martes, octubre 15, 2024
    Hablar a solas

    Leonardo Rangel Cantú

     

    A veces me avergüenza decir que no tengo tiempo, que salgo de mi casa a las cinco de la mañana y regreso después de las diez de la noche a cenar medio dormido y dormir medio cenado, que me levanto y mis ojos arden y que, ni en fin de semana, tengo respiro. Que solo tengo este espacio de seis a nueve de la mañana en sábado para escribir y, ante la premura, solo puedo ser emocional, visceral y derramado. No puedo quejarme de que tengo empleo y estudio, y familia y proyectos, y cosas para reparar. Y nada digo, pero me da miedo que hay días en los que nadie escucha mi voz.

    Ayer pensaba sobre eso en el andén del metro, era tarde y un señor se sentó junto a mí, el metro tardaba y, como seguía llegando gente, el espacio entre nosotros se reducía a cada minuto. Sentí su mirada y después habló: Ya viene el calor, tocó mi brazo para que le prestara atención, y de inmediato supe que había caído en la trampa de una conversación que no buscaba ni quería. Me esforcé para no parecer grosero: Eeeei… Así es… ¿A poco?… Sí, sí, claro… No, pues, está cabrón. Y el señor seguía y seguía y a mí se me acababan las respuestas prefabricadas para esas situaciones. Por fin, las luces del metro se vieron a lo lejos y la gente en manada se acercó a la orilla, el señor me dio la espalda para acercarse a una puerta y aproveché su descuido, me mezclé entre las personas de un vagón diferente y lo perdí. Me sentí mal, pero al mismo tiempo escapar fue lo más emocionante de mi semana. Triste. 

    A medio camino, entre cabeceos de sueño, tuve la experiencia tardía de la plática, la atención que no presté en su momento me atacó de golpe y recordé: que el señor cargaba con una caja para bolear zapatos, que su hija estudiaba la preparatoria pero se embarazó, que debía comprar medicamentos para su esposa enferma de diabetes. Y, mientras él decía cosas tan íntimas y sinceras, a mí solo me preocupó mi espacio y el pensamiento inconcluso. Quise detener la culpa, justificándome con ser un desconocido enredado en una charla que no pedí, con mis propios asuntos, pero no pude evitar sentirme mal e insensible.

    Me sentí parte de un cuento de Chéjov: “La Tristeza”. En él, un cochero llamado Yona intenta superar la muerte de su hijo, pero tiene la necesidad de trabajar en plena nevada. Diferentes pasajeros abordan al carruaje y, en cada oportunidad, Yona intenta desahogarse. Él inicia las conversaciones y comparte la ausencia de su hijo. En el mejor de los casos es ignorado, cuando no, lo humillan y repelen. Al final del día, bajo la nieve que intenta sepultarlo, encuentra confidencia en el caballo que lo acompaña, y le cuenta todo.

    Quiero pensar que, por suerte para mi consciencia, no fui una analogía de los pasajeros y más bien serví como el caballo que, sin entender palabra de su amo y sin la facultad de responder, ayudó al desahogo de Yona que solo quería compartir sus sentimientos. Pero lo dudo. Conozco esa sensación y, por lo tanto, debí tener más tacto que un caballo. He estado en su lugar; he visto que la gente se aleja de mí en las pausas que hago cuando les hablo; me dicen sí, sí, sí, sí, sí… para que cambie de tema o me calle de una vez; asienten incontroladamente cuando les digo algo que ya saben. Y, cuando lo noto, empiezo a trabarme y las palabras se me cruzan y las ideas se difuminan, y la incomodidad crece. A pesar de todo, la única necesidad que tengo en esos momentos es terminar lo que empecé, para que al menos el rechazo haya valido la pena.

    Como Yona, con su caballo, no estoy solo, pero me acecha la sensación de ser prescindible junto a lo que callo. Mis amistades mudaron, mis amores murieron, pero uno no elige las circunstancias. Y, en algún momento, tomé ambos roles, hablando al espejo y respondiéndome. Empecé actuando los objetivos que me daba pena compartir por ambiciosos y terminé dependiendo de esos soliloquios, para calmar la ansiedad que llega cuando sobrepienso.

    Hablar a solas tiene el estigma de la locura. Cuando mi hermana me ve dice: ay, Leo, cada día más esquizofrénico. A veces, algunos soliloquios se extienden más allá de la privacidad de mi casa y terminan en el autobús, con la mirada confusa de una señora. Muchas veces tuve que fingir que mi boca se movía por una canción pegajosa o que me había atacado un espasmo, una parálisis o un bostezo. Pero la gente siempre se da cuenta y, para ellos, mi locura es evidente.

    Desde hace algunos años, los soliloquios son más frecuentes y las miradas enjuiciadoras ya no me detienen. Pasa cuando lo que pienso ya no cabe en el eco, cada vez más pequeño, de mi mente que se llena de lo frágil y lo urgente de cada día. En realidad, uno a uno, los soliloquios me mantienen contra la locura. Lo preocupante es la frecuencia con la que lucho para alejarme de ella. 

    “Un sábado” de Borges lo expresa bien, y se parece a este: el espacio entre la rutina y lo prescindible. Un ir y venir de la falsa cordura del silencio. Un ciego que, ante la inmensidad de lo inmutable, en voz alta repite y cadenciosa / fragmentos de los clásicos y ensaya / variaciones de verbos y de epítetos. Su voz es la única salvación para la monotonía. En una casa hueca / fatiga ciertos limitados rumbos / y toca las paredes que se alargan. Pero, aunque mantiene su mente a raya, trata desesperadamente de evidenciar su existencia, independiente al hueco que lo aprisiona. Habla consigo porque le asusta que está solo y no hay nadie en el espejo.

    Hablar alimenta la cordura; hablar a solas es la desesperación de verla desnutrida. Es la frontera del vacío, parecido a la compulsión de gritar al interior de la caverna para esperar el eco. El acto de hablar nos beneficia y cuando no sucede la monotonía llega y, para cuando notas el silencio, ya no hay nada para decir. 

    Hay días en los que nadie escucha mi voz. No hablo con nadie, despierto y duermo en el silencio y ni todos los soliloquios me quitan la sensación de las paredes que se alargan. Me rendí ante un sistema que odio y me consume, no tengo tiempo, no tengo nada, solo mi voz y un espejo al que ahora le temo.

    No sé por qué el señor del metro me eligió, si fue al azar o por conveniencia. Pero lo convertí en un soliloquio: lo acerqué al silencio. Me acostumbré tanto a mi voz que me volví intolerante a otras voces y ahora veo el daño que el tiempo a solas me ha hecho. Y cuando lo mismo hago con mi madre, mi padre, mis hermanos, con quienes quiero, entiendo que el silencio dejó de ser mi aliado y mi voz ya no sirve para combatirlo.

    Es tarde, y el sábado está lleno de voces desaprovechadas. Al final del día, sin proponérmelo, me tenderé en la cama solitaria y sentiré que los actos que ejecuto interminablemente en mi crepúsculo obedecen a un juego que no entiendo y dirige un dios indescifrable. Sabré que soy pasajero, que estoy solo y no hay nadie en el espejo.

     


     

    Leonardo Rangel Cantú. Estudiante de la Licenciatura en Edición y Gestión de la Cultura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Becario del Centro de Creación Literaria Universitaria 2022. 

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