en sus brazos, le dijo que ya había hablado a una ambulancia, que aguantara, que la iban a operar, que la iban a salvar, que por qué lo había hecho… le dijo muchas cosas. Eran como las ocho de la mañana. 

    Bajó mi hermana mayor, llegó la ambulancia, los vecinos afuera, mi hermano que no paraba de hablar, de hablar con ella, con mi madre. Yo me quedé en las escaleras muy asustada mientras todos pasaban a mi lado, me hablaban, me decían. 

    Yo no la vi, ya sabía lo que había pasado.

    Estuvo tres días internada. El primer día lo pasó en el quirófano, los doctores le cosieron las venas que se reventaron. Los doctores nos dijeron que si sobrevivía sería un milagro. Los otros dos días estuvimos ahí, esperando. Mi hermano menor tenía esperanza de que mi mamá se salvara, era el único que pensaba eso y, mientras los demás aguardábamos su muerte en la sala de espera del hospital, él repasaba las cosas que debíamos tirar para que ella no se dañara de nuevo, los cuchillos, los frascos de vidrio, los floreros, las cuerdas. Yo no pude sacarlo de su ilusión. 

    No tenía energía, no tenía fe, no tenía nada. 

     

    *

     

    Últimamente he leído mucho sobre el suicidio infantil, me acerco a ese tema con temor y la certeza de que está ahí, en el mismo lugar donde juegan mis hijas. En blogs y redes sociales los padres que han perdido a sus hijos hablan de la imposibilidad de nombrarse tras la muerte de un hijo, de lo poco natural que resulta, de la inexistencia de una palabra para describir su circunstancia, y del desvarío constante que les provocan las preguntas, ¿por qué no me di cuenta? ¿qué pude hacer para evitarlo? Pienso en Mónica sin su madre y me pregunto cómo se enfrenta a esa orfandad, no sólo al hecho de que perdió a su madre, sino al hecho concreto de que su madre la parió aun cuando quizá no creía en la vida. Como si la hubiera parido en caída libre, en medio de un abismo. 

     

    *

     

    El tercer día entré a su habitación. Quería decirle muchas cosas, pero no pude. Apenas pude abrir la boca: si crees que hace falta, te perdono. Y salí corriendo de ahí antes de que me viera llorar.

    Los hijos de mi madre decidimos donar sus órganos.

    Los de la funeraria vinieron por su cuerpo. 

    Lo lavaron, lo arreglaron. Yo ya no la vi. Yo ya sabía.

    A las horas siguientes, recibimos una llamada. Eran los de la funeraria. Nos pidieron un traje para enterrarla. Recuerdo que subí a su habitación, abrí el closet. Olía… olía a viejo.

    Barajé la ropa doblada, colgada, la acaricié, me sostuve de ella. Lloré. Sólo tenía cosas feas, viejas, rotas. Cosas que le quedaban grandes a ese cuerpo suyo. Nada. Mi tía Rebeca nos tuvo que prestar un traje para enterrarla.

    Eso se me hizo muy triste. Que mi mamá no tuviera un vestido para morir.

     

    *

     

    Cinco años después de que platicamos por primera vez, Mónica y yo nos volvimos a encontrar. Ella seguía igual de hermosa, con su cabellera abundante y desordenada, su sonrisa blanca como cascada. Yo sentía que había envejecido muchos años en mi segunda maternidad. Nos vimos para despedirnos, pues había terminado la carrera y volvía a su hogar materno en Chihuahua. Mientras empacaba las pocas maletas que tenía hablamos de mis hijas y de su madre. Ella me contó que los últimos meses, mientras terminaba la carrera y planeaba el regreso a casa, había podido comprenderla desde otro lugar: “Mi mamá entendió muy pronto a no esperar la felicidad, sino a provocar el cambio. Y si antes su suicidio me entristecía, me hacía sentir muy sola, ahora puedo entender que fue una mujer fuerte, con determinación, una mujer disidente, lo suficiente como para terminar con lo que no le hacía bien. Así sea la vida”. 

     

    *Este texto es un fragmento del libro Fruto de Daniela Rea Gómez, publicado por Ediciones Antílope en 2023.


     

    Daniela Rea Gómez. (Irapuato, 1982) es periodista y autora de los libros Nadie les pidió perdón. Historias de impunidad y resistencia (2015), La Tropa. Por qué mata un soldado (2019) y editora del libro Ya no somos las mismas y aquí sigue la guerra (2020). Dirigió el documental No sucumbió la eternidad. Recibió el Premio Nacional de Periodismo 2018, el Premio Gabo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en los años 2017, 2019 y 2022, y el Premio Alemán de Periodismo 2021, entre otros. Le interesa trabajar las tensiones entre el horror y la belleza, así como la construcción de espacios de escucha.

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